El Nostromo estaba en una
esquina, la de las Calles Ripoll y Misser Ferrer, una pequeña zona de vías
estrechas y plazoleta cuasi recóndita que por entonces parecía ajena a la
masificación del turismo, a dos pasos de la Plaza de la Catedral, tras el Hotel
Colón (no se debe confundir con otro Hotel Colón, muy selecto también, que
cerró tras la guerra civil) y la Vía Laietana, por detrás de la Jefatura del
Cuerpo Nacional de Policía, cuando Barcelona era una ciudad de verdad y no el
parque temático en que se fue transformando poco a poco, a pesar de los
intentos por rescatarla de eso que llaman la vida (pos)moderna, el mercado de
las banalidades y la sumisión al clásico es
lo que hay.
El nombre, salta a la
vista, era un homenaje a la novela de Joseph Conrad, un escritor muy ligado a
la mar, un homenaje que le quiso dar Cecilio Pineda, quien, como el autor,
también fue marino además de muchas otras cosas. Claro que lo de marino fue
importante, de allí quizá ese carácter variable en él, había días en los que se
sentaba a la mesa contigo, estuvieses o no acompañado, y si lo estabas por una
dama casi mejor, y comenzaba una charla apacible que se podía alargar horas y
horas, una vez incluso nos llegó la amanecida, llena de referencias literarias
o del mundo lusitano que él tanto conocía y sobre lo cual tanto habló conmigo,
pero había días que ni te hablaba, se limitaba como mucho a un breve saludo con
el brazo desde la mesilla donde él se situaba, junto a la barra y a la puerta
de la cocina, o a servirte lo que le pidieras si no había algún camarero para
ello en ese instante, siempre sin decir ni mu y dejándote un remusguillo de
culpabilidad por no saber qué le pasaba o por qué se habría enfadado contigo.
Al Nostromo tenías que
volver, vivieras o no en la ciudad, para hablar con Cecilio o para comer –su
esposa se cuidaba de tales menesteres, muy bien siempre, además de dar algo de
sensatez a ese microambiente que había
en el lugar– o para hablar de literatura en cualquiera de las veladas poéticas
que allí se montaban, a veces poético-musicales. Una noche dos aficionados a la
guitarra y al flamenco se retaron, uno en castellano y el otro en alemán. Hubo actos
literarios, saraos de todo tipo, tertulias de literatura, presentaciones de libros, charlas sobre el
mar, o simple y llanamente charlas. Porque hablar, lo que se dice hablar, se
hablaba mucho en el Nostromo.
Otra cosa a lo que se
dedicó Cecilio Pineda, además de marino y propietario del Nostromo, fue a
escribir. Que era escritor, vamos. Publicó varios libros de poesía y novelas –¡Thalassa Thalassa! o Bares
de Babel en Ediciones Carena, Gran
Cabotaje en Malkalili Ediciones, entre otros– y se le veía a menudo
escribiendo en esa mesilla pequeña y redonda de la que hablaba antes, a menudo
tras el ajetreo de las comidas del mediodía, cuando bajaba la afluencia de
gente y tanto él como su esposa, no recuerdo su nombre y lo lamento de veras,
era todo un personaje y también de verbo fácil, se relajaban hasta bien entrada
la tarde, cuando comenzaba la anochecida y el trabajo.
La cosa acabó mal. Hubo
problemas y los mismos se acentuaron durante una de esas fases introvertidas
del antiguo marino, no habló de asunto y cuando lo supo un grupo de amigos, uno
de ellos me lo contó, ya no pudo solucionarse y el cierre fue irreversible.
Ahora hay, creo, un restaurante japonés, o esa era la intención, traspasarlo a
una cadena japonesa, para deleite del parque temático que ya ocupa casi toda la
ciudad, si es que queda ya algo por rescatar.
Le perdí la pista antes
del desastre, la vida te lleva a veces a la distancia física y a coyunturas
distintas, y saber de los problemas me creó no sólo la impotencia de no poder
hacer nada, sino de haberme alejado, física y emocionalmente, aun me duele esa
distancia, cuando no sé nada de Cecilio Pineda y de su esposa, mucho me temo
que ya no sabré nunca más de ellos, salvo que haya uno de esos giros con los
que a veces la vida sorprende. Ya es todo un clásico en mí, me temo, lamentar
no haber aprovechado más y mejor los momentos de sintonía con la gente próxima,
no haber mantenido esa charla de libros y mares que debería haber sido
sempiterna.
