Una ciudad una y mil
veces recorrida, a menudo de noche, a esas horas en las que el silencio es casi
absoluto, un silencio apenas roto por el eco de los pasos, la llamada a los
serenos, las voces que llegan como susurros aun cuando broten como gritos, apenas
roto por el sonido metálico de los tranvías o del tren que cruza la ciudad,
entonces a cielo abierto por el centro mismo, una ciudad buscada con ansia,
como con hambre de trascendencia, de intensa busca, un hambre más aguda que la
propia hambre esencial, una ciudad que se vuelve el escenario de su vida, de su
tiempo, aunque sólo sea un periodo breve, sólo un año entre su llegada y su
partida, claro que Andrea eso no lo sabe cuando desciende del tren, a una hora
intempestiva, con bastante retraso de la hora prevista, sin que nadie le espere
porque llega más tarde de lo anunciado, es una ciudad tal vez como cualquier
otra, pero es también la ciudad con que ella se enfrenta por primera vez, de
noche, al salir de la Estación de Francia, por tanto única para ella, la ciudad
como escenario, testigo mudo de un presente que, sin embargo, no puede dejar
atrás un pasado que vamos conociendo a lo largo de todo el relato mediante trazos
apenas dibujados, pero que perfilamos como figuras en la niebla, a medida que
avanza el tiempo, el tiempo también como elemento fundamental de lo que se
cuenta, casi un tema más.
Andrea es la protagonista
y narradora de su propia experiencia, personaje central de Nada, de Carmen Laforet, un título para una novela que bien podría
considerarse aséptico por lo breve e inconcreto, por lo cortante y abstracto,
pero a todas luces, a medida que avanzamos por sus páginas, percibimos ya como
correcto, tan vinculado a un particular existencialismo que roza el tremendismo
o a ese impresionismo con que se va dibujando el relato. Cuando llega a la
estación no sabemos nada de ella, ella misma se introduce ya desde la primera
línea con un hecho a medio contar, un misterio más, un secreto más de los que
se van desparramando a medida que Andrea avanza en el recuerdo de esos meses: «Por dificultades en el último momento para
adquirir billete, llegué a Barcelona a medianoche (…)». No sabremos qué
dificultades, como no sabremos muchas otras cosas que se van susurrando, pero
en ese instante, en esa llegada nocturna, lo importante son las vagas
esperanzas no ya de un futuro, sino de un presente nuevo, la esperanza del
momento en que todo está por hacer, por construir.
Llega a la casa de
la calle Aribau, la vivienda destartalada de su abuela materna -poco sabremos
de la madre de Andrea, algunos apuntes de un pasado que presumimos desolador-,
donde viven, además de la abuela, dos tíos, Román y Juan, la esposa de este,
Gloria, la tía Angustias presente sólo en la parte primera de la novela, mujer
que se pretende centro de la familia, viga fundamental sobre la que se sustenta
una inexistente ética familiar, ella misma no deja de poseer, como todo el
mundo, sus propios secretos y contradicciones, viviendo eso sí, más de
recuerdos que de realidades, más de apariencias que de contenidos reales, y
además habita una criada, Antonia. El piso al que llega Andrea se parece poco
al piso al que llegaron sus abuelos cincuenta años atrás, uno de esos amplios y
cómodos pisos del Ensanche barcelonés, con un pasillo largo y espacioso que
traba las diferentes habitaciones, sino que a su llegada es la mitad del mismo,
la vivienda se ha dividido y se acumulan de un modo destartalado los muebles y
los objetos, muchos de los cuales se irán vendiendo por necesidades pecuniarias
evidentes. Además, las relaciones entre sus parientes no son buenas, resultan
hirientes, agresivas. Hay mucha frustración en los dos hermanos, artistas
frustrados que apenas consiguen salir adelante, sobre todo Juan. Hay demasiados
misterios que se van adivinando a través de brechas y cuyo origen en gran
medida se hallan en la guerra, una guerra demasiado presente en muchas vidas,
en la de los dos hermanos, por ejemplo, para los que aquel conflicto pesa
demasiado.
Frente a ese sórdido
ambiente de la calle Aribau, hay otro mundo más luminoso, sin duda más feliz o
al menos esperanzador, el de la universidad, el de los conocidos, pero sobre todo
el de Ena, su gran amiga, la persona con quien compartirá tantas cosas y con la
cual, inevitable, vivirá sus tensiones. Ena y sus padres estarán muy presentes
en la vida de Andrea, más de lo que ella misma llegará a pensar e incluso a
desear en ocasiones. Hay además otros personajes que se cruzan en la vida de la
narradora y los evoca, como Pons y su grupo de amigos bohemios, bohemios de
buenas familias en todo caso, o Jaime, todo ellos con cierta importancia en determinados
momentos y que conformarán una experiencia de iniciación para Andrea. Este otro
mundo es muy diferente al de la calle Aribau, y ella misma quiere mantenerlos
alejados, dos mundos alejados con ella como único nexo de unión, lo que le abre
los ojos, pero ahonda también en sus miedos y contradicciones. Porque llegar a
la ciudad va a suponer entrar en un mundo de sensaciones desatadas, no siempre
controladas, se ahondarán los temores, los propios complejos, dirían los
psicólogos hoy, aumentarán los miedos y un profundo desasosiego por ese paso
del tiempo y esa soledad que, a pesar de todo, sigue presente en su interior y
que necesitará comprender y trascender. No en vano, con frecuencia, hay un
gesto característico de Andrea, que lo repite en varias ocasiones, siempre sola
y en momentos culminantes, un mirar hacia arriba, hacia la parte superior de
los edificios, pero sobre todo cuando pasa por delante del edificio de Ena o en
el propio, en el de la calle Aribau, y que a veces parece una necesidad de
mirar hacia el cielo, una especie de oración laica o necesidad de luz. Hay por
tanto una exigencia de establecer límites, límites internos y límites externos,
para al final quedar «desguarnecida de su
antigua alma».
