Jules Vernes era un
amante de la ciencia y la tecnología. Creía a pies puntillas que el progreso no
sólo conseguiría una vida más cómoda para los seres humanos, también iba a
lograr, como consecuencia, que se empequeñeciera el planeta. En gran medida su novela
La vuelta al mundo en 80 días lanza
un mensaje en tal sentido: los transportes habían dado tal salto en pleno siglo
XIX que ya era posible rodear el globo en poco menos de tres meses.
Pero no iba a quedarse
allí el mensaje de que al fin la tierra no era tan grande, en 1860 escribió una
novela, no publicada en vida del autor, con el título Paris au XXe Siècle (París en
el siglo XX), en la que sugería un tipo de telegrama que permitiría ver
otras partes del mundo. Claro que no era el primer escritor en vaticinar algo
así, tres siglos antes Luis Vélez de Guevara, desde luego con mucha menos pasión
científica, más proclive a la condición nigromante de su personaje, hablaba en
su novela El Diablo Cojuelo de un
espejo desde el cual muestra en Sevilla escenas cotidianas de la villa y corte,
de Madrid, y embelesa a la güespeda
Rufina María con la visión de la nobleza, incluso de los Reyes. A todas luces
ambos ingenios salidos de la mente de los respectivos escritores anuncian la
posibilidad de ver el mundo entero desde cualquier rincón, lo que hoy se ha conseguido
primero con la invención de la televisión, de esto no hace ni un siglo, y en
época más reciente de Internet.
Si el empleo de la
máquina de vapor, del motor de explosión o de la aplicación de la electricidad
en los transportes consigue tal efecto, que el mundo parezca más pequeño, la
posibilidad de captar imágenes –la fotografía y la imagen en movimiento– y
difundirla por medio de la televisión, del cine o de internet lo empequeñece
todavía más a fuerza de que nada del mundo nos sea ya totalmente ajeno,
desconocido. Hace unos días alguien próximo me hablaba de su nuevo proyecto de
estudio lingüístico: en algunos meses va a marcharse a una lejana República
Rusa del Cáucaso para estudiar una lengua muy minoritaria y, aun cuando los
preparativos le van a llevar un tiempo, ya tenía fotos del lugar que va a
conocer.
Es evidente que hemos
perdido la capacidad de descubrimiento. Todo queda ya visto, todo suena de un
modo u otro, nada sorprende del todo. Recuerdo aquella entrada a Bissau en
coche desde el aeropuerto, hace unos años ya, y como las imágenes de aquella
tierra roja del camino, con los edificios bajos a los lados y las mujeres
ataviadas con vestidos de colores, los niños corriendo o los hombres en los
puestos de venta o caminando no me resultaban novedosas, las había visto una y
mil veces por los medios de comunicación. Desde luego, no es lo mismo vivirlo
que contemplarlo en la televisión, en el cine o en el ordenador, hay los
olores, hay las sensaciones cotidianas, hay el contacto con la gente y el
paisaje, pero ya nada lo vemos por primera vez. Tampoco las personas que conocí
en aquel país preguntaban demasiado por el lugar de donde yo venía, también
ellos poseían no pocas imágenes de España y Portugal. Claro que tenemos las
imágenes en la retina, pero también mantenemos muchos estereotipos en la
cabeza.
Entre 1160 y 1171
Benjamín Bar Jonás, conocido también como Benjamín de Tudela, llevó a cabo un
largo viaje desde su Tudela natal hasta las estribaciones de Persia, pasando
por buena parte de la costa europea mediterránea, Turquía, Palestina, Egipto y
la Península Arábiga, en total unas 190 ciudades. Hombre culto y observador
atinado, hay quien sostiene que pudiera ser rabí, aunque lo más posible es que
fuera un comerciante, tal vez de joyas, con no poco interés por lo que veía,
sin duda ya tenía una idea más o menos vaga de lo que se iba a encontrar. Hay
que tener en cuenta que las comunidades judías se comunicaban unas con otras.
Además, los lugares que visitó no resultaban tan ajenos a alguien cultivado y
leído, a un lector de la Torah, pero aun así pudo contemplar muchos lugares por
primera vez, y aunque sin duda se movía con los estereotipos de su época y
condición, la sensación de confrontarse con lo que hasta ese momento estaba más
o menos descrito pero veía por primera vez tuviera un efecto difícil de sentir
por quienes vivimos en el siglo XXI.
Benjamín de Tudela dejó
un testimonio escrito de aquello que contempló, su sefer maassaot (el libro de
los viajes), un siglo antes del viaje de Marco Polo a Asia y su Libro de las Maravillas del mundo. Esta
fue, pese a ser posterior, una obra no exenta en absoluto de la mentalidad de
la época, incluso estaba mucho más estereotipada, hasta el punto de no ser tan
concreta ni detallista como la del viajero navarro, y dejarse llevar por la
imaginería y los tópicos al uso. Porque, todo hay que decirlo, muchas veces el
viaje se realiza con una visión del mundo establecida de antemano y es esta visión
del mundo lo que al final determina que la mirada no sea tanto la que se
refleja en los ojos, sino la que nuestro entendimiento permite contemplar.
De ahí que los primeros
cronistas portugueses que llegaron a la India vieran en los rituales hinduistas
ritos cristianos de los seguidores de Santo Tomás o del Preste Juan y tardaran
un tiempo en comprender que aquellos ritos eran otra cosa, que el mundo era más
ancho y amplio de lo que habían imaginado. Estaban dándose cuenta de pronto que
había muchos mundos que descubrir. Es en ese instante cuando los europeos se
dieron de bruces con América y, esta vez sí, tenía sentido el concepto descubrimiento, que lo era sobre todo
para una mentalidad que debía forzosamente que modificarse para comprender lo
que estaban viendo.
Sin duda, buena parte del
pensamiento científico se renovó en ese momento. Había que acercarse de otra
manera a la realidad del mundo, aunque no por ello las mentalidades se
modificaron al mismo tiempo y con la misma intensidad. Ni siquiera es evidente
que toda esta mirada nuestra acumulada haya logrado cambiar nuestra mentalidad
hoy, incluso en estos tiempos en que tenemos en nuestra retina imágenes del
mundo entero. Vemos como el viajero de antaño, el cronista que lo contempla
todo con los ojos de Benjamín de Tudela o con los ojos de quienes buscaron en
América o en Asia lo diferente y lo común, se ha convertido hogaño en el
turista que busca no experiencias nuevas, sino un ligero retoque de la
cotidianidad por la vía de los parques temáticos, cuyo extremo, tal vez rayano
lo ridículo, son esos programas de supervivientes que se creen que emulan a un
Robinson Crusoe televisivo y posmoderno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario