jueves, 22 de septiembre de 2016

Amílcar Cabral

           teus montes e teus vales
           não sentiram passar os tempos
           e ficaram no mundo dos teus sonhos

                                             del poema Ilha


En diciembre de 1941 Juvenal Cabral, profesor de primaria en Cabo Verde, escribe al Ministro portugués de las Colonias, Vieira Machado, de visita en Praia, una carta en la que le propone algunas medidas para luchar contra la sequía que padecen las islas. Sabe de lo que habla: su abuelo materno es propietario de tierras, la agricultura es algo que se vive muy de cerca en su ámbito familiar, pero sin duda también una gran parte de sus alumnos proceden de familias que trabajan la tierra y que sufren a su vez los efectos de la seca. No parece que la carta tenga mucha repercusión en la acción del gobierno, es posible que ni siquiera fuese leída, ni por supuesto tampoco en las autoridades coloniales. Las islas seguirán con sus problemas de agua, a todas luces insuficiente para el trabajo agrícola. La abundante agua del mar salada no sirve para tales menesteres. Juvenal Cabral seguirá preocupado por dicha situación y por el estado de las tierras y de los campesinos, que a todas luces no pueden remontar si no se varía esa dejadez en la que viven. Es algo que está en boca de todos, se habla y se discute con preocupación este estado de cosas, por supuesto está también está presente en la familia Cabral, en las preocupaciones cotidianas de profesor que expondrá con frecuencia en su casa.

Cuatro años más tarde, influido por ese ambiente agrícola y esa preocupación por las tierras, el hijo de Juvenal Cabral, Amílcar, se trasladará a Lisboa para estudiar agronomía. Sin embargo, en 1941, cuando su padre escribe la carta al ministro, el joven Amílcar parece más interesado por la poesía. Escribe poemas, muchos de ellos amorosos, casi todos influidos por la literatura clásica, no en vano la biblioteca familiar está repleta de libros griegos y latinos, herencia del otro abuelo de su padre -fue él quien eligió el nombre de Juvenal para su nieto e influirá indirectamente en el nombre de su biznieto-, poemas que firmará en esos momentos como Larbac, anagrama de su apellido. La literatura estará siempre muy presente en la vida de Amílcar Cabral, a pesar de que la vida le conducirá por otros derroteros.

Porque cuando llega a Lisboa, a finales de 1945, se vive cierta efervescencia política y social, hay un momento de ilusión ante las posibilidades de cambio que pudiera transformar Portugal y, por ende, las colonias. Aunque procede de Cabo Verde, Amílcar Cabral ha nacido en Bafatá, en Guinea. De hecho, Guinea-Bissau y Cabo Verde están íntimamente ligadas entre sí, hay en ese momento un sentimiento de pertenencia a un mismo país, comparten el crioulo, una lengua franca que se habla en el territorio continental y en el archipiélago de los Bijagos por etnias que hablan a su vez muchas lenguas y dialectos diferentes mientras que en Cabo Verde es la lengua más presente junto al portugués. Pero además, en Lisboa. hay muchos estudiantes de las otras colonias portuguesas en África, de Angola, Mozambique y Santo Tomé y Principe, entre ellos hay una enorme convivencia en la Casa de los Estudiantes del Imperio -Pepetela describe este centro en su novela A Geração da utopia-, que se convierte en el centro de los estudiantes africanos, y se relacionan también con estudiantes de la metrópoli que ya empiezan a manifestar un profundo rechazo al régimen dictatorial.


Son años en que la conciencia de africanidad se da también entre los estudiantes de otras colonias europeas. No es algo nuevo que llegue de pronto, pero rebrota con fuerza y se extiende entre poblaciones que reclaman abiertamente su deseo de tomar el control de sus sociedades, de sus países, en formas sin duda muy diferentes, con grandes discrepancias entre los diversos núcleos, pero con una voluntad clara de emancipación. Leopold Sedar Senghor publica unaAnthologie de la nouvelle poèsie négre et malgache, por la que Amílcar Cabral se interesa. Está latente el tema de la negritud y de las relaciones entre blancos, negros y mestizos. No en vano Cabo Verde es un caso algo diferente al resto de África pues su población desciende en gran medida de la mezcla entre etnias, en unas islas que apenas contaba con población hasta el siglo XVI y donde se da hoy una proporción muy alta de mestizos.

