Frente a la solemnidad y
la pose seria de los daguerrotipos de antaño, hogaño hay como una obligación de
sonreír ante la cámara, de mostrarse feliz, divertido, chistoso incluso. Son
malos tiempos estos de ahora para la melancolía, para la tristeza, para la
infelicidad. Quien es melancólico, triste o infeliz se convierte en un
desterrado, en alguien a rechazar, capaz de amargarte el momento que sigue a un
formal cómo estás y al que la
corrección exige que nunca, nunca, se deba responder con un siéntate, que te cuento. Incluso la
palabra infeliz, que describía un
estado de ánimo, ha pasado a ser casi un insulto.
Sin duda tiene que ver
con un modelo de sociedad que incide en un modo de ser. El imprescindible
consumismo del capitalismo actual, tan necesitado de que se compre sin parar
para mantener la maquinaria productiva, ha convertido la alegría, la felicidad,
la risa, la juerga de un instante en piezas fundamentales de la vida, pero
sobre todo del negocio. Consuma, sea feliz, diviértase. Son los eslóganes de un
presente en el que todo se reifica o cosifica, en su concepto más marxista. Y
quien no es capaz de superar la tristeza, la melancolía o el desasosiego acaba
desterrado de la escena o, más sutil aún, se margina él mismo, convencido
incluso de ser lo suyo un mal vergonzante.
El turismo es tal vez uno
de los ejemplos extremos. Se han popularizado los cruceros en los que todo
momento el cliente –hablamos de un negocio, recuérdese– ha de mostrar siempre su
mejor cara, la de la sonrisa; más incluso, una risa perenne que nunca ha de
desaparecer. Y esto se lleva más lejos aún, a esas ciudades de vacaciones, por
lo general costeras, donde la fiesta nunca se interrumpe, es el modelo Lloret,
aunque en ocasiones se vista con un tono un poco más solemne, el de ciudades
como Venecia o Barcelona, convertidas hoy en meras caricaturas de sí mismas,
unos parques temáticos para diversión y placer de los turistas, ajenas a
cualquier sufrimiento o infelicidad que se ocultan a base de seleccionar al
paseante, foráneo o autóctono, por medio de la pura especulación (se especula
con todo: vivienda, ocio, incluso las necesidades más vitales). Añádase una
pizca de aporofobia, ese neologismo tan útil para entender tantas cosas que
propuso Adela Cortina con gran acierto, y encontramos de pronto los rasgos que
definen la sociedad actual de muchos países, los de Europa, por ejemplo.
Por cierto, junto a los
cruceros también se han popularizado los parques temáticos.
Pero a decir verdad no es
un fenómeno exclusivo de nuestro tiempo. En el siglo XVII, Sieur de Sainte-Colombe rechazó los honores y las dádivas de la
Corte, renunció a ser compositor y violagambista del Rey y de los Nobles, en
ese mundo feliz y primoroso al que sucumbió su alumno Marais Marin, que pasó a
ocupar un lugar destacado bajo la protección de Luis XIV, Rey de Francia y de
Navarra. Era aquel, también, un mundo de sonrisas y de formas amables, de
diversión y placer. La actitud de Sainte-Colombe era la de un extraño, alguien
que se dejó llevar por la melancolía, su esposa había muerto, dejándolo solo,
con sus dos hijas y sobre todo con su música, pero había en su actitud un
compromiso profundo con el arte: era alguien que rechazaba ir de artista, pretendía serlo de verdad, diferencia esta –ir de
artista frente a ser artista– que es a su vez de una rabiosa actualidad. No en
vano el compositor era un firme defensor del jansenismo, doctrina que tuvo entre
sus pilares la parábola de los talentos (Mt 25: 14-30) y la de las diez onzas (Lc,
19: 11-27), según las cuales cualquier persona está obligado a desarrollar todo
el potencial que Dios le ha dado y no puede malgastarlo en superficialidades
mundanas.
Alain Corneau dirigió una
hermosa película, Tous les matins du
monde (1991), sobre este músico.
La historia parece
discurrir entre el gesto serio del daguerrotipo y la sonrisa alegre de la foto.
Se van sucediendo época tras época. Aunque ninguna de las dos parece garantizar
la felicidad, el sosiego o un equilibrio que, dicen, resulta tan necesario. El
mundo jovial que aparece en Cabaret
(1972), del director Bob Fosse, reflejo de ese intento de recuperar la belle epoque previo a la Iª Guerra
Mundial en la Alemania expresionista, no pudo ocultar la tragedia que se
avecinaba en ese país. Del mismo modo que Paolo Sorrentino nos muestra en La Grande Bellezza (2013) el profundo
hastío que pervive en la mundanidad ociosa y engreída de la gente bien de Roma.
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