martes, 21 de marzo de 2017

Inés Esteban

A principios de 1500, cuando el invierno comenzaba a declinar, el Santo Oficio puso en marcha un amplio auto de fe que tenía como fin detener la expansión de un peligroso foco de criptojudíos de carácter mesiánico, cuyo centro se hallaba en Herrera del Duque y que se había extendido, además de por Badajoz, por tierras de lo que hoy son las provincias de Cáceres, Ávila, Toledo y Ciudad Real, y sin duda estaba vinculado con otro foco en Córdoba. Frente a otros autos, el que afectaba a esa zona se caracterizaba por perseguir a quien ostentaba la función simbólica de ser pastora y guía de la comunidad, nada menos que a una jovencísima Inés Esteban, una chiquilla de doce años que había tenido un sueño profético y hablaba de retornar a los viejos ritos, abandonando las creencias impuestas o adquiridas.

Hay que tener en cuenta que uno de los principales objetivos de la Inquisición, tal vez el principal en ese momento, era atender que los conversos, adheridos a la nueva fe ocho años antes, tras el Decreto de Granada de 1492 en el que se ordenaba la expulsión de los judíos que no abrazasen el cristianismo, o los convertidos antes del Decreto, profesaran una fe pura de acuerdo con las creencias y dogmas establecidos por Roma, que había logrado por fin imponer, al menos en apariencia, una homogeneidad en el cuerpo doctrinal cristiano en el occidente europeo.

No todos las órdenes y los jerarcas católicos estaban de acuerdo con dicha medida, entre ellos los Jerónimos. Nada menos que Hernando de Talavera, que había sido confesor de la Reina Isabel, defendía que la fe no se podía imponer y que sin duda muchos de los cristianos nuevos, teniendo en cuenta que la alternativa era la expulsión del Reino de Castilla, lo serían más por salvarse ellos y su patrimonio que por convicción, además de la endeble formación en la fe que iban a adquirir, dados los plazos establecidos.

Sin duda tuvieron razón quienes así plantearon la cuestión de la fe. Muchos de los conversos dieron el paso movidos por intereses ajenos a sus creencias. Algunos, tal vez los menos, aunque es difícil precisarlo, pretendían en secreto mantenerse fieles a sus ritos y costumbres. Hubo quienes no se plantearon la cuestión, al fin y al cabo la fe nunca les interesó más allá de ser un elemento ideológico de carácter social o cultural, algo colectivo, en definitiva. Otros, en cambio, acogieron el cristianismo como su religión verdadera. No obstante, la rapidez con que la conversión debía asumirse produjo que se mantuvieran ritos, costumbres e incluso creencias y prácticas que no se adaptaban al dogma, muchas veces no por voluntad de mantenerse o no fieles al judaísmo, sino por desconocimiento de un cristianismo que ya se hallaba ritualizado en exceso, con un corpus normativo derivado de la patrística y una casta sacerdotal único intérprete de la Biblia, sin que el creyente tuviera acceso a sus textos.

En los núcleos criptojudíos de finales del siglo XV, sobre todo en Córdoba y su zona de influencia, surgió un profundo mesianismo que procedía no sólo del carácter ya de por sí mesiánico propio del judaísmo, sino del hecho de manifestarse el mismo sobre todo en momentos de profunda crisis colectiva. Y qué mayor crisis que la que padecían quienes debían mantener ocultos su fe y sus ritos ante el peligro de morir si se les descubría, además de la soledad en que se hallaban dichas comunidades judaizantes, tan distinto todo a los tiempos en que se les permitía abiertamente profesar su religión, gozaban de la protección de los reyes de Castilla y llegaron a poseer un enorme prestigio ritual e intelectual entre todas las comunidades judías de Europa.

Sin duda estuvo muy presente en el ánimo de tales cenáculos el sueño de Jacob (Gn 28: 10-22). En él, Jacob ve una larga escalera que llega al cielo repleta de ángeles que suben y bajan. En lo alto está Jehová que le anuncia que aquella tierra donde duerme será para él y sus descendientes, y aun cuando estos se desperdigaran por todo el mundo, Jehová estará con ellos y los devolverá a su tierra. Se trata a todas luces de un sueño profético muy presente en los momentos en que el pueblo judío estuvo en la diáspora, afrontando muchas veces momentos duros, siendo perseguido y marginado, pero siempre en la confianza que daba la promesa de Jehová, su Dios.  

Seguro que Inés Esteban conocía el sueño profético de Jacob. No era además el único caso en la Biblia en que el sueño era un instrumento de comunicación entre Jehová y su pueblo, además de un medio de interpretación de la realidad, como le había ocurrido a José en Egipto. 