Si se me ha venido de
pronto a la cabeza aquel rincón, es porque he leído La Balada de Brazodemar,
una novela de Pedro de Andrés (Ediciones Cívicas, Bilbao 2015), y este relato
marinero, mágico y aventurero ha encendido el recuerdo de aquel bar y de su dueño.
Porque leer esta novela es haberme dado de frente con muchos de los libros de
los que hablamos por entonces, o de los que me habló Cecilio Pineda para
descubrir yo nuevas posibilidades de lectura y sobre todo de interpretación,
porque me reafirmé en que estos relatos de aventura y de la mar no son sólo meros pasamientos
superficiales, aunque el mero placer de la lectura de por sí sería también
válido, ofrecen verdaderos retos de conocimiento de uno mismo, de
descubrimiento del mundo y de lo que uno es cuando hay que confrontarse a las
vicisitudes del destino y de la necesidad imperiosa de mudar la piel, de
cambiarse por completo –de allí quizá lo importante que es el cambio de los
nombres, los nombres en general de las personas, los lugares y los barcos, en
la novela de Pedro de Andrés– para, sobre todo, descubrirse a uno mismo. No
otra cosa es la literatura, en gran medida, no otra cosa hicieron Homero,
Jonathan Swift, Joseph Conrad, Jack London o Álvaro Mutis, entre otros tantos
escritores que convirtieron la mar en su ámbito propio de conocimiento y de
estar en el mundo. Es imprescindible también recordar a Herman Melville, tan
presente entrelíneas en esta novela-balada, y me da que no por casualidad.
Porque lo que logra a la
perfección Pedro de Andrés es encuadrar su escritura en toda una tradición
literaria, mantenerla –al igual que cambia el nombre de su
protagonista-narrador siendo siempre la misma persona, cambian los títulos,
pero es el mismo libro que se escribe una y otra vez, así lo señaló Anatole
France, repetimos unas pocas historias y las repetiremos hasta el final de los
tiempos–, sabiendo colocar en su caso los detalles en su versión-novela y
cosiéndolas con referencias que no esconde este autor, al contrario, parece
vanagloriarse en ellas. Al igual que las proezas de su personaje, Pedro de
Andrés pone el mundo patas arriba y recoloca las piezas de nuevo para darle un
sentido al relato y a la vida, porque digan lo que digan literatura y vida
forman parte de lo mismo, no hay distinción ni deberíamos diferenciarlas.
Es por lo demás tan palpable el
vínculo de La Balada de Brazodemar con toda una tradición, la del viaje y la búsqueda de sí mismo, que
su protagonista sigue de un modo fiel lo que lleva a cabo todo héroe que se
precie, lo que han hecho tantos otros héroes desde Abraham o Ulises, salir de
su tierra, recorrer parte del mundo, regresar al origen (que no siempre es un
lugar físico) para salvarlo, pero lo que es importante, aun asumiendo que no
siempre el final es victorioso desde un punto de vista formal o según las
reglas imperantes, es que uno vuelve siendo uno mismo y ocupando un lugar concreto,
un lugar heroico, en eso quizá consista la victoria en realidad. Lo peor que le
puede ocurrir a Brazodemar es que acabe cumpliendo lo que alguien le dice en un
momento concreto: «(…) eres un hombre que
va a morir sin conocerse a sí mismo, sin haber encontrado un lugar en el mundo».
Esta es a todas luces la gran lección de la novela, lo que aprende el
protagonista en su proceso de transformación y lo que nos indica el relato si
somos lectores atentos y sutiles. Y supongo y espero que sigamos viéndolo –o leyéndolo–
en tantas otras novelas de los próximos lustros.
Pero de momento siempre
viene bien pararse en una novela como esta de Pedro de Andrés, descubrir un
relato casi de casualidad, sin esperarlo siquiera, casi en secreto y por
sorpresa, y que te embelese hasta el punto de reflejarte viejos recuerdos,
confrontándote con lo que fuiste y con aquellos lugares por los que pasaste.
Gracias por la reseña, has calado hondo en este viejo lobo de mar. A tu disposición para cualquier singladura.
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