De una lectura atenta y
sin prejuicios (a veces leemos en función de interpretaciones previas una y mil
veces repetidas y que determinan la apreciación de un texto) resulta inevitable
preguntarnos por qué «(…) miró Jehová con
agrado a Abel y a su ofrenda, pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda
suya (…)» (Gn. 4: 4-5, versión Reina y Valera). No mirar con agrado no
significa que haya desagrado en la mirada de Dios: puede que haya una aparente
indiferencia; puede que estemos ante una nueva opción caprichosa de un Creador
cuyas pretensiones nos resultan inexplicables, tal vez ni siquiera existan en
realidad; puede por último que sea una cierta decepción, más cuando poco
después Dios le advierte de que «si bien
hicieres, ¿no serás enaltecido?». Además, en ningún momento se afirma que lo
que ofrece Caín, el hermano mayor, haya sido malo, sino que aporta «del fruto de la tierra una ofrenda», sin
más, sin añadir adjetivos que valoren de cualquier forma, positiva o negativa,
ese presente otorgado a un Dios temido y amado a la vez, pero también visto como
creador de sus propios padres, otorgador de la vida, de la suya propia y la de
su hermano, y al que quiere Caín reconocer. No se señala tampoco que su actitud
sea otra, que con su ofrenda pretenda algo diferente a un profundo
reconocimiento, aunque se trata de un agradecimiento cuya sinceridad interior
también desconocemos. Mientras, del cordero ofrecido por Abel se dice que es «de los primogénitos de sus ovejas, de lo más
gordo de ellas», apreciamos por tanto una valoración de la ofrenda que
indica cierta satisfacción hacia su otorgante, el hermano menor. De una primera
lectura inatenta, un tanto superficial e influida sobre todo por una tradición
de desprecio hacia Caín podemos deducir que Caín es el malo, que él mismo
motiva el rechazo de Dios, lo merece. A veces leemos atendiendo a factores
externos al texto.
Caín, se nos cuenta, es
labrador mientras que Abel es pastor de ovejas. No se dice cuál ha sido el
criterio para la distribución de las respectivas funciones, parece en todo caso
que hubiera estado de antemano decidida según un motivo que, en un principio,
desconocemos. Sabemos, eso sí, que el trabajo de la tierra es arduo, se tienen
que trazar surcos que reciban en su momento las semillas, hay que saber cuál es
el mejor momento para la siembra, para lo cual se requiere probar, observar y
analizar la reacción de la tierra, también es menester disponer de un arado o
de cualquier otro tipo de herramienta que, al ser el primer agricultor, tuvo
Caín que fabricar, como tuvo también que estudiar y preparar un sistema de
regadío y selección de las referidas semillas, además de destruir las nocivas
malas yerbas que podrían envenenar el terreno así como preparar el mismo para
una siembra adecuada que evite encharcamientos y plagas de insectos. Una vez
sembrada la tierra, no se detiene allí la tarea de Caín, ha de mantener el
cuidado de las plantas, vigilar que no surjan inconvenientes, climáticos por
ejemplo, atender a la paulatina maduración de los frutos para, en su momento
exacto, recogerlos y después volver a seleccionar semillas para una posterior
siembra al tiempo que se vela por que la tierra no haya quedado exhausta con la
cosecha. Mientras, Abel ha de recoger el rebaño y llevarlo a una campa donde
comen, vigilar que las ovejas no se dispersen ni que las ataque cualquier
animal depredador, reunirlas al final de la jornada y llevarlas a los rediles,
esquilarlas si es preciso y tener cuidado de las más débiles.
Auerbach nos advierte en Mimesis que el lenguaje de la Biblia es
escueto, a diferencia de lo que ocurre en la tradición griega, cuya mitología
es descriptiva hasta en los más nimios detalles. La tradición literaria hebrea
es parca en palabras y deja mucho espacio a la especulación, a la
interpretación interlineal. La griega, en cambio, lo da todo hecho, apenas cabe
imaginar nada, todo está descrito hasta la saciedad. Decantarse por un estilo u
otro es cuestión de gustos, pero resulta innegable que la parquedad hebrea, su
minimalismo, es mucho más literaria, permite al lector mayor juego, incluso una
reescritura a partir de la lectura. La contextualización se vuelve clave para
el lector, le obliga a conocer no sólo el contexto que queda fuera de la
descripción, averiguar todo el mensaje que no está por completo expresado en el
texto, sino requerir además de otros elementos que nunca van a estar descritos
en el mismo pero que son tan importantes para comprenderlo como lo que está
escrito.
Que el trabajo de
labrador es mucho más duro que el de pastor de ovejas es uno de estos
elementos. Sobre todo cuando tenemos en cuenta que estamos en los inicios de
una sociedad sustancialmente agrícola y en la que la agricultura será
importantísima para fijar el desarrollo de las sociedades primitivas y
estrechar lazos con la tierra. No olvidemos además el estrecho vínculo del
pueblo de Israel, varias generaciones después, con la tierra, eretz, un vínculo que llega hasta hoy y
que pasa por largos periodos en que el pueblo
elegido carece de tierra propia. No olvidemos tampoco la decepción de Dios
que le produce la humanidad y que se paga con el diluvio, esto es, con la
desaparición de la tierra bajo las aguas, lo que se interpreta incluso como un
castigo. Por tanto, cuando se le atribuyen las funciones, cuando se decide que
Caín sea el labrador, el rotulador de la tierra, no estamos ante una decisión
cualquier, tomada al tuntún: Caín es el más apto para llevar a cabo dicha
función. Es el elegido para iniciar una labor civilizatoria ¿Por qué entonces
Dios parece descontento con la ofrenda de Caín, con el fruto de su trabajo,
cuando además no queda explícito que la ofrenda sea mala, nada nos lleva a
pensar en una mala acción de Caín y en cambio muestra sólo agrado por la de
Abel, que ha elegido un bien ejemplar de entre las ovejas primogénitas sin
haber invertido tanto esfuerzo? Tal vez esta fuera la pregunta que hubiera
tenido que plantearse Caín en ese momento o, lo que sería igual, ¿por qué y en
qué le estaba fallando a Dios? No obstante, se deja llevar por los recelos que
le empujan a ir contra su hermano, al que acaba asesinando en la soledad de un
campo.
El texto bíblico no habla
de celos. Pero la respuesta de Caín a la pregunta de Dios, «si bien hicieres, ¿no serás enaltecido?»,
es matar a su hermano. A todas luces la interpreta como un reproche, como una
comparación que le deja fuera de juego, fuera del afecto de Dios y es cuando
surgen los celos, la sensación de que hermano le ha ensombrecido y merece
morir. Dios, de inmediato, siente la ausencia de Abel, le pregunta por él a
Caín que le responde con otra pregunta: «¿soy
yo acaso guarda de mi hermano?». No es sólo un intento por su parte de
protegerse de la ira de Dios, sino que supone la evidente expresión de una
función que estaba allí y de la que era consciente, la primogenitura, su
primogenitura, más en quien estaba asignado a la agricultura, a iniciar un
modelo de cultura, de civilización. Del mismo modo que Abel ha de ofrecer a
Dios una oveja de entre las primogénitas, en Caín recae una función fundamental,
un papel de liderazgo, diríamos hoy. Al igual que su madre que sucumbe a la
vanidad de comer la fruta del árbol caído con la vaga idea de ser como Dios,
Caín peca al no saber entender por completo su función y acusar a su hermano
del rechazo de Dios, cuando este rechazo, si lo hubiera habido, lo fomenta él
mismo porque no ha entendido todo lo que se espera de él, en todo caso más de
lo que realmente da.
