martes, 11 de junio de 2019

De viajeros y turistas


Deja constancia de ello Jon Arretxe en El sur de la memoria sin ser el objeto principal de su libro: el narrador del diario de viaje por India y Nepal va comentando, en cada etapa, la presencia de extranjeros allí donde está y que en Nepal llega a ser insoportable, hasta el punto de transformar la esencia de los propios lugares. Sobre todo porque los extranjeros no son viajeros que buscan otros paisajes naturales y humanos, no observan ya la realidad con la curiosidad de encontrar otras formas de vida y otras miradas, sino que son turistas que se sacian con lo más superficial, con los tópicos al uso, no buscan otros paisajes, sino que se bastan con la confirmación de sus propios estereotipos.

El capitalismo, en su afán de obtener beneficios de todos los aspectos de la vida, ha convertido el viaje en una industria y lo denomina turismo. Incluso se realizan ferias del sector, igual que las ferias del automóvil, de la propiedad inmobiliaria o de cualquier material de transacción mercantil que se convierte en mercancía. En este caso, la mercancía es el turista, cosificación de la persona que ansía romper con su cotidianidad. Resultan mejor en grupos, cuando más grandes, más lucrativos, de allí surgen los viajes organizados, los cruceros, los grandes centros en la costa, al margen de la realidad de la región donde se ubiquen. Los Estados han encontrado un filón en este negocio. Lo transforman todo en beneficio de un sector que no duda, además, en precarizar el empleo, en precarizar el espacio objeto de la atracción turística, en trastocar incluso ciudades enteras.

Venecia o Barcelona se han vuelto parques temáticos, va expulsando a los vecinos de barrios enteros para que los turistas puedan recorrerlos sin las molestias de la vida local y así dispongan de sus tiendas de souvenirs, de sus restaurantes vagamente étnicos, de sus edificios decorados con esplendor para gusto del foráneo, incluso atraen a bufones callejeros para deleite del visitante e incluso ha surgido un subgrupo delictivo, el de los carteristas y descuideros especializados en el turista. Del mismo modo que en las urbes industriales los barrios dormitorio son una extensión de la fábrica, en las ciudades turísticas los barrios, sobre todo los más pintorescos, los del centro o los cascos antiguos, se vuelven una extensión del hotel.

En algunos casos la población local ha comenzado a protestar por los efectos nocivos de esta industria en sus vidas. No sólo desaparecen los espacios propios, transformados en ocio para el turismo, sino que desaparecen los comercios y se encarece la vivienda, consecuencia en este caso de un neoliberalismo que convierte también en negocio las necesidades humanas. En Venecia y Barcelona no son pocas los actos de protesta por haberse convertido en parques temáticos. En Lisboa, ciudad de moda, una pintada en el centro indica que muchos lisboetas no quieren que Lisboa sea como Barcelona y en Bilbao los gestores municipales, que potencian el turismo en la villa, son conscientes de los errores en la planificación turística y ponen también a Barcelona como ejemplo de lo que no se debería hacer.

Y sin embargo tampoco es malo que la gente viaje, que escape de su rutina, de una cotidianidad muchas veces insana e insatisfactoria, de casa al trabajo y del trabajo a casa, con horarios asentados, muchas veces asfixiantes, y pocas posibilidades de ocio y distracción. La idea de encarecer los destinos turísticos expulsaría a millones de personas de la posibilidad de saciarse con un viaje de placer, del mismo modo que los impedimentos fronterizos dividen al mundo entre quienes pueden viajar sin problemas burocráticos, los habitantes de Europa, Estados Unidos, Japón, Australia y países potenciales en convertirse en ricos frente a los habitantes de países empobrecidos que ni siquiera pueden acceder muchas veces a los establecimientos consulares para negociar un visado.

Tampoco podemos impedir en muchos países, sobre todo entre sus gentes, de aprovecharse de los beneficios de un sector económico en boga. Para poblaciones muy empobrecidas la posibilidad de recibir visitantes supone poder tener unos ingresos imprescindibles para salir de la miseria o de una pobreza extrema.

Es difícil en estas circunstancias tomar unas decisiones en un sentido o en otro. Quizá la cuestión sea de lógicas económicas, pero de momento no parece que vaya a poderse variar un ápice las mismas.

Qué lejos quedan los tiempos de los viajeros que contemplaban paisajes extraños para embelesarse con ellos y descubrían a los habitantes con curiosidad, sin duda con la comparación inevitable con lo propio, lo normal, pero también con interés y afán de comprender. Georges Borrow recorrió la Península Ibérica entre 1835 y 1840. Tenía una misión: convertir a los habitantes del lugar en fieles protestantes. Pero de su viaje y sus notas surgió un curioso libro de viajes, La Biblia en España, traducida un siglo después por Manuel Azaña, un relato delicioso de los hábitos y realidades del momento. Lejos también quedan los viajeros como el narrador de El sur de la memoria, que viaja en busca de sí mismo.

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