A principios de 1500,
cuando el invierno comenzaba a declinar, el Santo Oficio puso en marcha un
amplio auto de fe que tenía como fin detener la expansión de un peligroso foco
de criptojudíos de carácter mesiánico, cuyo centro se hallaba en Herrera del Duque
y que se había extendido, además de por Badajoz, por tierras de lo que hoy son
las provincias de Cáceres, Ávila, Toledo y Ciudad Real, y sin duda estaba vinculado
con otro foco en Córdoba. Frente a otros autos, el que afectaba a esa zona se
caracterizaba por perseguir a quien ostentaba la función simbólica de ser
pastora y guía de la comunidad, nada menos que a una jovencísima Inés Esteban,
una chiquilla de doce años que había tenido un sueño profético y hablaba de
retornar a los viejos ritos, abandonando las creencias impuestas o adquiridas.
Hay que tener en cuenta
que uno de los principales objetivos de la Inquisición, tal vez el principal en
ese momento, era atender que los conversos, adheridos a la nueva fe ocho años
antes, tras el Decreto de Granada de 1492 en el que se ordenaba la expulsión de
los judíos que no abrazasen el cristianismo, o los convertidos antes del Decreto,
profesaran una fe pura de acuerdo con las creencias y dogmas establecidos por
Roma, que había logrado por fin imponer, al menos en apariencia, una
homogeneidad en el cuerpo doctrinal cristiano en el occidente europeo.
No todos las órdenes y
los jerarcas católicos estaban de acuerdo con dicha medida, entre ellos los
Jerónimos. Nada menos que Hernando de Talavera, que había sido confesor de la
Reina Isabel, defendía que la fe no se podía imponer y que sin duda muchos de
los cristianos nuevos, teniendo en
cuenta que la alternativa era la expulsión del Reino de Castilla, lo serían más
por salvarse ellos y su patrimonio que por convicción, además de la endeble
formación en la fe que iban a adquirir, dados los plazos establecidos.
Sin duda tuvieron razón
quienes así plantearon la cuestión de la fe. Muchos de los conversos dieron el
paso movidos por intereses ajenos a sus creencias. Algunos, tal vez los menos, aunque
es difícil precisarlo, pretendían en secreto mantenerse fieles a sus ritos y
costumbres. Hubo quienes no se plantearon la cuestión, al fin y al cabo la fe
nunca les interesó más allá de ser un elemento ideológico de carácter social o
cultural, algo colectivo, en definitiva. Otros, en cambio, acogieron el
cristianismo como su religión verdadera. No obstante, la rapidez con que la
conversión debía asumirse produjo que se mantuvieran ritos, costumbres e
incluso creencias y prácticas que no se adaptaban al dogma, muchas veces no por
voluntad de mantenerse o no fieles al judaísmo, sino por desconocimiento de un
cristianismo que ya se hallaba ritualizado en exceso, con un corpus normativo derivado de la
patrística y una casta sacerdotal único intérprete de la Biblia, sin que el
creyente tuviera acceso a sus textos.
En los núcleos criptojudíos
de finales del siglo XV, sobre todo en Córdoba y su zona de influencia, surgió
un profundo mesianismo que procedía no sólo del carácter ya de por sí mesiánico
propio del judaísmo, sino del hecho de manifestarse el mismo sobre todo en
momentos de profunda crisis colectiva. Y qué mayor crisis que la que padecían
quienes debían mantener ocultos su fe y sus ritos ante el peligro de morir si
se les descubría, además de la soledad en que se hallaban dichas comunidades
judaizantes, tan distinto todo a los tiempos en que se les permitía
abiertamente profesar su religión, gozaban de la protección de los reyes de
Castilla y llegaron a poseer un enorme prestigio ritual e intelectual entre
todas las comunidades judías de Europa.
Sin duda estuvo muy
presente en el ánimo de tales cenáculos el sueño de Jacob (Gn 28: 10-22). En
él, Jacob ve una larga escalera que llega al cielo repleta de ángeles que suben
y bajan. En lo alto está Jehová que le anuncia que aquella tierra donde duerme
será para él y sus descendientes, y aun cuando estos se desperdigaran por todo
el mundo, Jehová estará con ellos y los devolverá a su tierra. Se trata a todas
luces de un sueño profético muy presente en los momentos en que el pueblo judío
estuvo en la diáspora, afrontando muchas veces momentos duros, siendo
perseguido y marginado, pero siempre en la confianza que daba la promesa de
Jehová, su Dios.
Seguro que Inés Esteban
conocía el sueño profético de Jacob. No era además el único caso en la Biblia
en que el sueño era un instrumento de comunicación entre Jehová y su pueblo,
además de un medio de interpretación de la realidad, como le había ocurrido a
José en Egipto.
El mesianismo de los
conversos judaizantes de Córdoba con su recurso de los sueños proféticos había
llegado a Herrera del Duque, donde vivía la joven, hija de un zapatero, Juan
Esteban, casado en segundas nupcias con Beatriz Ramírez, madrasta por tanto de
Inés. Muy cerca de Herrera del Duque, en Chillón, Luis Alonso, carnicero de
profesión, y María Gómez, pariente de Inés, habían anunciado también algunos
sueños proféticos que habían tenido. Todos ellos eran conversos, pero sin duda
judaizaban, aunque con total seguridad la religión que profesaban ya estaba muy
empobrecida en contenidos y referencias, consecuencia de ese mismo aislamiento
antes mencionado, forzoso y real, de la nula posibilidad por tanto de
confrontación e intercambio con otras comunidades judías y, por supuesto, de la
clandestinidad y de un ambiente cultural e ideológico cada vez más cerrado.
Conocían, eso sí, la
Biblia y la importancia de los sueños en ella. Acudían sin duda mucho más a
ellos, por falta de otros recursos más teóricos o más literarios. Además, la
concepción de los sueños como profecías, también como maneras de interpretación
de la realidad o como mensajes y fuentes de sapiencia formaba parte de otras
tradiciones culturales arraigadas y presentes en la Edad Media.
Por todo ello, cuando Inés
Esteban tuvo su sueño y se lo comunicó a los próximos, a sus parientes y a su
núcleo cercano, y se expandió luego por entre las demás familias y cenáculos
judaizantes, la sensación que se impuso fue que estaban ante ese momento en que
los sufrimientos padecidos daban paso a su sentido más profundo y que pronto el
profeta Elías volvería y guiarían a los judíos a la tierra prometida.
Porque lo que vio Inés
Esteban en su sueño fue a su madre, a quien en vida apenas había conocido, ni
la recordaba incluso, que la visita junto a un joven. Les acompaña un ángel que
les lleva al cielo. En él la joven ve unas formidables sillas de oro vacías y
al preguntar para quiénes se guardaban, el ángel le responde que son para los
judeoconversos quemados y muertos por la Inquisición. Ahí conoce el pronto
advenimiento del profeta Elías y el retorno a la Tierra Prometida, para lo cual
es menester volver a los ritos y a las costumbres de los judíos, a cumplir con
los mandatos de la Torah, sin lo cual
la vuelta es imposible. Han de estar preparados en todo momento porque en
cualquier instante se les abrirá el camino, como se le abrió a Moisés el mar,
que les llevará a su destino, a esa tierra donde durmió Jacob. Regresa de su
sueño con una espiga, una aceituna y una carta con las promesas de Jehová a sus
fieles.
Otros criptojudíos habían
profetizado el retorno, algunos, como Juan de Segovia, en términos muy
similares a los de la joven Inés. Incluso Rodrigo Cordón se atrevió en Siruela
a dar una fecha: el 8 de marzo de 1500. Pero el sueño de Inés Esteban provocó
expectativas sin igual. Lo repetía una y otra vez a todo criptojudío o converso
que le quisiera escuchar, muchos incluso viajaban hasta Herrera del Duque para
escuchar sus palabras. Los curtidores en pieles aprovechaban que su localidad
era un centro en la venta de piel para poderla escuchar cuantas veces pudieran.
Todos ven las señales propiciatorias que anuncian la veracidad de tal profecía.
Pero se da además otra
circunstancia, más de tipo generacional: siendo Inés tan joven, apenas acaba de
salir de la niñez, atrae a muchos jóvenes, incluso infantes, que se identifican
con ella, que sienten tal vez que son los protagonistas de ese retorno, que la
Tierra Prometida les espera en especial a ellos.
No obstante, pese a la
idea de que tal regreso iba a producirse de inmediato, no se da el advenimiento
de Elías, ni parecen cumplirse ninguna de las señales premonitorios. Con toda
seguridad, el convencimiento de que esta vez, con Inés Esteban, la cosa iba en
serio, que vendría un mesías que les retornaría a la ciudad simbólica imagen de
la Jerusalén eterna, relajó la prudencia y la discreción necesarias. Lo que
llegó fue la inquisición. Más de doscientas personas fueran perseguidas.
Algunas lograron huir a Portugal. El proceso se alargó hasta el verano. Unas
150 personas fueron quemadas a principios de agosto. Muchos eran apenas niños y
jóvenes, nadie escapaba a los autos. Dicen que Inés Esteban esuvo entre los
quemados. Pero hay quien sostiene que en el último momento se arrepintió, se
convirtió con proclamada vehemencia a la fe de sus persecutores y tal vez estos,
en una brecha de conmiseración en sus firmes criterios, la perdonaron. Pero no
hay certeza de ello.
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