Continuamos avanzando en
la nueva distopía, a la que llaman, en esa neolengua empleada por el discurso
oficial, nueva normalidad, fórmula esta
que suena a oxímoron y que resulta incluso cuanto menos inquietante.
Ya hemos
hablado alguna vez de ello, del impacto en el lenguaje y en la vida de los modelos
disciplinarios, del reflejo que se da de la realidad tanto en los enunciados
como en los discursos, conformados a partes iguales por amonestaciones
apocalípticas y soflamas sobre lo renovada que será la sociedad que surja de la
epidemia, lo distintos que seremos cada uno de nosotros, a todas luces, nos
dicen, mucho mejores. Claro que surgen rebrotes y no está claro si la realidad
de la epidemia nos volverá al encierro, a las limitaciones de nuestros
movimientos, a la línea dura de esta distopía.
Ante tales rebrotes, se
pone el acento en las reuniones lúdicas, en las fiestas un tanto alocadas e
irresponsables de los más jóvenes, en las calles repletas de consumidores
ociosos y animados en bares y terrazas. Claro que éste no ha sido el caso en
Lérida y Huesca, tal vez tampoco en el norte de Galicia, poco se habla por lo
demás de los rebrotes en las islas baleares una vez abiertas sus fronteras al
turismo europeo. Sabemos que el lenguaje no es inocente ni neutral, siempre se
vuelve campo de batalla, más cuando se emplea una retórica épica repleta de
palabras con evocación bélica. Además, ya están decididas las
responsabilidades.
Alguna vez habrá que
plantearse el lenguaje como herramienta de transmisión de la realidad o de
ocultación de la misma, o como medio para profundizar en la vida, más en un
país de grandes patriotismos pero pocos cuidados por el idioma.
Mientras, se nos
recuerda, la idea ahora mismo es recuperar –reconstruir–
la actividad económica, a veces parece que da más miedo lo que se nos viene
encima en la economía que las consecuencias de la pandemia. Es cierto que ésta
ha producido un terremoto en la actividad laboral y económica, innegable, aquí
y en cualquier lugar del planeta, pero tal vez lo que debamos plantearnos es
construir una sociedad donde prime la vida, no los beneficios, frente a un
modelo en el que, después de semanas de cuarentena y de noticias de la grave
situación sanitaria, se ha desmontado el estado de alarma a toda velocidad
porque primaban los intereses económicos.
Claro que tampoco me resulta ahora mismo muy evidente qué alternativas hay, hubo intentos de construir otros sistemas,
otros mundos posibles, otras formas de producir, y algunas de ellas acabaron en
modelos crueles e inhumanos. Otras distopías.
Pero esto no quita a
percibir que la gran cuestión de nuestra época, lo apunta Marina Garcés en
algunos de sus escritos, es la vida vivible, y me temo que ahora mismo eso no
está en ninguna agenda política.
Este tema siempre me
lleva a recordar una película, The Straigt
Story (“Una historia verdadera”,
la titularon en España), de 1999, en la que se narra el viaje de Alvin
Straight, un anciano norteamericano que recorre cientos de kilómetros en un
cortacésped para visitar a su hermano, con quien no se hablaba desde hacía
años, enfermo del corazón. El viaje lo lleva a cabo lentamente, con muchas
paradas por el camino y encuentros con personas que va conociendo, con las que conversa,
no hay prisa en sus movimientos ni en su forma de hablar. Es la defensa de ese
movimiento slow que defiende una vida
desacelerada, menos compleja, sin duda nada preocupada por el crecimiento
económico, empresarial y tecnológico. En paralelo, hay quien defiende el
decrecimiento como teoría económica.
Mientras bosquejo todo
esto, no deja de resonar en mi cabeza una canción, una de las canciones más
bellas en castellano, «Dadme la vida que
amo», del donostiarra Rafael Berrio, recientemente fallecido. En ella se
alega el deseo de una vida diferente, no rutinaria, una vida osada, intensa,
renovada cada día.
Una vida hermosa que, me
temo, no cabe en la nueva normalidad, en la distopía que vivimos.
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