Tal vez aquí haya que
referirse a otra diferencia entre la mitología griega y la hebrea, más en
concreto una diferencia que se da en la descripción de los héroes. Los héroes
griegos -Heracles, Jasón, Aquiles o Ulises, entre otros- alcanzan no poca
perfección, poseen todos los dones: valentía, honestidad, astucia, conciencia,
armonía. No en vano están muy cerca de la divinidad, algunos de ellos
descienden incluso de algún olímpico o son tan coherentes consigo mismos que,
como Ulises, rechaza la propuesta de inmortalidad, en su caso la de Calipso
para retenerlo a su lado y que el héroe olvidara su viaje a Ítaca, su
compromiso con los suyos. Los héroes hebreos, por el contrario, están repletos
de imperfecciones y de miedos, llegan incluso al crimen, como David, que no
duda en conducir a Uriel a una muerte segura con tal de poder seducir a su
esposa Betsabé, el propio Abraham, el patriarca, tiene miedo una y otra vez, se
muestra receloso, incluso desconfiado, ante las propuestas de Dios e incluso,
en el Nuevo Testamento, el fiel Pedro reniega por tres veces de Jesús,
repitiendo de este modo un esquema habitual en los héroes del Antiguo
Testamento, héroes tremendamente humanos, decepcionantes incluso en ocasiones,
pero que al final logran volver al redil de su obediencia y su fidelidad hacia
Dios.
Caín, por tanto, en un
acto de incomprensión de su papel, de negligencia ante lo que le pedía Dios, de
desatención de las funciones que él mismo tenía encomendadas, es incapaz de
cumplir con su deber, de asumirse a sí mismo y, como consecuencia de ello, mata
a su hermano, se esconde al darse cuenta del tremendo gesto, teme la ira de
Dios, pero no por su error real, que no es otro que el no cumplir con las
expectativas, decepcionar a Jehová, sino por un crimen atroz, sin duda, pero
que no llegamos a juzgar del todo bien, encuadrados como estamos en una lógica judicial que asocia un hecho
concreto a una pena proporcionada, cuando el Dios de Abraham, Isaac y Jacob se
mueve por otra lógica que no es la de la justicia humana. Comete un crimen, en
efecto, pero su Dios puede llegar a perdonárselo, aun maldiciéndole. Hay un
castigo -el Dios del Antiguo Testamento es también un Dios de justicia bajo la
lógica de pueblos sujetos a una divinidad cuasi tribal- que no deja de ser
terrible para alguien sujeto a la tierra: «errante
y extranjero serás en la tierra».
Pero aun así, como ocurre con otros héroes posteriores que le fallarán y
que, como Caín, mostrarán todo su miedo, Dios no puede evitar protegerlo, estar
con él. Jehová le pone una señal, cualquier que le hiciera daño será castigado
hasta la séptima generación. Pero además vemos como en la descendencia de Caín
se halla Enoc, su propio hijo y fundador de la primera ciudad, y entre los
descendientes se halla Jabal, padre de quienes habitan en tiendas y crían
ganados -asume por tanto las funciones que tenía Abel, el primer pastor-, y se
halla Jubal, padres de quienes tocan el arpa y la flauta, y se halla también
Tubalcaín, artífice de las obras de bronces y de hierro. De Caín procede, por
tanto, la civilización.
Aun así, haber sido el
primer asesino le ha desterrado también del reconocimiento que han tenido otros
héroes bíblicos. Caín está ineludiblemente ligado a la traición, a la perfidia,
al crimen. El cainismo ha pasado a
significar una tendencia -a veces parece incluso natural a la condición humana-
que lleva a matarse entre seres humanos. Rafael Narbona lo ha definido como la
«rebelión del ser humano contra la
posibilidad de un límite moral». Unamuno aplicó este concepto a la cruenta
guerra civil, él, que tanto acudió a la figura de Caín en algunos de sus
relatos, como Los Otros o Abel Sánchez. No en vano, el mito de
Caín y Abel ha inspirado a numerosos escritores, como al español Manuel Vicent
en su Balada de Caín o al portugués
José Saramago con Caim, que han
intentado contemplar esbozos de realidad a partir del mito hebreo.
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