Marcha de la metrópoli en 1952 y se establece en Bissau, donde comenzará su activismo tanto en el ámbito profesional como político. Es ese papel destacado entre los núcleos guineanos lo que le reportará no pocos problemas. En 1955 se le ordena abandonar Bissau y el territorio continental de Guinea, a donde sólo podrá viajar una vez al año para visitar a la familia. Aprovecha una de esas visitas para fundar, el 19 de septiembre de 1959, el Partido Africano para la Independencia de Guinea y Cabo Verde (PAIGC), junto a otros activistas. Son años en los que participa en varios foros internacionales por la descolonización. Aunque se optará al final por la lucha armada, como ya ocurre en Angola y en Mozambique, hay en el ideario de Amílcar Cabral una profunda vocación negociadora, que por desgracia el régimen salazarista no atiende en absoluto. Tiene también muy claro que esa necesidad de reafricanización de los espíritus que reclama no se dirige contra los tugas, los portugueses, que sufren también la dictadura, por lo que presta atención a las alianzas de las organizaciones antifascistas, cualquiera que sea el ámbito territorial en la que actúen.

La guerra colonial en Guinea Bissau será cruenta, brutal, y determinará en gran medida a que una parte de los soldados portugueses acaben apoyando el movimiento de los capitanes que desencadenará la revolución de los claveles en 1974. Por desgracia, Amílcar Cabral no lo verá, muere asesinado en enero de 1973 en Conakry por una facción del PAIGC que es desactivada horas después por mandato de Seku Turé, presidente de Guinea-Conakry, donde se hallaba refugiado Cabral y parte de la dirección del partido. Este hecho no beneficiará al ejército portugués, al contrario, se intensifica la guerra que se detendrá tras el 25 de abril de 1974. Unos meses antes, el 24 de septiembre de 1973, se había declarado unilateralmente la independencia.


Amílcar Cabral, poeta, político, agrónomo, es hoy unas de las figuras claves no sólo en Cabo Verde y Guinea Bissau, sino en toda África y que sigue siendo reivindicada por el pensamiento político y social actual.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Diez días que no existieron

El 24 de febrero de 1582 el Papa Gregorio XIII promulgaba la bula Inter Gravissimas por la cual se reformaba el calendario Juliano, vigente desde el año 46 a. C. Para llevar a cabo dicho cambio fue necesario que no existieran diez días de octubre: al jueves 4 le sucedió el vienes 15 de ese mes. Esa reforma requirió de muchos años de estudio, iniciados algunos de ellos en la Universidad de Salamanca, ya a principios del siglo XVI, estudio en el que participaron numerosos científicos europeos. Uno de ellos fue Christopher Clavis, jesuita alemán, profesor de matemáticas en el Colegio de Roma, perteneciente a la Compañía de Jesús, y a quien el Papa designó finalmente, junto al español Pedro Chacón, para que estudiaran las bases del nuevo calendario, que pasaría a denominarse gregoriano y que es el que tenemos ahora y se ha impuesto en todo el planeta.

Christopher Clavis estudió durante cinco años, entre 1555 y 1560, en la Universidad de Coimbra, donde conoció a Pedro Nunes, en ese momento profesor de dicha Universidad. Matemático, cosmógrafo y geógrafo portugués, fue uno de los principales científicos de la época. De hecho, el matemático alemán divulgó en sus propias obras y a través de sus clases la obra de Nunes, que fue inventor del nonio, un instrumento para medir longitudes, algo fundamental en ese siglo de los grandes viajes. Sin duda, no es casualidad que fuera portugués, dada la importancia de Portugal en la aventura marítima. Bajo el reinado de João III esa aventura se intensificó, rodearon África y los navegantes portugueses alcanzaron China y Japón, además de establecerse en un sinfín de enclaves. En aquel siglo, que lo fue también de la ciencia, hubo un renacimiento de las materias científicas y también tecnológicas -otro jesuita, Mateo Ricci, discípulo de Christopher Clavis en el Colegio de Roma, fascinó a los chinos con un reloj de pared-, lo que contribuyó a la mejora de las sociedades y de la economía. La navegación resultó una de las beneficiarias de esas mejoras y permitió esos viajes por lugares apenas conocidos por los europeos, entre quienes se expandían numerosas leyendas, algunas desde hacía mucho tiempo, siglos incluso, como la del Preste Juan, que con toda seguridad incentivó la imaginación de muchos de los que embarcaron en los barcos, aunque sin duda movió más el hambre o la necesidad de escapar a los tribunales.

El siglo XVI fue sin duda un siglo fascinante que moldeó en Europa un tipo de individuo poseedor de una inmensa curiosidad por el pasado, por la historia y el pensamiento, por la literatura, pero también por la ciencia y la tecnología, por el medio ambiente. No abandonó por ello el interés por la trascendencia y el espíritu. La Reforma protestante, de la que conmemoramos su quinto centenario -mejor dicho, el acto formal de inicio, porque hubo muchos intentos previos- al colgar Lutero sus 95 tesis en la iglesia de Wittenberg, nos indica hasta qué punto fue fundamental la religión, tanto en lo personal -algunas de las nuevas corrientes religiosas se asentaron en la idea de recogimiento íntimo, la relación personal con Dios, en la base de su doctrina- como en lo colectivo, la idea de la comunidad es importante en todas las religiones, así también en su deriva política: la religión devino la argamasa ideológica de muchos de los nuevos Estados que iban apareciendo en Europa. Surge un tipo de persona que intenta observar la realidad como algo global, sin compartimentar los saberes, como se compartimentaron después. No en vano, muchos de los científicos de la época, como el propio Christopher Clavis, combinaron matemáticas y teología.

