Resulta
evidente que estamos de nuevo en el tiempo de las identidades fuertes
o ansiadas, si es que alguna vez hemos salido de él. Quizá las
crisis lo refuerzan, las identidades referenciales o la búsqueda de
las mismas, como si el miedo al vacío nos devolviera a esa busca de
los lazos con el clan, con la tribu, con la nación o con la de
colectivades más amplias, las que brindan, por ejemplo, las
religiones.
De
esto trata sin duda esta novela, Monasterio,
del escritor guatemalteco Eduardo Halfon, cuyo narrador -narrador
literario que se identifica con el autor- expresa bien a las claras
que él no es judío por el simple hecho de no considerarse judío,
conclusión a la que él llega, pero también la concluye su futuro
cuñado, un judío ortodoxo que se atreve desde la atalaya de su
ortodoxia juzgar y considerar quién es judío y quién no lo es,
aunque lleve la misma sangre que su prometida, la hermana del
no-judío. Pero esa declaración de no ser judío turba y hasta hiere
a Tamara, la amiga reencontrada en Tel-Aviv, una judía moderna, algo
hippie, mujer moderna como pudiera serlo una europea o muchas mujeres
modernas del resto del mundo, y que tras su servicio militar viaja
sola por América Central, donde conoció al narrador años atrás.
El narrador, pese a todo, hace gala una y otra vez a lo largo del
relato de esa su consideración de no-judío, lo que no le ha
impedido ir a Polonia, al guetto de Varsovia, al antiguo hogar de su
abuelo, al reencuentro del pasado traumático, o aprovechar ese viaje
a Israel para acudir a la boda de su hermana y enfrentarse a sus
propios fantasmas judaicos o judaizantes. Pese a su intento de
escapar a los lazos de la identidad, uno vuelve una y otra vez a los
mismos.
Eduardo
Halfon nos habla desde una comunidad judía del mundo, la de un país
como Guatemala, donde ya resulta exótico que exista tal comunidad
que hunde además sus raíces en Egipto y Siría, pero podría hablar
desde cualquier otra comunidad étnica o religiosa que ahora mismo se
enfrenta a los fantasmas del integrismo o de la pureza, otra vez la
pureza de la etnia, de la raza, aunque algunos discursos de estos se
oculten tras valores cívicos y/o republicanos. Recuerdo incluso que
hubo una época en la Gran Patria del Socialismo, en la URSS
estalinista y neoestalinista, en la que a los disidentes se les
encerraba en un manicomonio porque sólo un loco podía discrepar del
que era a todas luces el mejor régimen del mundo, la falta de
sintonía o de identificación terminó siendo una enfermedad mental.
Puede
parecernos rídiculo, pero no lo es: millones de personas se mueven
bajo estos patrones mentales y colectivos, como si fuera imposible
otro discurso y, sobre todo, otro sentimiento, menos identitario. Sí,
vale, existen lazos con personas próximas porque hablamos una misma
lengua, compartimos una historia más o menos centenaria o unas
creencias acérrimas que consideramos verdaderas o más certeras que
las que defienden otros. Sin embargo resulta cansino el discurso de
la identidad verdadera y única, las identidades sagradas que, en
palabras del muy mencionado por aquí Amín Maalouf, devienen
identidades asesinas. Quizá lo peligroso no sea exactamente la
identidad en sí, sino que ésta devenga obsesiva y busque aniquilar
cualquier discrepancia, disidencia o diferencia, busque al sempiterno
discurso del nosotros
y
ellos,
que nos obliga a ver al otro, al diferente, al que defiende otras
creencias como nuestro enemigo. Existen, en efecto, múltiples lazos
que nos unen a unos frente a otros, el problema es cuando estos lazos
levantan muros, muros incluso reales, no sólo metafóricos, como los
que hay en Israel/Palestina o las vallas de Ceuta y Melilla. El
resultado es que uno acaba vagando por el mundo con una profunda
extrañeza de sí mismo y del mundo en que vive, como ese personaje
de Camus que es al mismo tiempo extranjero y extraño.
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