lunes, 6 de julio de 2020

La hermosa vida en tiempos de distopía


Continuamos avanzando en la nueva distopía, a la que llaman, en esa neolengua empleada por el discurso oficial, nueva normalidad, fórmula esta que suena a oxímoron y que resulta incluso cuanto menos inquietante. 

Ya hemos hablado alguna vez de ello, del impacto en el lenguaje y en la vida de los modelos disciplinarios, del reflejo que se da de la realidad tanto en los enunciados como en los discursos, conformados a partes iguales por amonestaciones apocalípticas y soflamas sobre lo renovada que será la sociedad que surja de la epidemia, lo distintos que seremos cada uno de nosotros, a todas luces, nos dicen, mucho mejores. Claro que surgen rebrotes y no está claro si la realidad de la epidemia nos volverá al encierro, a las limitaciones de nuestros movimientos, a la línea dura de esta distopía.

Ante tales rebrotes, se pone el acento en las reuniones lúdicas, en las fiestas un tanto alocadas e irresponsables de los más jóvenes, en las calles repletas de consumidores ociosos y animados en bares y terrazas. Claro que éste no ha sido el caso en Lérida y Huesca, tal vez tampoco en el norte de Galicia, poco se habla por lo demás de los rebrotes en las islas baleares una vez abiertas sus fronteras al turismo europeo. Sabemos que el lenguaje no es inocente ni neutral, siempre se vuelve campo de batalla, más cuando se emplea una retórica épica repleta de palabras con evocación bélica. Además, ya están decididas las responsabilidades.

Alguna vez habrá que plantearse el lenguaje como herramienta de transmisión de la realidad o de ocultación de la misma, o como medio para profundizar en la vida, más en un país de grandes patriotismos pero pocos cuidados por el idioma.

Mientras, se nos recuerda, la idea ahora mismo es recuperar –reconstruir– la actividad económica, a veces parece que da más miedo lo que se nos viene encima en la economía que las consecuencias de la pandemia. Es cierto que ésta ha producido un terremoto en la actividad laboral y económica, innegable, aquí y en cualquier lugar del planeta, pero tal vez lo que debamos plantearnos es construir una sociedad donde prime la vida, no los beneficios, frente a un modelo en el que, después de semanas de cuarentena y de noticias de la grave situación sanitaria, se ha desmontado el estado de alarma a toda velocidad porque primaban los intereses económicos.

Claro que tampoco me resulta ahora mismo muy evidente qué alternativas hay, hubo intentos de construir otros sistemas, otros mundos posibles, otras formas de producir, y algunas de ellas acabaron en modelos crueles e inhumanos. Otras distopías.

Pero esto no quita a percibir que la gran cuestión de nuestra época, lo apunta Marina Garcés en algunos de sus escritos, es la vida vivible, y me temo que ahora mismo eso no está en ninguna agenda política.

Este tema siempre me lleva a recordar una película, The Straigt Story (“Una historia verdadera”, la titularon en España), de 1999, en la que se narra el viaje de Alvin Straight, un anciano norteamericano que recorre cientos de kilómetros en un cortacésped para visitar a su hermano, con quien no se hablaba desde hacía años, enfermo del corazón. El viaje lo lleva a cabo lentamente, con muchas paradas por el camino y encuentros con personas que va conociendo, con las que conversa, no hay prisa en sus movimientos ni en su forma de hablar. Es la defensa de ese movimiento slow que defiende una vida desacelerada, menos compleja, sin duda nada preocupada por el crecimiento económico, empresarial y tecnológico. En paralelo, hay quien defiende el decrecimiento como teoría económica.

Mientras bosquejo todo esto, no deja de resonar en mi cabeza una canción, una de las canciones más bellas en castellano, «Dadme la vida que amo», del donostiarra Rafael Berrio, recientemente fallecido. En ella se alega el deseo de una vida diferente, no rutinaria, una vida osada, intensa, renovada cada día.

Una vida hermosa que, me temo, no cabe en la nueva normalidad, en la distopía que vivimos.



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