A pesar de todo este peso intelectual, no podemos obviar el lado negativo del siglo, como si todo avance comporte también su contraparte. Resulta evidente que el desarrollo en el pensamiento, en las artes y en las ciencias no elimina la posibilidad del terror o, dicho de otro modo, del enfrentamiento entre el bien y el mal, tan característico del ser humano. La aventura marítima, basada tanto en la curiosidad por lo que había fuera de Europa, en la observación de las realidades humanas y ambientales, supuso también el inicio del colonialismo a gran escala y también de la esclavitud. Por su parte, el desarrollo tecnológico trajo como consecuencia nuevos formas de matar, unas guerras más cruentas al aumentar la capacidad de destrucción. Por su parte, la conformación de los nuevos modelos de organización política, el Estado moderno, supuso la necesidad de homogenizar la sociedad -una lengua, un pueblo, una religión como objetivos a lograr para facilitar el gobierno- y por tanto la negación de la pluralidad cultural y religiosa que hubo en épocas anteriores. Un ejemplo de ello fue los nuevos modelos de inquisición que procuraron evitar las desviaciones heréticas de la ortodoxia así como la eliminación del otro, por ejemplo de cualquier tentación judaizante entre los conversos. En este sentido, Pedro Nunes descendía de judíos, pero él no tuvo problemas por ello, al contrario, tuvo buenas relaciones tanto con la monarquía portuguesa -con João III así como con su nieto D. Sebastião- como con la Iglesia Católica, fue uno de los matemáticos a los que el Papa Gregorio XIII consultó para la reforma del calendario. Claro que sus nietos, a comienzos del siglo XVII, sí tuvieron que enfrentarse a la Inquisición.

El calendario gregoriano se aplicó de inmediato en los países católicos y lo fueron incorporando los países que escapaban al dominio del Papado, los países protestantes primero, casi de inmediato a 1582, y después, poco a poco, los ortodoxos. Sólo algunas iglesias ortodoxas mantienen el antiguo calendario juliano para sus ritos, sobre todo. Lo que no se logró fue zafar todos los efectos negativos del momento entre esos diez días que nunca existieron.

jueves, 15 de septiembre de 2016

«Clase Media»

Otra interesante serie española de los ochenta con carácter histórico es «Clase Media», dirigida por Vicente Amadeo, también autor del guión, junto a José María Rincón. Intervienen actores que eran ya por entonces reconocidos en el país, como Antonio Ferrandis, Charo López, Xabier Elorriaga, Antonio Resines y Amparo Larrañaga.

Ambientada en el primer lustro del siglo XX, plena época de la Restauración, bajo la regia mirada de Alfonso XIII, cuenta la historia de la familia Requejo, formada por el padre, un impresor carlista propietario también de la librería de una ciudad castellana de provincias, dos hijos, uno médico y otro librero, y una hija, que se dedica a las labores del hogar (la época manda) y librera ocasional cuando su padre o su hermano no pueden atender. Esta familia asistirá -y sufrirá sus consecuencias- a las políticas pactistas, caciquiles y un tanto rastreras de la época, de esa Restauración que cumplía a rajatabla el aserto escrito en los años cincuenta por Lampedusa en «el Gatopardo»: cambiarlo todo para que nada cambie. La burguesía y los caciques locales pactarán en el selecto casino una serie de acuerdos, lo que permitirá que la vida social de la ciudad, y por ende de toda España, no cambie en lo fundamental, atendiendo eso sí a la Iglesia Católica, cuya jerarquía sigue manejando en gran medida el cotarro social y político, en cuanto que interviene sin aspavientos en muchas decisiones. De este modo, los políticos y otros hombres fuertes a su servicio, como el comisario de policía, se convierten en aliados de la jerarquía eclesial, lo que no les impide ser asiduos clientes de la casa de lenocinio.

La serie de ocho capítulos refleja también el inicio del movimiento obrero, pero sobre todo de la prensa como generadora de opinión e influyente en la realidad política y social del país. Pero lo que destaca la serie, bastante bien por cierto, es la situación de la mujer, marginada política y socialmente, cuando no supeditada a los hombres, a lo que hoy se denomina poder patriarcal, que a todas luces sigue existiendo, aunque esté, esperemos, en fase de desaparición. Surge por tanto, junto al movimiento obrero, en paralelo a él. un movimiento por la emancipación de la mujer y el reconocimiento de sus derechos e incorporación a la actividad política y social. Habrá que esperar a los años treinta para que este combate emancipatorio dé sus primeros frutos en forma de leyes que permiten el voto femenino y una cierta equiparación salarial, que todavía tardará mucho más en llegar, hasta el punto de que cien años después, en nuestra época, no se ha logrado de modo pleno.
  
