Da miedo volver a leer
algunas distopías sugeridas en obras literarias, clásicas ya, las de Georges Orwell
o Aldous Huxley con novelas como 1984
o Un mundo feliz, las de Bray
Bradbury o Franz Kafka con Fahrenheit 451
o El castillo. Miedo porque
impresiona comprobar hasta qué punto suena todo lo que vaticinaron, hasta qué
punto la sociedad actual se parece a lo que se dibujó en estas y otras novelas,
no sólo lo referente a los detalles más o menos importantes que aparecen en
ellas, también en líneas generales. Tal vez sea cosa del fatalismo que uno
arrastra ya sin remedio, puede que exacerbado hasta niveles exorbitantes en
estos tiempos, pero releer cualquier de esas narraciones en un momento como el
actual causa no poca zozobra.
Hay dos rasgos comunes
que se dan en una gran parte de estos textos: la utilización del lenguaje como
campo de batalla del poder y de quienes lo ansían o lo sufren, con un objetivo
de imponer una visión de la realidad alejado de una interpretación más o menos
libre de los hechos, devenida una versión oficial y cuasi única (hoy se emplea
a bocajarro, sin disimulo alguno, una fórmula que me parece horrible: el establecimiento del relato) y, junto
a ello, la obligación de asumir un estado emocional e incluso físico homogéneo,
está mal visto romper el consenso sobre cuestiones importantes o tangenciales,
ya sean temas políticos como personales. Los modelos sociales, la moda o la
salud se desenvuelven bajo un patrón único, no se admiten las disidencias, y
todo ha de desarrollarse además con cierta superficialidad, a veces con una
infantilización simplista y desasosegante.
Ambas facetas están, además,
muy vinculadas entre sí, al fin y al cabo empleamos el lenguaje para transmitir
la realidad, nuestras propias visiones de lo real están insertas en lo que
decimos, en cómo lo decimos, en las palabras que elegimos y el tono que les
damos, también para comunicar, explicar y a veces elaborar nuestras emociones y
estados de ánimo. Cuando el poder –y empleo el término poder en su sentido más amplio, no sólo el de quienes ejercen el
gobierno institucional, también el de quienes inciden en la realidad y tienen capacidad
para cambiar las cosas– entra a saco en las formas del lenguaje, en el diseño
de los discursos, en definitivamente, como apuntaba atrás, en el
establecimiento del relato, estamos entonces cerrando nuestra propia capacidad
de crítica y de reformulación de la realidad. Porque establecer el relato común y homogéneo es impedir que haya otras interpretaciones,
supone asumir que sólo hay una forma de contar las cosas y, por tanto, de ser.
El relato establecido siempre va a ser el relato único. Entramos en el terreno
de lo políticamente correcto, donde no cabe entender las cosas de otra manera.
Y el que las entiende, pasa a ser un agente extraño, vergonzante. No hace falta
que el poder se manche las manos reprimiendo la disidencia, lo políticamente
correcto cumple su función social y se ejerce la autocensura.

Se otorga a las palabras
un elemento de conformación e inserción social, de inclusión. A veces parece
que se atribuya incluso al lenguaje un carácter mágico: si dejamos de emplear
de un modo discriminatorio el lenguaje, si usamos expresiones y fórmulas de
igualdad en todos los ámbitos, cambiaremos el mundo. Lo peor es que en esta
actitud ha caído quienes parten de posiciones progresistas. Y no es que estén
equivocados en buena parte, es verdad que el lenguaje refleja el estado de las
cosas y quien crea que todos los seres humanos son iguales, cualesquiera que
sean sus características individuales o de grupos, ha de evitar un lenguaje
discriminador repleto de tópicos y perjuicios, pero también es verdad que si el
objetivo es eliminar los obstáculos del entorno que discriminan, se ha de
empezar por eliminarlos de la realidad, no del lenguaje a buenas y primeras, ya
dejarán de emplearse cuando tales obstáculos dejen de existir.
El ayuntamiento de
Barcelona ha editado una guía de
comunicación inclusiva –se puede consultar por internet: https://ajuntament.barcelona.cat/guia-comunicacio-inclusiva/pdf/guiaInclusiva-es.pdf– en el que recomienda un uso correcto del lenguaje para evitar
discriminaciones y ofensas. Hay aspectos que resultan cuanto menos curiosos.
Que haya que sustituir abuelos/as por
personas mayores parece a todas luces
incorrecto, no es lo mismo, hay personas mayores sin nietos, incluso sin hijos,
además de carecer abuelo/a de un significado
negativo. La madre soltera es a todas
luces una madre (genérico), pero no todas las madres están solteras, el
adjetivo cumple su objetivo de especificar. El que alguien pueda darle un tono
más o menos insultante al término responde más a criterios de poseer una
mentalidad sana o imbécil. En cuanto a las palabras discapacidad o de movilidad
reducida, me temo que tampoco escapan a una empleo insultante o discriminador,
igual que cojo, ciego o inválido, al igual que en el caso anterior dependerá de
la mentalidad y el carácter del hablante.

Sin quitarle importancia
al tema del lenguaje como reflejo de la realidad, en el ámbito político no
parece que el tema se reduzca a una campaña de cambiar el lenguaje para cambiar
el mundo por parte de la administración, por muy buena fe que haya en el
intento. Imagino que afrontar un combate eficaz para acabar con las discriminaciones
supone llevar a cabo políticas que modifiquen las mismas por razón de sexo,
raza o etnia, situación legal o cualquier otra situación física. Querer imponerlo
desde el lenguaje parece responder a creer en el carácter mágico de las
palabras o, peor aún, y espero que no sea así, a la incapacidad para afrontar aquellas
tareas que procuren una sociedad más igualitaria y libre, que es siempre una puerta
abierta a una posible distopía.
El lenguaje, las historias, la Lengua en fin, tienen el poder de cambiar las cosas. El problema aparece cuando es el único mecanismo a utilizar y se hace, además, de forma tan insensata. Un gran artículo.
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