«Ahora hay que establecer el relato», afirma uno de los tertulianos
sempiternos de los medios de comunicación a raíz del primer pleno parlamentario
de la legislatura. Una vez más se confirma lo que ya sabemos, no sólo que el
lenguaje es campo de batalla, sino que ya hemos dejado atrás la etapa de las
interpretaciones de los hechos, pero hechos al fin y al cabo, objetivos y
reales, y por tanto analizados y evaluados, pero también de las valoraciones
más o menos acertadas, oportunas o válidas. Ahora se trata del relato, o sea,
de responder a la lógica interna de lo que se cuenta, sin importar que lo que
se cuente se adecúe o no a la realidad, porque un relato tiene siempre sus
reglas internas, su verosimilitud, pero no tiene por qué responde a lo real.
Tal vez sea buena noticia
para los que gustamos de lo literario: cuando la literatura ya es una actividad
periférica en nuestra sociedad, algo que sólo atañe a los amantes del lenguaje,
de la narrativa o de la poética que aún quedamos, pocos tal vez, nos
encontramos con que el arte del relato se extiende por doquier y periodistas,
historiadores, cronistas políticos, los propios políticos, todos ellos han de
tener como prioritario el establecimiento de un relato.
Sólo así se entiende que
unos remonten a Covadonga la creación de la Patria, que otros establezcan la
guerra (in)civil de hace ochenta años como invasión de la propia, sin que nadie
entre los suyos, al parecer, hubiese participado, económica o físicamente, en
el alzamiento militar, hay quien reprocha a los oponentes traicioneras
negociaciones con independentistas, como si nunca los propios hubieran
negociado e incluso pactado con tales, mientras que otros reclaman derechos
sociales, sobre todo cuando están en la oposición, derechos que ellos mismos
menguaron en su momento con leyes que llamaron liberalizadoras (que no
emancipatorias). El no nos representan
se modifica ahora por la necesidad de formar un gobierno de coalición, sin
haber variado antes ni un ápice la naturaleza del Estado, y la crítica al
régimen del 78 pasa a ser defensa acérrima de la constitución del 78, al menos
de su parte más social, inexistente para quienes son defensores acérrimos de
tal texto central. Todos son relatos, al fin y al cabo, poco importa lo real.
Mera ficción todo, hemos
superado las interpretaciones y las opiniones, los sustituimos por relatos y
campañas electorales cada vez más ñoñas y con más globitos, quizá porque se
asume ya a estas alturas que nada se puede cambiar, que los mecanismos de la
política y de la economía están bien fijados, sus cimientos son inamovibles y
como compensación se nos permite establecer relatos que apacigüen en parte el
desasosiego que nos produce una impotencia profunda por tener que aguantar las
consecuencias de esa misma política y esa misma economía. Al final, el discurso
político se vuelve un subgénero literario, nada menos.
De este modo el lenguaje
se va modificando, sin darle importancia. Ya no buscamos, por ejemplo, la
emancipación, sino el empoderamiento, sin darnos cuenta que no siempre lo
segundo entraña lo primero. Pero sobre todo que con esa forma de hablar estamos
modificando nuestras claves de actuación y tal vez al querer empoderarnos lo
que hacemos es renunciar a emanciparnos. Por eso es importante que el lenguaje
se mantenga firme, que las palabras tengan significados estables, que no fijos,
porque es verdad que el lenguaje cambia con el tiempo, pero tener claro el
significado de los conceptos nos ayuda a afrontar lo real. De este modo, no se
usaría con tanta delicadeza el término fascista. ¡Dio grima, si no asco, que se
tachara de fascistas a quienes acudieron a Colliure a homenajear a Antonio
Machado! Ni se hablaría de golpes de Estado ni rebeliones con tanto desatino
(al fin y al cabo, si todo es un relato, qué más da que los hubiese o no, se
establece la verosimilitud y allá la realidad con sus contratiempos). Ni se
afirmaría de forma tan gratuita que las consecuencias de ciertos actos, por ejemplo el
desacato a decisiones judiciales, fueran por otros motivos, votar por ejemplo,
porque el lenguaje, recuérdese, es la base de toda lógica y mantenerla no daría
lugar a manipulaciones tan evidentes.
El empobrecimiento del
lenguaje es cada vez más y más grave. De allí que no sea extraño de pronto todo
este desaguisado. Aunque quizá lo que ocurre en el fondo sea peor: puede que el
problema es que no tengamos ya ideas.
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