Fue en 1943 cuando César
González-Ruano regresa a España después de pasar varios años como corresponsal de
ABC en Roma y en Berlín, y haber vivido hasta un año antes en el París ocupado,
ciudad ésta en la que ya no estuvo trabajando de corresponsal, de hecho no
trabajó en nada conocido, se dedicó aparentemente a ver pasar la vida de un
modo ocioso, sin que sufriese problemas de liquidez en la capital francesa, lo
cual alimentó no poco la leyenda Ruano,
una leyenda negra que le colocaba en un mal lugar, en la sospecha de llevar a
cabo actividades ya no sólo ilícitas –traficar con visados, estafar a personas
que huían de la represión, comprar y vender obras de arte usurpadas–, sino
claramente indignas, como fue aprovecharse de la parte más débil de la historia,
explotar el pánico de quienes huían, acciones realizadas bajo la protección de
los nazis, aquellos mismos nazis hacia los cuales no ocultó sus simpatías. Él
nunca reconoció la veracidad de la leyenda
Ruano, aun cuando en 1948 hubiese una sentencia, dictada en ausencia, en la
que se le condenaba por varias delaciones, una sentencia dictada en una Francia
que intentaba pasar página, que se dice ahora, y sobre todo se procuraba pasar
de puntillas sobre la colaboración del régimen de Vichy.
González-Ruano, se sabía,
simpatizaba con el régimen franquista y lo manifestó, era público y notorio, no
de un modo ideológico, no con la firmeza militante de Rafael Sánchez Mazas o de
Eugenio Montes, a quienes conoció en Berlín durante su corresponsalía, o con la convicción de Dionisio Ridruejo, que le visitaría en Sitges, ya en los inicios de esa
disidencia que llevaría al poeta y antiguo responsable de propaganda de Falange
a ser un antifranquista voraz y comprometerse, tiempo después, con la oposición
liberal y socialdemócrata, a diferencia del periodista, que no tuvo nunca un
compromiso activo, más allá de la mera manifestación de simpatías.
Tal vez por ello, el que
no se planteara su adhesión de un modo tan ideologizado como buena parte de sus
amigos y conocidos filofascistas, aun cuando en muchos estaba en ciernes la
decepción, la del propio Sánchez Mazas, por ejemplo, camisa vieja, que acabó teniendo una cada vez mayor distancia
emocional hacia el régimen, como tantos otros, supuso que César González-Ruano
no tuviera una evolución evidente, que se adaptara más bien a los tiempos, que
se amoldara al instante concreto, más si la leyenda que le envolvía tenía algo
de veracidad, como parece.
Regresó a España, se
estableció por un tiempo en Sitges y se dedicó a escribir en la prensa –se
calcula que escribió unos treinta mil artículos–, también numerosos relatos
–algunos, los más cosmopolitas, compusieron el volumen La vida de prisa, que Ediciones 98 publicó en 2012–, un extenso
dietario –que publicó Visor Ediciones– e incluso unas memorias –publicado por editorial
Renacimiento–, también conoció, e hizo vida con ellos, a bastantes escritores
de su época, hasta su muerte en 1965.
En Sitges, donde se
estableció por un tiempo al volver de Francia, retomó su costumbre de escribir
en cafés, eligió uno en primera fila de mar, en un café que era más bien un bar
de nombre Chiringuito. Se dice que
puso de moda este palabra para cualquier establecimiento de bebidas que
estuviera colocado muy estratégicamente en o junto a la playa. El propio
ayuntamiento de Sitges le puso una placa, recordatorio del paso del periodista
por el lugar, lo que muestra también su no poca presencia en los cenáculos
literarios de los años cuarenta y cincuenta, una de esas presencias esenciales
de quien se habla a menudo y que parece incidir en la vida cultural de un país
cuya guerra había roto uno de los periodos más prósperos, la edad de plata de
la cultura española.