El mesianismo de los conversos judaizantes de Córdoba con su recurso de los sueños proféticos había llegado a Herrera del Duque, donde vivía la joven, hija de un zapatero, Juan Esteban, casado en segundas nupcias con Beatriz Ramírez, madrasta por tanto de Inés. Muy cerca de Herrera del Duque, en Chillón, Luis Alonso, carnicero de profesión, y María Gómez, pariente de Inés, habían anunciado también algunos sueños proféticos que habían tenido. Todos ellos eran conversos, pero sin duda judaizaban, aunque con total seguridad la religión que profesaban ya estaba muy empobrecida en contenidos y referencias, consecuencia de ese mismo aislamiento antes mencionado, forzoso y real, de la nula posibilidad por tanto de confrontación e intercambio con otras comunidades judías y, por supuesto, de la clandestinidad y de un ambiente cultural e ideológico cada vez más cerrado.

Conocían, eso sí, la Biblia y la importancia de los sueños en ella. Acudían sin duda mucho más a ellos, por falta de otros recursos más teóricos o más literarios. Además, la concepción de los sueños como profecías, también como maneras de interpretación de la realidad o como mensajes y fuentes de sapiencia formaba parte de otras tradiciones culturales arraigadas y presentes en la Edad Media.

Por todo ello, cuando Inés Esteban tuvo su sueño y se lo comunicó a los próximos, a sus parientes y a su núcleo cercano, y se expandió luego por entre las demás familias y cenáculos judaizantes, la sensación que se impuso fue que estaban ante ese momento en que los sufrimientos padecidos daban paso a su sentido más profundo y que pronto el profeta Elías volvería y guiarían a los judíos a la tierra prometida. 

Porque lo que vio Inés Esteban en su sueño fue a su madre, a quien en vida apenas había conocido, ni la recordaba incluso, que la visita junto a un joven. Les acompaña un ángel que les lleva al cielo. En él la joven ve unas formidables sillas de oro vacías y al preguntar para quiénes se guardaban, el ángel le responde que son para los judeoconversos quemados y muertos por la Inquisición. Ahí conoce el pronto advenimiento del profeta Elías y el retorno a la Tierra Prometida, para lo cual es menester volver a los ritos y a las costumbres de los judíos, a cumplir con los mandatos de la Torah, sin lo cual la vuelta es imposible. Han de estar preparados en todo momento porque en cualquier instante se les abrirá el camino, como se le abrió a Moisés el mar, que les llevará a su destino, a esa tierra donde durmió Jacob. Regresa de su sueño con una espiga, una aceituna y una carta con las promesas de Jehová a sus fieles.

Otros criptojudíos habían profetizado el retorno, algunos, como Juan de Segovia, en términos muy similares a los de la joven Inés. Incluso Rodrigo Cordón se atrevió en Siruela a dar una fecha: el 8 de marzo de 1500. Pero el sueño de Inés Esteban provocó expectativas sin igual. Lo repetía una y otra vez a todo criptojudío o converso que le quisiera escuchar, muchos incluso viajaban hasta Herrera del Duque para escuchar sus palabras. Los curtidores en pieles aprovechaban que su localidad era un centro en la venta de piel para poderla escuchar cuantas veces pudieran. Todos ven las señales propiciatorias que anuncian la veracidad de tal profecía.

Pero se da además otra circunstancia, más de tipo generacional: siendo Inés tan joven, apenas acaba de salir de la niñez, atrae a muchos jóvenes, incluso infantes, que se identifican con ella, que sienten tal vez que son los protagonistas de ese retorno, que la Tierra Prometida les espera en especial a ellos.


No obstante, pese a la idea de que tal regreso iba a producirse de inmediato, no se da el advenimiento de Elías, ni parecen cumplirse ninguna de las señales premonitorios. Con toda seguridad, el convencimiento de que esta vez, con Inés Esteban, la cosa iba en serio, que vendría un mesías que les retornaría a la ciudad simbólica imagen de la Jerusalén eterna, relajó la prudencia y la discreción necesarias. Lo que llegó fue la inquisición. Más de doscientas personas fueran perseguidas. Algunas lograron huir a Portugal. El proceso se alargó hasta el verano. Unas 150 personas fueron quemadas a principios de agosto. Muchos eran apenas niños y jóvenes, nadie escapaba a los autos. Dicen que Inés Esteban esuvo entre los quemados. Pero hay quien sostiene que en el último momento se arrepintió, se convirtió con proclamada vehemencia a la fe de sus persecutores y tal vez estos, en una brecha de conmiseración en sus firmes criterios, la perdonaron. Pero no hay certeza de ello. 

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