Se trata de una novela,
en cierto modo, de iniciación, que narra a partir de su propia voz, una voz
femenina además, un tiempo esencial entre dos momentos, uno obscuro que vamos
descubriendo, repleto de heridas y secretos, y el otro esperanzador, y la
evocación de ese año realizado por la propia protagonista, por Andrea, nos
muestra bien a las claras las dificultades de un proceso tan difícil, repleto
de inseguridad, de miedos, de incertidumbres y sentimientos incontrolables a
menudo, incomprensibles siempre. Pero además el espacio físico donde se
desarrolla este proceso adquiere una importancia enorme. Ese espacio físico
está representado por el piso de la calle Aribau, no es difícil asociar la
destartalada vivienda en la que vive Andrea con su propia situación anímica, en
muchas ocasiones desasosegante, de allí la necesidad de salir de ese
apartamento, salir en busca de luz, tanto en el piso de Ena y su familia, en la
Villa Layetana, como en el taller de los amigos de Pons, en calle Montcada,
pero también en esos recorridos por las calles de Barcelona, calles lúgubres,
tristes, a veces angustiosas. De este modo, Barcelona entera se convierte en
parte de ese mismo proceso, un testigo mudo pero al mismo tiempo un
protagonista más al ser la ciudad un reflejo de lo que siente Andrea y
viceversa, ella recoge en gran medida los sentimientos de la realidad urbana.
De este modo, Barcelona
es una ciudad sombría, a veces tenebrosa, una ciudad que posee una «una belleza sofocante, un poco triste. A mí
me parece triste Barcelona mirándola desde la ventana del estudio de mis
amigos, en el atardecer», en la que hasta los faroles parecen «centinelas borrachos de soledad».
Curiosamente, uno se encuentra con una sensación parecida en las novelas, escritas
veinte años después, a partir de la década de los sesenta, de Juan Marsé, de
Manuel Vázquez Montalbán, de Francisco González Ledesma o de Antonio Rabinad,
uno se encuentra con una ciudad triste, desasosegante, pero al mismo tiempo
creativa porque se trata de una ciudad de verdad. La Barcelona actual es, sin
duda, muy diferente a la de entonces, seguramente todas las ciudades han
cambiado y tampoco es cuestión de entrar en un ejercicio de nostalgia de épocas
que, al fin y al cabo, no fueron ni de lejos muy propicias para una vida buena,
no en el sentido superficial, sino en el profundo, el de una vida que permita
un desarrollo personal y colectivo amplio e intenso. Porque sin duda en la
Barcelona de los años cuarenta había más gente que pasaba por circunstancias
parecidas, incluso peores, que las de la familia de Andrea, más que las que se
parecían a las familias de Ena o de Pons y sus amigos. Sin embargo, la
Barcelona actual ha perdido algo indefinible, habrá podido ganar en prestigio,
en luminosidad, en atractivos, pero a veces uno no puede dejar de pensar que ha
dejado de ser una ciudad de verdad para convertirse sólo en un parque temático.
O corre al menos ese peligro.
Sea lo que fuere, no
parece posible que una joven como Andrea pudiera hoy vivir un año como aquel
que vivió la narradora, las evocaciones serían a todas luces muy diferentes. Aunque
es difícil comprender del todo el mundo de las sensaciones y de los
sentimientos, tan importantes en la evocación de Andrea, no tan diferentes, en
el fondo, de una época a otra. En todo caso, se trata de una ficción,
recordémoslo. Aunque seguro que incluso hoy hay quien siente cierto sosiego y
no poca satisfacción porque «la calle
Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí».
Escrita cuando Carmen Laforet
tiene veintidós años, Nada es una de
esas novelas fundamentales en la literatura, un libro de enorme fuerza tanto
por su estilo como por la intensidad de sus personajes y de la propia historia
que narra. Obtuvo el Premio Nadal otorgado por la Editorial Destino en su
primera edición, la de 1944, cinco años después de acabada la guerra, lo que
supuso también un reinicio de la tradición literaria en el interior. Hay que
tener en cuenta que la guerra y la posterior dictadura supuso un zarpazo enorme
en la tradición literaria española, que se escindió entre los autores del
exterior, los que se exiliaron, muchos de ellos para toda su vida, y los escritores
que se quedaron en el país, a los que hay que sumar aquellos autores que, como
Carmen Laforet, comenzaron a escribir y a publicar en España después de la
guerra. Esto da a la novela y a su autora un significado extraliterario de
enorme importancia, marcará en gran medida esa reaparición de la actividad
literaria en España, lo que no pasará desapercibido ni siquiera entre los
autores del exilio, que supieron valorar también la calidad literaria de Nada. En este sentido, hay que tener en
cuenta que, aun cuando Carmen Laforet se aislara bastante de los ambientes
literarios de la época, recelara de los cenáculos culturales, mantuvo una
intensa correspondencia desde los años sesenta con Ramón J. Sender, lo que fue
otro puente más entre autores de fuera y de dentro, algo que el régimen
dictatorial o los lógicos recelos no pudieron evitar.
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