Apreciamos en la obra de
Wei Hui como la cultura occidental –la europea y la norteamericana, por
restringir algo el concepto– se ha extendido, impuesto y asumido en China, pero
también en todo el mundo. La vida en Shanghái no dista mucho de la de otras metrópolis,
la de las grandes capitales, pero también en otras ciudades medias han acabado
asumiendo ese modelo, hasta el punto de que el modo de vivir, consumir, pensar,
crear, divertirse o comer no dista mucho entre unas y otras. De ahí que lo
narrado en las novelas de esta escritora china nos resulte familiar, incluso
propio.
Se ha extendido un patrón
que homogeniza el modo de producir, de comerciar, de sentir y relacionarse,
poco importa que el poder esté en manos del Partido Comunista, como en China,
Laos o Vietnam, porque la etapa revolucionaria ha quedado atrás, dicen que de
forma irremediable, y el capitalismo se impone hasta en el último rincón, salvo
tal vez en Corea del Norte, convertido en un museo del despotismo caprichoso y
obsesivo. En este sentido, las clases trabajadoras de los respectivos países se
van incorporando a la mentalidad consumista y de clase media, cualquier cosa
que sea ésta, a la que aspiran también los muchos inmigrantes que desean de un
modo u otro, de forma legal o ilegal, acceder a este sistema, esta vez sí,
globalizado, que se vuelve más y más global en parte por las tecnologías, nadie
escapa ya al canto de sirena de un modo de vida que, sin embargo, tampoco logra
satisfacer las necesidades humanas, colectivas e individuales, es más, se
vuelve a todas luces angustioso y vacío.
Es evidente el cambio que
han supuesto las nuevas tecnologías. Cuando hace poco más de veinte años
Douglas Coupland publicó su novela Generación
X, en apenas unos días se conoció en buena parte del mundo. Surgió una
nueva vertiente del dirty realism,
que en España incidió en la llamada generación Kronen, por la novela de Ángel Mañas,
Historias del Kronen, publicada en
1994.
Hace apenas unos días, al
hablar de música con unos jóvenes africanos recién llegados a Bilbao, me daba
cuenta de que conocían a la perfección los distintos estilos que corren por
aquí, incluido el reggaetón aportado por la inmigración caribeña o el rap; nada
parecía serles ajeno, fueran ellos de capitales africanas o de lugares más
recónditos. Europa y Estados Unidos son enormes faros culturales de los que
nadie parece quedar ajeno y que a su vez propaga lo que llega a nuestros países.
Pero,
¿es posible hablar del sentido inverso, de la influencia ejercida por otras
culturas en los patrones occidentales? Cabe destacar en este sentido que el
cubismo no hubiera existido sin la influencia de las máscaras y esculturas
africanas, que Picasso conoció de primera mano en París. En los años cincuenta
y sesenta la literatura universal descubrió la narrativa latinoamericana que se
gestaba entonces, se habló incluso de un boom
de la literatura latinoamericana que
influyó y renovó la literatura española, pero también de otros muchas lenguas y
países. De un modo análogo a las máscaras y esculturas africanas de la
exposición parisina, una buena parte de los escritores latinoamericanos
vinculados al boom estaban presentes y vivieron en capitales europeas, de modo
que volvió a funcionar un vínculo de ida y vuelta. El punto de inflexión y de
difusión, no obstante, se halla aquí, en los países occidentales. En cierto
modo también pesa la estrategia comercial en lo cultural.
La clave la da de alguna
manera la escritora norteamericana Amy Tan al describir en sus novelas el
proceso de cambio entre madres e hijas, por ejemplo en El Club
de la buena estrella: madres que crecen en China durante los años treinta y
cuarenta, que huyen de aquel país castigado por la invasión japonesa y después
por una guerra civil revolucionaria, que emigran a California y allí establecen
sus vidas, trabajan, se relacionan o no con otras comunidades, desde luego
conviven con otras personas originarias de China, algunas de esas mujeres se
casan con blancos, tienen hijas, hijas que adoptan los patrones culturales y
sociales norteamericanos, adquieren el inglés como su lengua de comunicación,
con los valores que posee cualquier lengua, se incorporan a la clase media y lo chino, entonces, se convierte en un
momento dado en una cuestión de identidad con que se convive no siempre de un
modo pacífico. La propia autora es un producto de ese proceso: madre china,
hija norteamericana de origen chino (que no es lo mismo que originaria de China).
Podemos realizar de sus
novelas una lectura meramente generacional, la relación de madres e hijas cuyas
épocas las determinan (se daría el conflicto si madre e hija pertenecieran a la
misma cultura), pero también cabe una lectura social –hay que tener en cuenta
que la salida de China responde no siempre al deseo de prosperar porque se
provenga de la pobreza, cliché habitual cuando hablamos de quienes emigran,
sino que en algunos casos vivieron en un medio próspero y huyen de la guerra o
de la inestabilidad, toman la iniciativa para desarrollarse en otro lugar, para
seguir desarrollando su proyecto de vida– y a su vez cabe sobre todo una
lectura cultural, de acuerdo a los conceptos que explica el antropólogo Xabier
Etxeberria al establecer los diferentes modos de relación entre comunidades
culturales.
La identidad es algo
colectivo, comunitario. Pero también es algo dinámico. Se transmite, de ahí que
las hijas de las que habla Amy Tan no podrán evitar asumirse como chinas.
Aunque no lo sean y en ocasiones tampoco lo desean, pero a la vez crecen con
los patrones norteamericanos, sean norteamericanas de hecho, y aquí hay que tener
en cuenta, además, que en los Estados Unidos es mucho más patente una mayor
voluntad de incorporar y asimilar a los inmigrantes que en Europa, que se
decanta más por la multiculturalidad, con comunidades que se relacionan pero
que no siempre interactúan, más allá de las referencias.
El conflicto se da con
frecuencia en el ámbito individual, más cuando el capitalismo posmoderno es
profundamente individualista. De ahí que el conflicto de la identidad reflejado
en la narrativa de Amy Tan provoca un aturdimiento personal y psicológico del
que se alimentan en gran medidas sus personajes.
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