La serie posee un tono costumbrista que recoge sin duda el estilo realista e incluso naturalista de muchos autores de la época en que se desarrolla la historia, la de Pérez Galdós o Baroja, citados ambos, y recupera también por otra parte dos nombres del sufragismo femenino español, los de Concepción Arenal y Amparo López Jean, en un guiño que supone un muy necesario reconocimiento a su labor e incidencia positiva en la realidad de aquel momento.

La tentación es enorme: comparar esa época con la nuestra, con estos últimos lustros de pactos y de políticas muchas veces a espaldas de la realidad y, sobre todo, de los pueblos, aunque es mejor no entrar a trapo, no realizar por lo demás comparaciones que, dícese, siempre son odiosas

Se puede ver la serie en: http://www.rtve.es/alacarta/videos/clase-media/

sábado, 10 de septiembre de 2016

«Recordar, peligro de muerte».


Si hay un año en que se pudiera fijar el inicio de un cambio profundo de la sociedad española en los últimos cincuenta años, en concreto de su estética, de su forma de actuar, de su manera incluso de expresarse, sin duda ese año sería 1986. Apenas hacía once años que el aparato político del país había dado un vuelco enorme. No fue seguramente el vuelco que muchos hubieran deseado para aquel periodo que se denominó como el de la transición a la democracia y que ahora ha dejado de ser “modélico”, que es como se calificó durante mucho tiempo. Hoy se revisa el análisis de ese periodo, incluso se cuestiona bastantes aspectos del mismo, salvo por quienes aún mantienen el discurso oficial, tan complaciente. Pero a todas luces es cierto también que se produjo un cambio real, no sólo estético. El mismo comenzó a gestarse antes de la muerte del General Franco, sin duda con muchos rifirrafes internos en el aparato de Estado y entre una clandestina oposición cuya fuerza real es difícil de evaluar.

En 1986 España ingresó de modo oficial en la Comunidad Económica Europea, la actual Unión Europea, lo que aportó una fuente de inversiones y planes de reformas económicas de gran envergadura. El país llevaba cuatro años con un gobierno de centroizquierda, cuya victoria electoral aplastante viene siendo considerada por la mayoría de los historiadores y politólogos como el momento de dar por terminada de un modo oficial la referida transición. Fue el año del referéndum de la OTAN, el gran hito que adecentó en cierto modo esa izquierda que demostró, por si alguien lo dudaba, que carecía de veleidades revolucionarias, que en definitiva era un partido de orden. Se cerró así el sepulcro de Largo Caballero, parafraseando, si se me permite, a Joaquín Costa. De este modo, España se acomodaba a los países de su entorno, fórmula muy en boga por aquel entonces. 1986 fue también el año en que se presentó la candidatura de Barcelona a los Juegos Olímpicos de 1992, que obtuvo y que produjo un profundo cambio estético y social, en unos años de enorme expansión económica de un país en el que, en palabras de un ministro de aquellos primeros gobiernos de centroizquierda, era tan fácil hacerse rico. O al menos aparentarlo.

Todos esos cambios se levantaron en gran medida sobre el silencio. Porque la Transición (con mayúscula, elevada la palabra a nombre propio de aquella etapa) dio carta de naturaleza u oficializó lo que era una realidad social: que terminada la guerra (in)civil, en un ya lejano 1939, se impuso un silencio basado en el miedo, en el sometimiento, en la victoria a veces acusatoria de los vencedores que optaron por uno de los bandos por mero beneficio, por mantener unos privilegios, también en la aceptación -sumisa o voluntaria- de que las cosas eran así, la actitud de lo que llaman la mayoría silenciosa, todos aquellos que optaban por no menear mucho el pasado para no repetir, al contrario de la frase hecha, la historia, por tanto para que no volviéramos al enfrentamiento constante, la guerra y la imposición. Con el cambio de siglo varió este marco general de silencio y se empezó a plantear la necesidad de recuperar la memoria de lo ocurrido, conocer el destino de muchas víctimas de la guerra y de los años posteriores. Coincide con lo antes mencionado, con un cuestionamiento y un análisis más críticos de los años de la transición. Habría que aclarar, porque todo aquí requiere de las aclaraciones correspondientes para evitar malinterpretaciones, que dicha recuperación, incluso recuperación crítica, del pasado en toda su amplitud -y con todas sus consecuencias- no siempre se plantea de un modo partidista, lo que tampoco sería malo por sí mismo, al menos en lo que es el planteamiento intelectual, y mucho menos con voluntad de encarnizamiento, el pasado no se puede cambiar al fin y al cabo.


