En 1929 Bertolt Brecht
escribía la letra y Kurt Weill le daba música a Happy End, un musical al uso, con aquel tono de cabaret tan propio
de la época de entreguerras, en el que se incluía una canción, la Canción de
Bilbao, con la que se elogiaba el ambiente de esta ciudad, «donde el amor todavía valía la pena» y
predominaba la alegría, «de veras te
daban cuanto querías» e imperaba la vieja luna de Bilbao, luna simbólica,
tan llena de significados y sentidos.
No consta que Bertolt
Brecht hubiera estado en Bilbao alguna vez, ni siquiera que existiera la sala
de Baile Bil, que cita en la canción. Tal vez fuese un mero recurso
estilístico, aunque puede que le llegaran los ecos alegres, bohemios, un tanto
canallas de San Francisco y Las Cortes, aun cuando la imagen preponderante en
aquel momento fuese la de una ciudad burguesa, conservadora, más liberal que
tradicionalista, católica y mercantil.
Claro que en 1929 Bilbao
era una villa dual, a ese carácter burgués se añadía otro, más obrero,
proletario, marginal, mísero, pero también combativo. A la expansión de la
ciudad por la parte llana, al otro lado de la ría, por la zona de Abando, se
sumó el crecimiento por el sur, por las zonas escarpadas de los montes, zona de
minas –minas de Miribilla y del Morro– y aluvión de casas baratas para el
proletariado –mineros y obreros de la metalurgia o de los astilleros,
trabajadores portuarios, donde por cierto trabajaron muchas mujeres como
cargueras y sirgueras–, casas de goma,
porque parecían expandirse para dar cabida en pisos pequeños al mayor número
posible de personas, una broma las camas calientes de la actual inmigración con
lo que vivieron aquellos inmigrantes que procedían sobre todo de Castilla,
Extremadura o Galicia.
No sabemos tampoco si
Bertolt Brecht, autor comprometido en lo político, revolucionario y
anticapitalista, conoció el auge del movimiento obrero vizcaíno, con figuras
como Tomás Meabe, Facundo Perezagua o los hermanos Arenillas, entre otros
muchos, que reforzaron las organizaciones obreras de aquel momento, la UGT y la
CNT, el PSOE, después el PCE e incluso el POUM, que tuvo un núcleo incipiente
en Bilbao. El escritor Ramiro Pinilla nos habla en muchos de los capítulos de
su trilogía Verdes valles, colinas rojas
de ese movimiento obrero vizcaíno de la margen izquierda del Nervión,
confrontado a la burguesía de la margen derecha, la de la plaza Elíptica y
Neguri.
Y luego estaba esa zona de
«ruido y placer» bajo la vieja luna
de Bilbao de la que nos habla Brecht como lugar neutral, compartido por los
señoritos bilbaínos y por los proletarios, zona de esparcimiento no sólo para
satisfacción inmediata y carnal, también para veladas largas y divertidas en
salas de baile y cabarets. Por tanto dos almas de Bilbao, la ordenada, seria y
burguesa de Abando, expansión de las Siete Calles, que quedaría como zona
mercantil, de tiendas y almacenes, frente a la caótica, menesterosa y
reivindicativa de los barrios obreros y las minas, y en medio una zona de
esparcimiento, alborozo y libertinaje.
La cosa se degradó: se
habla de un final de ciclo, y a la crisis económica, brutal en el País Vasco,
se sumó una crisis política intensa, una violencia política que se vivió con
intensidad y no poca zozobra en los setenta y los ochenta, con la expansión de
la droga, además, que en Bilbao y la Margen Izquierda golpeó con especial
crueldad, lo que significó para esa zona de San Francisco y Cortes una absoluta
degradación, habida cuenta que las minas se cerraron en aquellos años. Las
inundaciones del 83 fueron sin duda un golpe definitivo. No parecía haber
motivos para la alegría.
De todo esto nos habla el
documental La vieja luna de Bilbao
(2011), de José Miguel Azpiroz y Antonio Cristobal, con guion de Mikel Ibai y
Carlos Bacigalupe, que nos trae hasta el Bilbao actual, este Bilbao posmoderno
del Museo Guggenheim y de una transformación absoluta, pero «transformación desde lo político», se
nos recuerda, con todo lo bueno y todo lo malo que esto puede suponer. El
documental consigue evitar una de las tentaciones de la posmodernidad, la del
olvido de lo que también fue la ciudad, porque hay una tentación muy fuerte en
algunos procesos urbanos actuales de no querer reconocer todo lo que se fue, ya
ha ocurrido en algunas otras ciudades y no parece que a algunos responsables
políticos locales les guste que se muestre lo feo –o lo que consideran feo– de
la propia ciudad. Por tanto, tras una mirada de lo posmoderno, el reportaje nos
recuerda aquellos otros momentos que han forjado la villa. Historia, al fin y
al cabo, que luego están las interpretaciones y sobre todo la voluntad de
erigir algunos relatos a gusto de quienes quieren deformar la realidad.
Ahora hay nuevos planes
urbanísticos que tienen a la vista transformar San Francisco a partir del
cubrimiento de las vías del tren, pero que van más allá, la idea no es sólo
acabar con esa frontera física de las vías que separan dos zonas de la ciudad,
sino también, sobre todo, homogenizar la ciudad. San Francisco es hoy la zona
de la inmigración, de la comunidades extranjeras que trabajan, comercian,
trapichean y residen, con todos los peros que quieran, pero realidad que
acompaña y forma parte de la ciudad, tal como lo refleja Jon Arretxe en esa serie
de novelas que tienen a Touré como protagonista. Para algunos bienpensantes esta realidad hace feo a
esa imagen idílica de la ciudad señoritil, tampoco es que haya que hacer elogio
a la marginación, claro que la inmigración no se debe asociar a lo marginal ni
es patrimonio del extranjero serlo, el lenguaje es a veces una trampa para
marcar territorios.
Del dinamismo social
depende que Bilbao, como cualquier ciudad, se transforme en una dirección u
otra, aunque de momento todo indica que tal transformación siga siéndolo desde lo político. Y esto va a suponer
olvidar ese Bilbao que, según Joseba Zulaika, encarnaba el poeta Gabriel Aresti
y que contenía «todo el dolor obrero,
vasquista, ecológico, existencial», por mucho que mantengan hoy las loas al
poeta sin hacerle mucho caso.
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