Coincide la
publicación de la última novela de Dolores Redondo, La cara norte del corazón, una precuela de la trilogía del Baztan
con Leire Salazar como protagonista, con el estreno de la última película de
José Luis Garci, El crack cero, a su
vez una precuela de El crack (1981) y
El crack II (1983), con su detective
privado, Germán Areta, como protagonista. Tanto las novelas de Dolores Redondo
como las tres películas referidas de José Luis Garci se encuadran en el subgénero
negro, tan en boga en los últimos años, tanto que hay incluso, creo, sobre todo
en el ámbito literario, una saturación del mismo, saturación que puede responder
hoy en gran medida a políticas comerciales de las editoriales que aprovechan el
tirón para hacer caja.
En todo caso, me parece
que ese subgénero negro actual poco tiene que ver con el vigente en otras
épocas, no digamos con el subgénero negro y policial de los años 40 y 50, mucho
más social o crítico, una rendija por la que realizar una crítica de la
sociedad, aunque fuese por el simple criterio de trasladar al papel los hechos
tal cual se producían, lo que ya era de por sí una crítica, a veces una crítica
voraz por considerarse la verdad revolucionaria, como indicara Ferdinand
Lassalle, muchas veces el propio poder era quien procuraba disimular o
tergiversar la realidad. El subgénero negro y también el policial –la frontera
entre ambos es bastante tenue– permite cruzar por las periferias sociales sin
que pareciera que hubiese una motivación política o social, cuando la hubiera,
lo que no siempre era así. El hecho de considerarse un subgénero menor ayudaba
a evitar la censura, de este modo se podía mostrar una realidad que chocaba con
los discursos oficiales cuando existía –en las dictaduras, evidente, o en los
momentos más cerriles de las formalidades democráticas, como durante el
macartismo–, no en vano Ernest Mandel, economista marxista y activista político,
escribió no poco sobre el carácter social de la novela negra, una de sus
aficiones a la que prestó no poca atención.
En España Manuel Vázquez
Montalbán y Francisco Gónzalez Ledesma fueron dos autores que rasgaron esa
amplia periferia social en sus novelas policiacas y lograron dar una visión no
tan idílica de un país que estaba dando el salto de la dictadura a la
democracia, no sin embelesos y discursos edulcorantes. Las dos películas de
José Luis Garci, sin pretensiones críticas ni mucho menos lecturas politizadas
de la realidad, sí que proyectan una imagen de un país que cambia, a veces con
desasosiego y cierto trauma, casi
siempre con muchas dudas y no poca decepción ante los cambios, lo que abre el
camino a esa nostalgia del ayer que no es admiración, más bien mera añoranza o tal
vez inadaptación al presente, algo que uno no puede evitar comprender en tantas
ocasiones en que se asiste a una realidad tan desasosegante o quién sabe si a
la propia incapacidad de avanzar al ritmo marcado por lo que nos rodea.
El actual subgénero negro
tiende más a avanzar por meros senderos descriptivos, aunque sin ninguna
pretensión reflexiva y menos aún crítica, se cuentan hechos con mayor o menor
gracia y no se sale de allí. Hay excepciones, claro está, y lecturas posibles
que van más allá de las pretensiones de los autores, al fin y al cabo una
novela –también una película– deja de ser de su autor desde el momento en que
se lee –o se contempla en el caso del cine–, tampoco es que tal tendencia sea
buena o mala, es lo que es, quizá tenga sus motivos socioliterarios, aunque
peor es suponer que en tal fenómeno haya, como apuntaba al principio, razones
comerciales para que de repente determinados subgéneros dominen el panorama
literario de las librerías. Asusta bastante más la posibilidad de una
literatura y un cine, una cultura en general, gestionados desde laboratorios o
departamentos de marketing, del mismo modo que se organiza de un modo
taylorista el ocio o el turismo de masas, el cultural incluido, que marca lo
que hay que ver y cómo se debe actuar.
Llama la atención que
esto se dé, además, en un momento en que la cultura parece haber perdido peso,
no incide nada en la sociedad, sus noticias se sumergen en las páginas de ocio
y entretenimiento, bien lejos de los centros de atención mediáticos, más allá
de cierto glamour ocioso, ni siquiera se discute sobre sus gerentes a la hora
de repartirse responsabilidades de gestión, desde luego la cultura no estaba ni
de lejos en el reparto de ministerios que al final dio al traste a un
pretendido (o no) gobierno de coalición. Ni qué decir del frágil peso de la
cultura en los índices del PIB patrio, ya se sabe: en tiempos de crisis el decorado
y el barniz sobran.
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