Curiosamente, en 1986 RTVE emitió una serie española de ocho capítulos que llevaba el muy expresivo título de «Recordar, peligro de muerte». El título merecería por sí solo todo un análisis de significados simbólicos, aunque puede, como suele ocurrir en estos casos, que no fuera elegido de un modo intencionado. O al menos tan directamente relacionado con el pacto de silencio que se había establecido unos años antes. El guión lo escribió Josep Maria Benet i Jornet, escritor teatral y de cine que tiene en su haber otras populares series de época, en concreto de la posguerra y años posteriores. La historia contiene sin duda muchos de los elementos que en este momento son objeto de debate. Un autor teatral catalán, interpretado por Emilio Gutiérrez Caba, casado con una actriz de éxito en la escena barcelonesa, interpretada por Angels Moll, recibe un paquete de un asilado español refugiado en México con un manuscrito que aclara la muerte de su padre, un expreso político que sale de la cárcel en 1948 y que es asesinado. La trama nos lleva a conocer la responsabilidad que tuvieron muchos prohombres de Barcelona en lo ocurrido durante y tras la guerra civil, algo que se silenció, sobre todo después de la dictadura (y me temó que aún hoy perduran demasiados silencios). La desaparición del documento les lleva a buscarlo e investigar la autoría del crimen, junto a su criada, interpretada por Amparo Baró.

En lo que respecta a su estética, resulta cuanto menos curioso observar que la serie posee rasgos propios del cine y las series realizadas en los sesenta y setenta, tanto en las formas de vestir de los personajes como en la manera de interpretar, y eso choca tal vez porque 1986 pudiera parecernos hoy algo más actual, algo más cercano a lo que somos en este momento, pero percibimos que en realidad está más cerca de otras décadas. O por lo menos existe una transición que desembocará en una estética diferente. Por otro lado, hay detalles y reacciones de los personajes que resultan algo inverosímiles hoy, aunque sin duda será la necesidad de darle a la acción agilidad. Influirá también que nos hemos habituado a nuevos relatos audiovisuales, menos teatrales.

Sea lo que fuere, llama la atención que el tema tocara tan directamente un asunto de la historia cercana del país, en un momento en que el silencio estaba muy anclado en la sociedad, más cuando se iniciaba un periodo de expansión económica y de ascenso social que comportaba que nadie quisiera recordar cuando las cosas no iban tan bien y era preferible el olvido, no sentirse tan molesto por la historia reciente. En este sentido, la serie se enmarca mejor en los debates de hoy, donde muchos no quieren ya asociar el recuerdo con un peligro de muerte.

Es posible ver la serie en: http://www.rtve.es/alacarta/videos/recordar-peligro-de-muerte

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Stefan Zweig

Escribe Stefan Zweig: "Cuando pronuncio de una tirada "mi vida", maquinalmente me pregunto: "¿Cuál de ellas?" ¿La de antes de la guerra?¿De la primera guerra o de la segunda?¿O de la vida de hoy?". La vida no es lineal, no lo es la historia, no lo es nada. Los europeos se han (nos hemos) habituado sin duda a ese transcurso del tiempo lineal y plano en el que parece que no hay grandes saltos y que tampoco pueda contener, como consecuencia de ello, múltiples vericuetos por donde se cuelen los monstruos y surjan los horrores de un existir a veces absurdo. Sin embargo, a poco que nos fijemos nos damos cuenta de que no es así: el presente plácido, pequeñoburgués, apacible y aposentado que creemos que nos hemos dado no es real, apenas una fachada tras la cual se oculta el horror. Nuestro equilibrio se sustenta sobre una fina cuerda que se puede romper en cualquier momento. De hecho, miles de vidas se rompen en su moderna cotidianidad, en la nuestra, en esta Europa que se cree una isla de paz y felicidad, que se mira aún al espejo y se ve reflejada con una feliz hermosura tras la que se oculta el infierno siniestro y trágico.

En todo caso, para quien crea que lo dicho es exagerado, sobre todo lo referido a la estable y avanzada Europa, podemos afirmar que no siempre ha sido así, que esa Europa atalaya, faro cultural y social, modelo a seguir, ha tenido sus claroscuros. O, para decirlo de otra forma, Europa pudo tener en algún momento sus épocas doradas, pero éstas no fueron eternas, el espejo se ha roto demasiadas veces y nos ha dejado una estela de horror y desesperación.

