Comienza el verano, el
calor y se viaja, se acentúa con ello el turismo masivo, el turismo convertido en una
industria a la cual se ha aplicado sin disimulo alguno una lógica taylorista,
que llena ciudades hasta el punto de convertirlas en parques temáticos,
caricaturas de sí mismas o de lo que fueron alguna vez, apenas un recuerdo vago
de lo que ya pasó. Vengo dándole vueltas a todo ello durante este mes que ahora
se acaba, casi como una obsesión.
Desde luego no cabe
esperar que exista ese París del siglo XIX descrito en buena parte de los artículos
de Guy de Maupassant o dibujado en un sinfín de cuadros y bosquejos, pero
tampoco existe ya el París literario de la Rive
Gauche, los escritores de entonces no podrían pagarse lo que cuesta hoy un
café o una cerveza veraniega en el Café de Flore o en Les Deux Magots, ahora mismo ocupados por turistas con posibles o
que recrean una sola vez lo que sería ser un escritor parisino existencialista.
Tampoco existe la Barcelona de Jean Genet o la recreada por Manuel Vázquez
Montalbán o Francisco González Ledesma. Tampoco es cuestión de sentir nostalgia
por la miseria o la marginación de entonces, de quererlo recuperar para
disfrute de turistas o por una voluntad egoísta de satisfacerse vagamente de
aquella realidad, pero hubo una autenticidad que ahora no se da ni se ha
reconvertido, simplemente ha desaparecido.
Perdemos el uso de un
maravilloso verbo francés, Flâner,
que Pérez Galdós adoptó para el castellano como flanear. Es imposible vagar o
flanear cuando las calzadas las ocupan grupos enormes de turistas, terrazas de
bares y restaurantes, todos idénticos ya entre sí, en cualquier ciudad a la que
uno vaya, heladerías variopintas aunque parecidas también todas ellas o puestos
varios en las calles para entretenimiento del turista y el imprescindible
consumo, son cosas del tiempo, del capitalismo, de una época de cartón piedra,
de la nadería generalizada o de la propia edad, a medida que uno madura tiende
a verlo todo con un atisbo de fatalidad (tal vez haya incluso que pedir perdón
por sentirse fatalista).
Tal vez no sea casualidad
que abunden en las televisiones programas de pretendida aventura en los que
personajes conocidos o desconocidos que se pretenden robinsoncrusoes televisados y posmodernos sobreviven, discuten,
sufren y evocan sentimientos que no parecen muy sinceros al ser exhibidos en
pantalla. La ETB, la televisión pública vasca, acaba de culminar uno de sus
programas de aventura telerreal, el Conquistador
del fin del mundo, con debates y análisis que se van desarrollando en
paralelo.
El mundo es un
espectáculo permanente e incluso es difícil distinguir la realidad de la
ficción. De ahí quizá que ahora mismo surjan por doquier tantos escritores,
cronistas y aficionados a dejar las cosas escritas y que lanzan sus mensajes en
botellas tecnológicas lanzadas al mar de la edición o de internet –este mismo
blog, sin ir más lejos–, en un tiempo en el cual la literatura queda
circunscrita al ocio.
Quizá la generalización
sea injusta y hasta falsa, una mera sensación que suele hacerse pública para
intentar mostrarse ajeno a la opinión generalizada. Claro que en muchas
ciudades, en las encuestas que se realizan a los turistas sobre los destinos
que visitan, una de las opiniones más repetidas como aspecto negativo es que
hay demasiado turismo. Algo debe de estar haciéndose mal.
En este contexto, en lo
que a la literatura se refiere, cabe preguntarse si es posible que se diera hoy
la literatura de viajes como se ha dado en otros momentos. Desde luego ya no hay
lugar para las crónicas como se entendieron antaño, la de aquellos relatores
que se incorporaban a los viajes –Antonio de Pigafetta sería el modelo de todos
ellos–, descubrían nuevos espacios, adaptaban el idioma a los nuevos paisajes,
a las nuevas realidades naturales o humanas. Quizá tampoco a descripciones
evocadoras de lugares más o menos exóticos. Por otro lado, el cambio de las
ciudades supondrá también que la ficción que se sitúe en ellas va a cambiar, en
cierto modo porque hay una enorme uniformización y a su vez poseemos un conocimiento visual de espacios en los
que nunca hemos estado, pero que sin embargo hemos visto una y mil veces. Todos
tenemos una idea visual de Nueva York, incluso quienes no hemos estado. Desde
luego no suple la estancia física en esa ciudad mítica, pero desde luego
determina cualquier viaje que hagamos por ella.
Hay ciudades que están
hoy en proceso de transformación. Bilbao es una de esas ciudades. Se prevén nuevos
cambios –en Zorrozaurre o en San Francisco, por ejemplo– que me temo van a
convertir en historia lo que son hoy, del mismo modo que ahora son apenas un
recuerdo las minas de Miribilla, desde donde Unamuno contemplaba la ciudad, o los
muelles y los astilleros que hubo en la zona del actual Guggenheim. No hay un
gran debate del modelo de ciudad –del modelo espectáculo–, tampoco hay nada
escrito y no se da, por otro lado, grandes resistencias a los proyectos en
curso. El fatalismo es una opción –más bien personal, sin duda–, ni tampoco hay
que aceptar que todo cambio sea siempre malo
por sí mismo. Pero visto como han resultado otros modelos, resulta inevitable
dotarse de cierta previsión de fatalidad.
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