sábado, 4 de agosto de 2018

Las sonrisas de las fotos


Frente a la solemnidad y la pose seria de los daguerrotipos de antaño, hogaño hay como una obligación de sonreír ante la cámara, de mostrarse feliz, divertido, chistoso incluso. Son malos tiempos estos de ahora para la melancolía, para la tristeza, para la infelicidad. Quien es melancólico, triste o infeliz se convierte en un desterrado, en alguien a rechazar, capaz de amargarte el momento que sigue a un formal cómo estás y al que la corrección exige que nunca, nunca, se deba responder con un siéntate, que te cuento. Incluso la palabra infeliz, que describía un estado de ánimo, ha pasado a ser casi un insulto.

Sin duda tiene que ver con un modelo de sociedad que incide en un modo de ser. El imprescindible consumismo del capitalismo actual, tan necesitado de que se compre sin parar para mantener la maquinaria productiva, ha convertido la alegría, la felicidad, la risa, la juerga de un instante en piezas fundamentales de la vida, pero sobre todo del negocio. Consuma, sea feliz, diviértase. Son los eslóganes de un presente en el que todo se reifica o cosifica, en su concepto más marxista. Y quien no es capaz de superar la tristeza, la melancolía o el desasosiego acaba desterrado de la escena o, más sutil aún, se margina él mismo, convencido incluso de ser lo suyo un mal vergonzante.

El turismo es tal vez uno de los ejemplos extremos. Se han popularizado los cruceros en los que todo momento el cliente –hablamos de un negocio, recuérdese– ha de mostrar siempre su mejor cara, la de la sonrisa; más incluso, una risa perenne que nunca ha de desaparecer. Y esto se lleva más lejos aún, a esas ciudades de vacaciones, por lo general costeras, donde la fiesta nunca se interrumpe, es el modelo Lloret, aunque en ocasiones se vista con un tono un poco más solemne, el de ciudades como Venecia o Barcelona, convertidas hoy en meras caricaturas de sí mismas, unos parques temáticos para diversión y placer de los turistas, ajenas a cualquier sufrimiento o infelicidad que se ocultan a base de seleccionar al paseante, foráneo o autóctono, por medio de la pura especulación (se especula con todo: vivienda, ocio, incluso las necesidades más vitales). Añádase una pizca de aporofobia, ese neologismo tan útil para entender tantas cosas que propuso Adela Cortina con gran acierto, y encontramos de pronto los rasgos que definen la sociedad actual de muchos países, los de Europa, por ejemplo.

Por cierto, junto a los cruceros también se han popularizado los parques temáticos.

Pero a decir verdad no es un fenómeno exclusivo de nuestro tiempo. En el siglo XVII, Sieur de Sainte-Colombe rechazó los honores y las dádivas de la Corte, renunció a ser compositor y violagambista del Rey y de los Nobles, en ese mundo feliz y primoroso al que sucumbió su alumno Marais Marin, que pasó a ocupar un lugar destacado bajo la protección de Luis XIV, Rey de Francia y de Navarra. Era aquel, también, un mundo de sonrisas y de formas amables, de diversión y placer. La actitud de Sainte-Colombe era la de un extraño, alguien que se dejó llevar por la melancolía, su esposa había muerto, dejándolo solo, con sus dos hijas y sobre todo con su música, pero había en su actitud un compromiso profundo con el arte: era alguien que rechazaba ir de artista, pretendía serlo de verdad, diferencia esta –ir de artista frente a ser artista– que es a su vez de una rabiosa actualidad. No en vano el compositor era un firme defensor del jansenismo, doctrina que tuvo entre sus pilares la parábola de los talentos (Mt 25: 14-30) y la de las diez onzas (Lc, 19: 11-27), según las cuales cualquier persona está obligado a desarrollar todo el potencial que Dios le ha dado y no puede malgastarlo en superficialidades mundanas.

Alain Corneau dirigió una hermosa película, Tous les matins du monde (1991), sobre este músico.

La historia parece discurrir entre el gesto serio del daguerrotipo y la sonrisa alegre de la foto. Se van sucediendo época tras época. Aunque ninguna de las dos parece garantizar la felicidad, el sosiego o un equilibrio que, dicen, resulta tan necesario. El mundo jovial que aparece en Cabaret (1972), del director Bob Fosse, reflejo de ese intento de recuperar la belle epoque previo a la Iª Guerra Mundial en la Alemania expresionista, no pudo ocultar la tragedia que se avecinaba en ese país. Del mismo modo que Paolo Sorrentino nos muestra en La Grande Bellezza (2013) el profundo hastío que pervive en la mundanidad ociosa y engreída de la gente bien de Roma.

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