El escritor austriaco Stefan Zweig nos habla con no poca nostalgia de la edad dorada de esa Europa burguesa ordenada y culta. Son los años de finales del siglo XIX y principio del XX, cuando todo es optimismo. Europa progresa, sí, se enriquece, en parte gracias al trabajo de millones de trabajadores cuyas condiciones no son siempre las mejores, pero que van ganando derechos y mejoras gracias a un movimiento obrero que toma conciencia de sí mismo y reclama otra realidad, basada en la solidaridad, en la fraternidad, en nuevos conceptos que dan lugar a un nuevo humanismo. Es una Europa culta, cosmopolita, que rechaza de pronto las barreras entre lenguas, pueblos y religiones, que rechaza las fronteras, entre los burgueses porque buscan nuevos mercados y beneficios, en lo relativo al proletariado porque ve en el internacionalismo nuevos lazos, complicidades y alianzas. 

Fue el tiempo de crecimiento de Zweig, como persona y como escritor. Es normal esa nostalgia, vivió al fin y al cabo su paraíso, la época de juventud, el tiempo del edén donde todo era posible. Austria fue un lugar idóneo para apreciar este cambio, en medio del continente: cerca de Alemania, comparte un mismo idioma, pero también se halla junto a Italia y Francia, referencias culturales sin ninguna duda, y no tan lejos de Londres, atractivo faro también.

La primera Gran Guerra rompió el espejo. No sólo fue una barbarie que presagiaba aún otra guerra más tremenda y desoladora, sino que cambió por completo el panorama europeo. El mapa político del continente se transforma por completo, se resquebraja y surge un nacionalismo agresivo, visceral, racista en muchos casos. La identidad se vuelve  un eje de la política que asfixiará las libertades. El fascismo es el monstruo que brota además en países de notable cultura y humanismo, en la Alemania de los filósofos y de los poetas, en la Italia levantada sobre el Renacimiento, faro de una nueva sensibilidad en todo el continente. El sueño de otra sociedad, de la transformación social revolucionaria que buscó el ideal de un nuevo ser humano, se convierte en una tiranía brutal. ¿Qué hacer ante dicho panorama?¿Cómo actuar y cómo escribir ante tanto salvajismo?

Stefan Zweig opta por abandonar un continente que deviene un lugar deplorable para quien ha visto el otro lado del mismo, que ha vivido una época dorada de las ideas y del arte, que se ha comprometido con sus semejantes. Se vuelve un apátrida porque "(...) es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia". No puede, empero, superar tanta destrucción externa e interna. Se suicida en Brasil, lejos de toda aquella locura. Sin duda, la realidad se le vuelve insoportable. Más de setenta años después, Europa tampoco se parece a la Europa que conoció Zweig de joven. Al contrario, vuelve a sentirse el hedor del nacionalismo exacerbado, de la tentación autoritaria, de la injusticia y de la insolidaridad. Ni siquiera nos queda, para colmo, el arte como refugio.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Ciro Bayo

La bohemia como movimiento cultural y como actitud ante la vida tuvo bastante de crítica hacia la sociedad, hacia las normas burguesas que se fueron imponiendo a lo largo del siglo XIX en Europa. Hay en el bohemio, sin duda, un deseo de confrontarse a través de su cotidianidad a la buena imagen que el burgués pretendía dar de sí mismo y de su modelo social y político. El modo con que se intentaba proyectar esta crítica era el arte y la cultura, no en vano para esa burguesía que se impone en ese momento y logra construir un modelo de vida a imagen y semejanza de sus intereses la cultura es un barniz con que decorar un modelo económico y social cruel. El bohemio, con conciencia de serlo, con pretensiones de conseguir su propia realidad, convierte en eje central el rechazo de ese modelo de artista decorativo, un mero aparador para una vida feliz, limpia y apacible que pretende el burgués.

No obstante, aun cuando se ha impuesto también una imagen idílica de la bohemia, es cierto que hay un aspecto trágico en la figura del bohemio. Esa ruptura con las reglas procede muchas veces de un conflicto entre ensueño y realidad, que esconde una voraz tendencia al escapismo, a no afrontar el fracaso existencial propio, un vano engreimiento de perseguir una figura idílica tras la que se esconde un rotundo fiasco vital.

Hubo mucho de pose, sin duda. Algunos de aquellos bohemios sustituyeron a los eruditos a la violeta del siglo XVIII a medida que se impuso la imagen bohemia como arquetipo del individuo pretendidamente libre y provocador, culto de un modo superficial la mayoría de las veces y sobre todo dedicado al arte como máxima expresión de vida.

Sin embargo, de un modo u otro los cafés de París o de Madrid, de Londres o de Berlín se llenaron de esos seres que aportaron sus debates y tertulias, los colocaron a pie de calle, intentaron, en algunos casos lo lograron, convertir también la cotidianidad en algo artístico en vez de ser un mero objeto ornamental, una mercancía más, tal como el burgués concebía el arte. 

