Deja constancia de ello
Jon Arretxe en El sur de la memoria
sin ser el objeto principal de su libro: el narrador del diario de viaje por
India y Nepal va comentando, en cada etapa, la presencia de extranjeros allí
donde está y que en Nepal llega a ser insoportable, hasta el punto de
transformar la esencia de los propios lugares. Sobre todo porque los
extranjeros no son viajeros que buscan otros paisajes naturales y humanos, no
observan ya la realidad con la curiosidad de encontrar otras formas de vida y
otras miradas, sino que son turistas que se sacian con lo más superficial, con
los tópicos al uso, no buscan otros paisajes, sino que se bastan con la
confirmación de sus propios estereotipos.
El capitalismo, en su
afán de obtener beneficios de todos los aspectos de la vida, ha convertido el
viaje en una industria y lo denomina turismo. Incluso se realizan ferias del
sector, igual que las ferias del automóvil, de la propiedad inmobiliaria o de
cualquier material de transacción mercantil que se convierte en mercancía. En
este caso, la mercancía es el turista, cosificación de la persona que ansía
romper con su cotidianidad. Resultan mejor en grupos, cuando más grandes, más lucrativos,
de allí surgen los viajes organizados, los cruceros, los grandes centros en la
costa, al margen de la realidad de la región donde se ubiquen. Los Estados han
encontrado un filón en este negocio. Lo transforman todo en beneficio de un
sector que no duda, además, en precarizar el empleo, en precarizar el espacio
objeto de la atracción turística, en trastocar incluso ciudades enteras.
Venecia o Barcelona se
han vuelto parques temáticos, va expulsando a los vecinos de barrios enteros
para que los turistas puedan recorrerlos sin las molestias de la vida local y
así dispongan de sus tiendas de souvenirs,
de sus restaurantes vagamente étnicos, de sus edificios decorados con esplendor
para gusto del foráneo, incluso atraen a bufones callejeros para deleite del
visitante e incluso ha surgido un subgrupo delictivo, el de los carteristas y
descuideros especializados en el turista. Del mismo modo que en las urbes
industriales los barrios dormitorio son una extensión de la fábrica, en las
ciudades turísticas los barrios, sobre todo los más pintorescos, los del centro
o los cascos antiguos, se vuelven una extensión del hotel.
En algunos casos la
población local ha comenzado a protestar por los efectos nocivos de esta
industria en sus vidas. No sólo desaparecen los espacios propios, transformados
en ocio para el turismo, sino que desaparecen los comercios y se encarece la
vivienda, consecuencia en este caso de un neoliberalismo que convierte también
en negocio las necesidades humanas. En Venecia y Barcelona no son pocas los
actos de protesta por haberse convertido en parques temáticos. En Lisboa,
ciudad de moda, una pintada en el centro indica que muchos lisboetas no quieren
que Lisboa sea como Barcelona y en Bilbao los gestores municipales, que
potencian el turismo en la villa, son conscientes de los errores en la
planificación turística y ponen también a Barcelona como ejemplo de lo que no
se debería hacer.
Y sin embargo tampoco es
malo que la gente viaje, que escape de su rutina, de una cotidianidad muchas
veces insana e insatisfactoria, de casa al trabajo y del trabajo a casa, con
horarios asentados, muchas veces asfixiantes, y pocas posibilidades de ocio y
distracción. La idea de encarecer los destinos turísticos expulsaría a millones
de personas de la posibilidad de saciarse con un viaje de placer, del mismo
modo que los impedimentos fronterizos dividen al mundo entre quienes pueden
viajar sin problemas burocráticos, los habitantes de Europa, Estados Unidos,
Japón, Australia y países potenciales en convertirse en ricos frente a los
habitantes de países empobrecidos que ni siquiera pueden acceder muchas veces a
los establecimientos consulares para negociar un visado.
Tampoco podemos impedir en muchos países, sobre todo entre sus gentes, de aprovecharse de los beneficios de un sector económico
en boga. Para poblaciones muy empobrecidas la posibilidad de recibir visitantes
supone poder tener unos ingresos imprescindibles para salir de la miseria o de
una pobreza extrema.
Es difícil en estas
circunstancias tomar unas decisiones en un sentido o en otro. Quizá la cuestión
sea de lógicas económicas, pero de momento no parece que vaya a poderse variar
un ápice las mismas.
Qué lejos quedan los
tiempos de los viajeros que contemplaban paisajes extraños para embelesarse con
ellos y descubrían a los habitantes con curiosidad, sin duda con la comparación
inevitable con lo propio, lo normal, pero también con interés y afán de
comprender. Georges Borrow recorrió la Península Ibérica entre 1835 y 1840. Tenía
una misión: convertir a los habitantes del lugar en fieles protestantes. Pero
de su viaje y sus notas surgió un curioso libro de viajes, La Biblia en España, traducida un siglo después por Manuel Azaña,
un relato delicioso de los hábitos y realidades del momento. Lejos también
quedan los viajeros como el narrador de El
sur de la memoria, que viaja en busca de sí mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario