La muerte nos iguala a
todos, qué duda cabe. Ricos o pobres, blancos o negros, cualesquiera que sean
los países donde nazcamos, los idiomas que hablemos, las creencias que
mantengamos, con sus descreimientos correspondientes, o cualquier otra
circunstancia, todos, absolutamente todos, moriremos algún día.
En todo lo demás la
desigualdad es evidente. Incluida la desgracia. Podemos pensar no obstante que
el sufrimiento también nos iguala, Los
ricos también lloran es el título clarificador y puede que intencionado de
una teleserie mexicana, cada uno siente lo insufrible de un modo absoluto, es
el dolor propio que muchas veces no es posible relativizar, sin que importen
por tanto los detalles o las circunstancias. Sin embargo no todas las
consecuencias de los sufrimientos se afrontan del mismo modo. Lo saben muy bien
los miles de ucranianos que han debido marchar de Ucrania para refugiarse en
otros países donde han sido acogidos con los brazos abiertos, disponiendo de
medios y de una ola de solidaridad pública y privada, sin duda necesaria, pero
tan diferente a los refugiados sirios o afganos, que escapan también a una
guerra, o no digamos a los miles de personas que huyen de la miseria, de
condiciones de vida nefastas, de circunstancias de violencia o sinrazón. Europa
les ha cerrado la puerta, levantan muros y cercas, se les ha reprimido con
fuerza cada vez que han intentado cruzar las fronteras, líneas imaginarias pero
muy reales, demasiado reales.
Tampoco son iguales las
enfermedades o las consecuencias de los accidentes industriales, muchos de
ellos radiactivos. No es lo mismo que estos ocurran en un lugar o en otro. Sus
víctimas no serán iguales.
La escritora boliviana
Liliana Colanzi escribe sobre uno de esos accidentes radiactivos ocurrido en el
Estado brasileño de Goiás. Lo expone en su relato breve Ustedes brillan en lo oscuro que da título al volumen de cuentos de
esta autora publicado por Páginas de Espuma. En septiembre de 1987 un
chatarrero se lleva de un hospital abandonado de Goiânia una fuente radiactiva,
la descompone y vende algunas de sus piezas, se esparce un polvo fluorescente,
se sabrá después que se trataba de cloruro de cesio, que llama la atención y
algunas personas, entre ellas una niña, juegan con él. Mueren seis personas y
la radiación afectará a cientos de personas.
Este suceso apenas
recibió en su momento la atención de los medios de comunicación y mucho menos despertó
el más mínimo interés por parte de Europa. Son cosas que pasan en esos países,
se dirá, sólo los accidentes ocurridos en algunos lugares, los elegidos, los civilizados, recibirán la atención debida
sin desprenderse en estos casos ningún juicio ni valoración negativas. Mientras,
apenas se habla de los desechos tóxicos que ciertos países trasladan a otros,
los dependientes, imagino que a cambio de unas pocas contraprestaciones, y
consecuencias en ocasiones nefastas, ocurrió por ejemplo en el Golfo de Guinea,
tal como informa la revista católica Mundo
Negro (http://mundonegro.es/racismo-medioambiental-africa-basurero-de-occidente/) en 2021, con referencias a un incidente de contaminación en Costa de Marfil que
produjo 15 muertos y 100.000 afectados.
Que cada cual lo llame
como quiera, consecuencias de relaciones internacionales a todas luces
desiguales, neocolonialismo, racismo institucional, inevitabilidad de tales
hechos ante el desarrollo tecnológico, orden que asegura el bienestar (aunque
sea el de unos pocos) o desastre ecológico, pero al igual que ocurre con el
tratamiento diferente de los refugiados, indica bien a las claras una profunda
desigualdad y, a la larga, un mundo bastante poco grato, por decirlo suave.
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