En España un escritor al que podemos considerar de forma clara un bohemio fue Ciro Bayo. Contemporáneo de los escritores agrupados en la denominada Generación del 98, lo define Pío Baroja como un ser absolutamente contradictorio, un hidalgo empobrecido (al mejor estilo de la tradición hidalga española, que ya conocemos por el Lazarillo de Tormes), un ser refugiado en sus ensueños. Ciro Bayo se ocultó tras las letras, de allí que se ignoren muchos datos de su propia biografía, desde el año exacto de su nacimiento -se da una fecha de referencia, 1859, pero se duda de ella- como la identidad de sus padres. 

Se trata de un viajero y aventurero empedernido. Tras un vano y vago intento de estudiar derecho -siempre hay un inicio convencional e involuntario contra el que se acaba rebotando el individuo-, su primera escapada de la realidad reglada fue ese acto de presentarse como voluntario entre las huestes carlistas del Maestrazgo, durante la tercera guerra carlista, del que saldrá un detallada descripción en su libro Con Dorregaray, Una correría por el Maestrazgo. A partir de entonces se dedica a recorrer mundo, tanto en España como en América. Hay que tener en cuenta en este sentido que fue a principios del siglo XX cuando lo americano volvió a estar de un modo u otro presente en la literatura española, siempre tan limitada su presencia.

Un aspecto interesante en la prosa de este escritor es esa mezcla de crónica y ficción que en nuestra época se ha vuelto tan habitual, los géneros mestizos, pero que no era tan normal en un momento en que las reglas del arte eran fijas y quedaban bien establecidas. En la pintura se consiguió romper esquemas gracias, entre otros, al cubismo. El surrealismo y otros ismos rompieron esquemas literarios, aunque más en la poesía, sin que la novela se viese tan afectada, al menos en España. En todo caso, Ciro Bayo se aproxima en este sentido a Ramón de Valle-Inclán y también a Azorín, quien mezcla también crónica y ficción en algunos de sus textos.

Ciro Bayo consiguió no sólo escribir de forma agil y novedosa, emplear no pocas fórmulas arcaicas y mezclarlas con estructuras nuevas, también consiguió el sueño (o ensueño) bohemio de convertir su propia vida en materia y objeto artístico. Se trató a todas luces de una actitud ante la vida que le llevó a escribir: "Los débiles y los fuertes emplean la misma fraseología. Mañana lo veremos. La diferencia está en el modo de desatar el nudo de la dificultad. Los primeros se lastiman los dedos buscándole las vueltas y pierden el tiempo; los segundos lo cortan con la decisión de Alejando en Gordio" con que comienza el Lazarillo Español.

sábado, 6 de agosto de 2016

Javier Pérez Andujar

La relación entre literatura y política no ha sido nunca pacífica. La tentación autoritaria, muchas veces convertida en algo real, ha generado con frecuencia la exigencia desde el poder o desde la acción política de una unanimidad que no admite ninguna brecha, que no permite muchas veces la más mínima disidencia, ni siquiera una cierta discrepancia por nimia que fuera. La política, con sus juegos de poder, más si se añaden cuestiones identidarias o procesos de conformación social, exige discursos firmes sin ningún atisbo de duda en sus conclusiones, más aún si entramos en el peligroso terreno del nosotros y ellos, al que por desgracia hemos regresado en estos tiempos confusos de enfrentamiento y terror (aunque, ¿acaso hemos salido alguna vez de esa lógica?)

El discurso político es una foto fija que se nos vuelve referencial y al que la realidad ha de adaptarse. La literatura, por el contrario, se basa en un juego de colores que requiere de múltiples tonalidades, cuando más variadas mejor. Por eso la literatura ha sabido mostrar mejor la realidad o ha permitido un acercamiento a lo real sin esa fijeza que impone el discurso político. No en vano Marx afirmaba que había aprendido más sociología en las novelas de Balzac que en los sesudos estudios académicos. 

Además, hay que añadir en estos tempos tan superficiales ese reduccionismo que rebaja el nivel de exigencia en nuestra visión de la realidad. Todo se reduce a un lema facilón que nos convenza de la veracidad de nuestras posiciones, que nos permita asistir a lo real sin enfrentarnos a la complejidad. El discurso político es eso, un mero lema, y el lema se convierte en una construcción de lo real del que intentamos no alejarnos mucho, no vaya a ser, como suele decirse, que la realidad nos fastidie un buen titular. De este modo, el debate político se reduce a un constante lanzamiento de frases hechas al que nos adaptamos sin importar que esas frases lanzadas una y otra vez no signifiquen mucho, que no digan nada e incluso, con frecuencia, sean mentira, que no tengan nada que ver con la realidad y, peor aún, que se digan porque sí, para dar peso a cualquier de las posiciones en liza, por justas que puedan ser, porque al parecer nadie puede estar muy seguro de los argumentos.

