domingo, 13 de octubre de 2019

subgénero negro


Coincide la publicación de la última novela de Dolores Redondo, La cara norte del corazón, una precuela de la trilogía del Baztan con Leire Salazar como protagonista, con el estreno de la última película de José Luis Garci, El crack cero, a su vez una precuela de El crack (1981) y El crack II (1983), con su detective privado, Germán Areta, como protagonista. Tanto las novelas de Dolores Redondo como las tres películas referidas de José Luis Garci se encuadran en el subgénero negro, tan en boga en los últimos años, tanto que hay incluso, creo, sobre todo en el ámbito literario, una saturación del mismo, saturación que puede responder hoy en gran medida a políticas comerciales de las editoriales que aprovechan el tirón para hacer caja.

En todo caso, me parece que ese subgénero negro actual poco tiene que ver con el vigente en otras épocas, no digamos con el subgénero negro y policial de los años 40 y 50, mucho más social o crítico, una rendija por la que realizar una crítica de la sociedad, aunque fuese por el simple criterio de trasladar al papel los hechos tal cual se producían, lo que ya era de por sí una crítica, a veces una crítica voraz por considerarse la verdad revolucionaria, como indicara Ferdinand Lassalle, muchas veces el propio poder era quien procuraba disimular o tergiversar la realidad. El subgénero negro y también el policial –la frontera entre ambos es bastante tenue– permite cruzar por las periferias sociales sin que pareciera que hubiese una motivación política o social, cuando la hubiera, lo que no siempre era así. El hecho de considerarse un subgénero menor ayudaba a evitar la censura, de este modo se podía mostrar una realidad que chocaba con los discursos oficiales cuando existía –en las dictaduras, evidente, o en los momentos más cerriles de las formalidades democráticas, como durante el macartismo–, no en vano Ernest Mandel, economista marxista y activista político, escribió no poco sobre el carácter social de la novela negra, una de sus aficiones a la que prestó no poca atención.

En España Manuel Vázquez Montalbán y Francisco Gónzalez Ledesma fueron dos autores que rasgaron esa amplia periferia social en sus novelas policiacas y lograron dar una visión no tan idílica de un país que estaba dando el salto de la dictadura a la democracia, no sin embelesos y discursos edulcorantes. Las dos películas de José Luis Garci, sin pretensiones críticas ni mucho menos lecturas politizadas de la realidad, sí que proyectan una imagen de un país que cambia, a veces con desasosiego y cierto trauma,  casi siempre con muchas dudas y no poca decepción ante los cambios, lo que abre el camino a esa nostalgia del ayer que no es admiración, más bien mera añoranza o tal vez inadaptación al presente, algo que uno no puede evitar comprender en tantas ocasiones en que se asiste a una realidad tan desasosegante o quién sabe si a la propia incapacidad de avanzar al ritmo marcado por lo que nos rodea.  

El actual subgénero negro tiende más a avanzar por meros senderos descriptivos, aunque sin ninguna pretensión reflexiva y menos aún crítica, se cuentan hechos con mayor o menor gracia y no se sale de allí. Hay excepciones, claro está, y lecturas posibles que van más allá de las pretensiones de los autores, al fin y al cabo una novela –también una película– deja de ser de su autor desde el momento en que se lee –o se contempla en el caso del cine–, tampoco es que tal tendencia sea buena o mala, es lo que es, quizá tenga sus motivos socioliterarios, aunque peor es suponer que en tal fenómeno haya, como apuntaba al principio, razones comerciales para que de repente determinados subgéneros dominen el panorama literario de las librerías. Asusta bastante más la posibilidad de una literatura y un cine, una cultura en general, gestionados desde laboratorios o departamentos de marketing, del mismo modo que se organiza de un modo taylorista el ocio o el turismo de masas, el cultural incluido, que marca lo que hay que ver y cómo se debe actuar.

Llama la atención que esto se dé, además, en un momento en que la cultura parece haber perdido peso, no incide nada en la sociedad, sus noticias se sumergen en las páginas de ocio y entretenimiento, bien lejos de los centros de atención mediáticos, más allá de cierto glamour ocioso, ni siquiera se discute sobre sus gerentes a la hora de repartirse responsabilidades de gestión, desde luego la cultura no estaba ni de lejos en el reparto de ministerios que al final dio al traste a un pretendido (o no) gobierno de coalición. Ni qué decir del frágil peso de la cultura en los índices del PIB patrio, ya se sabe: en tiempos de crisis el decorado y el barniz sobran.



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