Cuenta el mito que Zeus descubre a la dulce Europa en una playa acompañada de sus amigas. De inmediato se enamora de ella y reflexiona sobre el modo de seducirla. Se metaformosea en un toro blanco cuyos cuernos son semejantes a la luna creciente y se acerca a la bella doncella, a cuyos pies se tumba, admirado y aparentemente sumiso. Europa, que al principio se asusta ante el magnífico animal -ignora quien es-, pierde el temor y comienza a acariciar el lomo, el cuello y la cabeza del toro. Al final, confiada, se sube a su lomo, momento que Zeus aprovecha para levantarse y lanzarse al mar, ajeno a los gritos asustados de las amigas y de la propia Europa. De este modo la conduce a Creta, donde la amará junto a unos plataneros. La mayoría de las versiones hablan de tres hijos que Europa le da a Zeus: Minos, Sarpedón y Ramantis, que serán adoptados por Asterión, rey de Creta, sin hijos, con quien se casará Europa a petición de Zeus, quien sabe si para ocultar su nueva infidelidad a Hera, celosa por tantos devaneos del padre de los dioses y de los hombres.
Admirado por la belleza de Europa y agradecido sin duda por los gratos momentos pasados con ella, Zeus le dará tres presentes: una jabalina de caza que nunca erraba el blanco, un perro que no dejaba escapar ninguna pieza y, sobre todo, a Talos, un autómata de bronce imponente cuya misión será la de guardar las costas de Creta para impedir que entren los extranjeros a la isla y que salgan sus habitantes de la misma. De este modo, el imponente Talos se convierte en el guardián de las esencias. Incluso Dédalo, para escapar del laberinto y de Creta junto a su hijo Ícaro, habrá de pegarse alas a la espalda y salir volando del lugar, evitando de este modo el estricto control del gigante.
No hay duda que la historia de Talos nos recuerda lo que está pasando desde hace meses en las islas griegas. Casi resulta una premonición. Que no entren los extranjeros, que no se nos cuelen por Europa, que no vaguen por nuestros caminos, que no se conviertan en vecinos y vecinas de nuestras ciudades, en un continente, dicen, que no puede asumir más población. La bella Europa, sostenida durante siglos como faro civilizatoria, referencia de los valores democráticos, amalgama de culturas y de lenguas que se expandieron por el mundo, acude de nuevo a un nuevo Talos que impida la entrada de extraños y sin que salgan los propios. Claro que en esto último, raptada Europa ahora por estructuras de poder, por la UE -se identifica Europa, de modo interesado, con una entidad económica-, parece no haber tenido mucho éxito, ante la decisión de buena parte de los británicos de abandonar la Unión Europea. Es curioso que quienes atribuyen el Brexit a profundas xenofobias latentes en el inconsciente colectivo sean algunos de los que, desde los organigramas institucionales, han levantado nuevas estatuas de Talos que impidan la entrada de personas que huyen de la guerra y de la miseria.
Sin duda habrá que reflexionar mucho más sobre lo que es Europa. De nuevo el debate está sobre la mesa, tal vez porque, al igual que las hojas de los plataneros bajo los cuales yacieron Zeus y la bella doncella, es un tema perenne, la identidad es al fin y al cabo algo dinámico. Algunos antropólogos, al estudiar los pueblos de América Latina, han empleado el concepto de naciones en formación. Claro que las naciones siempre están en formación, no son estáticas, incluso lo son las viejas naciones europeas que de un modo u otro siguen modificándose, cambiando.
Sea lo que fuere, ojalá el debate, de mantenerse, se lleve a cabo no sólo en clave económica. Decía Antonio Machado que el necio confunde valor y precio, y por desgracia lo que ha abundado por estos pagos es la necedad que nos ha traído hasta aquí.
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