En estos contextos, en circunstancias de debate intenso, la literatura puede resultar un peligro para los lanzadores de lemas fijos y absolutos. Más si el escritor escribe sin querer contentar a nadie, escribe con atención desde el subjetivismo molesto que rompe estereotipos y desdice lemas que se pretenden verdades. Pueden replicarnos que el subjetivismo tampoco es LA verdad, y no lo es. Pero dice más cosas que lo que se pretende con los grandes lemas. 

Desde luego, no es algo nuevo. Ha ocurrido desde que se impuso la figura del artista preocupado por la realidad y comprometido con ella. Hay una fecha para este nacimiento: el 13 de Enero de 1898 cuando el escritor Émile Zola publica un artículo que cuestiona los fundamentos del affaire Dreyfus. A partir de entonces la política ha exigido de los artistas en general, de los escritores en particular, un compromiso que a veces se les exigía desde la unanimidad más absoluta, sin mancha ni mácula, y cuando surgía algún atisbo de duda -la duda como comienzo de la traición-, entonces brotaban no pocas y peligrosas desautorizaciones. Breton lo sufrió cuando su visión no fue tan idílica hacia la nueva sociedad que se construía en la URSS. Albert Camus, que escribió y pensó desde la independencia incluso respecto de quienes pudiera simpatizar, sufrió no poco esa crítica de quienes exigen la unanimidad, de la que nadie está libre, incluso quienes defienden posiciones más justas o legítimas. Porque ni siquiera quienes pueden tener razón, o más razones que los demás, están libres de la tentación autoritaria. La guerra civil española fue en gran medida una prueba de ello.

Dicho esto, aclaro que las opiniones de un escritor no son más legítimas o más ciertas que las de cualquier otro ciudadano. El que una determinada persona se dedique a escribir e incluso que lo llegue a hacer con maestría no le convierte en alguien cuyas opiniones no puedan cuestionarse. Que la poesía de Ezra Pound pueda alcanzar altos grados de belleza no justifican sus veleidades fascistas ni convierte en buena su apología del régimen del Duce en Italia. Por acudir a un caso extremo que nada tiene que ver con el caso que ha originado esta retahíla de ideas que no llega a opinión. Pero puede darnos ópticas interesantes para distinguir nuestros propios procesos. Tampoco estamos, me temo, en una etapa tan trascendental. La superficialidad domina ahora el debate público.

Es evidente por lo demás que desde la literatura no se va a cambiar el mundo, ni falta que hace, aunque sí puede cambiar la perspectiva de ver el mundo, lo que es cambiarlo de algún modo. Lo que sí puede ocurrir, o siguie ocurriendo, es que la política se lleve por delante la libertad de pensar y sobre todo de escribir. No es una tontería las críticas que se han levantado en Barcelona por el hecho de que el ayuntamiento de Barcelona haya elegido a Javier Pérez Andujar como pregonero de unas fiestas locales. Tal vez nos digan que es una anécdota superficial sin trascendencia, apenas un detalle, pero casualmente los detalles son muy importantes. Por lo menos indican más cosas que los lemas al uso y es que el debate catalán es casi de libro de un debate mal planteado y repletos de lemas que nada dicen. Que las críticas provengan además de quienes defienden, no sin razón, una salida democrática al asunto, y que no es otra cosa que la legítima libertad de una población determinada a expresar de forma clara su relación con un determinado Estado, muestra bien a las claras que nadie está exento de la tentación autoritaria.

Javier Pérez Andujar es un cronista de la cotidianidad en el norte del área metropolitana de Barcelona. Refleja de forma muy subjetiva lo que es la vida en los márgenes del Besós, un paisaje que sin duda molesta a los creadores de lemas de uno y otro lado del debate que se da en esa Comunidad. Habrá quien diga que esa visión no es Cataluña. No lo es en su globalidad, pero es una parte aun cuando no la quieren ver. La realidad, por lo demás, no es algo global, sino que se construye a partir de subjetividades. Por tanto, querer poner un paño que oculte lo que describe el escritor es negar lo real, sucumbir a visiones que no admiten la diferencia (que no admiten, algo tan peligroso como otro síntoma del autoritarismo posmoderno: tolerar la diferencia, que no es otra cosa que admitir que hay disidencias, sí, pero perdonándolas la vida por existir). Otro pecado del escritor: cierto sentido del humor cuando se describen ciertos hechos. El sentido del humor con frecuencia busca destacar la ridiculez de ciertos planteamientos (ojo: planteamientos, no las posiciones que se defienden). Hay que desconfiar desde luego de quienes carecen de sentido del humor, se toman tan en serio a sí mismo y a lo que defienden que no ven más que ataques voraces en quienes se burlan de ello. En todo caso, leer a Pérez Andujar ahora es un buen ejercicio para entender lo que pasa.