Sin embargo, esa época
obscura del París ocupado siguió proyectando sobre él, a pesar de su silencio,
una sospecha perenne. En 1965 González-Ruano murió y poco a poco su presencia
como faro cultural, como periodista de referencia, se fue diluyendo hasta
quedar como una mero nombre habitual en los ámbitos de la cultura, alguien de
quien se hablaba de tanto en tanto, sobre todo entre aquellas figuras
literarias y culturales que en algún momento apoyaron el régimen, con
independencia del mayor o menor desapego, desafección se diría hoy, hacia el
mismo que muchos de ellos tuvieron con el tiempo. Tras el fin de la dictadura y
la transición, parecía que César González-Ruano quedaba relegado a un mero
nombre que salía de tanto en tanto cuando se hablaba de aquella primera mitad
de la dictadura, pero que parecía destinado al olvido, como mucho a que se le
recordara como escritor de café y tertuliano, sin que nadie le leyera ya.
Alrededor del último
cambio de siglo se despertó un cierto interés por su figura y su obra. Miguel
Pardeza Pichardo defiende una tesis doctoral sobre su obra y contribuye a la
edición de tres volúmenes con una selección de sus artículos. Colabora en esa
publicación la Fundación Cultural Mapfre, que promueve a su vez el Premio
González-Ruano de periodismo. Se publican también su diario y sus memorias. Se
recuperan a su vez algunos de sus relatos.
No obstante, la leyenda Ruano volvió a surgir otra vez
en forma de una crónica de investigación, un estudio realizado por Rosa Sala
Rose y Plàcid García-Planas, publicado por Anagrama en 2014, y que en buena
medida confirma muchas de las sospechas alrededor del periodista durante su
periodo en París. Salen a la palestra las estafas, el lucro producto de
usurpaciones varias, el beneficio propio obtenido de la necesidad, a menudo
necesidad vital, de gentes perseguidas, su apología del nazismo y el
antisemitismo. Antonio Muñoz Molina publica un artículo en El País el 11 de
Julio de 2014 con el título «Un maestro dudoso» en el que nos recuerda su falta
de escrúpulos tanto en lo que concierne a la ética como a la estética, su
oportunismo con que envolvía la verdad en palabras brillantes, el haber sido el
propagandista a sueldo de Hitler y añade: «El
misterio insoluble para mí es el de su sostenido prestigio como modelo de
columnista y prosista». Sin embargo, Luis Antonio de Villena defiende su
obra, habla de venganza retrospectiva, de una condena de antemano con la que se
logró, entre otras, la desaparición del premio de periodismo antes referido,
incluso que desapareciera la placa de Sitges. «Ruano fue un sinvergüenza y acaso un depravado pero sus libros tienen
encanto. Y él figura, aunque malditísima», culmina Villena.
Imposible no volver a
planteárselo: ¿hasta qué punto los compromisos de un autor determinan su obra,
la ensombrecen?¿Hemos de valorar la obra de un autor en función de una actitud
que puede llegar a ser nauseabunda?¿Podemos establecer una brecha entre vida y
obra, teniendo en cuenta que no existe la coherencia perfecta, que nadie sigue
un patrón de perfección ética, ni siquiera un escritor?
Hay que tener en cuenta
que no se trata de una discrepancia baladí, como la que muchos pudimos tener
con Vargas Llosa cuando le entró la obsesión monotemática de su defensa del
liberalismo utópico, en la época de su candidatura a la presidencia de Perú, al
fin y al cabo era una posición que no ensombrecía una de las mejores prosas
literarias actuales en castellano ni tampoco ser liberal entraña algo
antiético, más allá de la opinión opuesta que uno pueda tener, sobre todo del
liberalismo económico. Sino que hablamos de la implicación con un régimen criminal,
uno de los más criminales de la historia, y que ejerció un genocidio
sistemático étnico, ideológico y ético, con una actitud privada que cuanto
menos escandaliza al más avezado en la maldad humana.
Muñoz Molina lo tiene
claro, así lo expresa en el artículo mencionado, en el caso González-Ruano pone
al mismo nivel obra y vida, habla incluso de intoxicación de una mala
literatura. Sin embargo, hay autores con los que nos resulta difícil aplicar
esa misma posición. Ezra Pound, Drieu de La Rochelle o Louis-Ferdinand Céline,
por ejemplo, necesitamos ampliar la brecha entre obra y vida para que ésta no
nos ensombrezca la lectura de aquella. Incluso cuando nos resulte nauseabundas
las posiciones y a veces las actitudes adoptadas. Muñoz Molina habla respecto a
alguno de estos autores de repulsión y admiración al mismo tiempo, y quizá haya
que desligar por completo la vida y la obra. De lo contrario, muchas veces,
sería imposible leer bastantes obras.
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