martes, 31 de julio de 2018

Violencias


Lo explica Johan Galtung en su concepto de triángulo de la violencia, que expone los mecanismos violentos en la sociedad. Hay una violencia directa, que es visible, la distinguimos de forma clara, evidente. Se da en los comportamientos, a flor de piel. Es la violencia que asusta, da miedo, nos resulta claramente amenazante, nos afecta, nos hiere, nos mata. El conflicto se expresa con fiereza, su exposición se da en la guerra, en los disturbios y en la violencia legitimada por la ley, la represión. Hay también una violencia invisible, no la distinguimos de forma tan evidente, incluso no nos damos cuenta de que está allí, la hemos normalizado porque la hemos normativizado. Es la violencia cultural o simbólica que se establece por medio de las convenciones, de la ley, de las actitudes. Conlleva rechazar con dureza la violencia marginal, la de la delincuencia, la del terrorismo, pero no apreciamos del mismo modo el horror de otras muertes porque las asumimos como parte de un sistema de valores, que califica un mismo hecho, la muerte, en función de las circunstancias: la muerte en el Mediterráneo, convertido en un cementerio y que sólo horroriza a unos pocos, las sociedades en su conjunto se mantienen ajenas, a lo sumo impotentes, o es la muerte producto de nuestras guerras, concebidas muchas veces como defensas. Hay también la violencia estructural, la negación de las necesidades, la de los gestos cotidianos, repetitivos y llenos de rabia. El gesto de Rosa Parks, hoy alabado y reconocido, generó un escándalo en la sociedad del sur de los Estados Unidos, sin que nadie se diera cuenta de la violencia que había en negar unos asientos determinados a unas personas por el simple hecho del tono de su piel.

Dos películas exponen de modo magistral toda esta estructura triangular de la violencia: Grupo 7 (2012), del director Alberto Rodríguez, y Tarde para la ira (2016), del actor y director Raúl Arévalo.

Grupo 7 narra la actividad antidroga de una unidad policial en Sevilla que pretende erradicar en los años previos a la Expo´92 el tráfico de sustancias estupefacientes mediante métodos bastante cuestionables, muchas veces ilegales. Vemos peleas, tiroteos, persecuciones, malos tratos, amenazas, asesinatos, pero también contemplamos la estructura de unos barrios marginales, la vida de unos seres fuera de la normatividad y de la normalidad, apreciamos la violencia no visible y sin embargo tan cruenta como la otra, sentimos toda la rabia que se contiene dentro de los personajes, los policías y los delincuentes, los distinguimos en sus gestos, en sus miradas, en sus silencios.

Tarde para la ira, por su parte, es la crónica de lo que vamos descubriendo como una venganza a partir de las relaciones que se establecen en un barrio. En esta película queda mucho más patente el grado de violencia interiorizada, la frustración que arrastran los personajes, la impotencia que expresan sus miradas y los gestos que no pueden impedir, al final, el golpe, la agresión o el asesinato. Al igual que en la anterior, en esta película el paisaje no escapa a esa violencia simbólica ni tampoco a la violencia estructural: las calles agobiantes, los paisajes naturales agrestes, los recovecos de los locales, los pueblos que no tienen nada de bucólicos, que esconden también toda las características escabrosas que se dan en las ciudades.

Es imposible no recordar el crimen de Puerto Hurraco, en 1990, del que Carlos Saura realizó una película, El séptimo día (2004), con rasgos no muy lejanos de las dos películas mencionadas. Con ese acto tremendo y cruento se recuperó el concepto de la España profunda, en un momento en que el país parecía avanzar hacia la prosperidad y la modernidad, en que se pretendía dejar atrás la imagen siniestra de una España belicosa, reprimida y represiva, heredera de la descripción que dieron no pocos viajeros del siglo XIX. El crimen de Puerto Hurraco nos remitía sin remisión a la descripción de la España mísera que aparece en el documental de Luis Buñuel, Las Hurdes: tierra sin pan (1932), basado en un trabajo de investigación del antropólogo Maurice Legendre, y que muestra bien a las claras la violencia estructural a la que se enfrentaba la naciente IIª República, que comenzó una labor de regeneración, un intento de mejora, pero que acabó, como se sabe, en una guerra civil entre dos bandos que, a su vez, generaron actos de violencia interiores que rompían la pretendida imagen utópica que ambos bandos querían dar de sí mismos. La política muchas veces es la guerra de otro modo y se expresa con grandes dosis de propaganda.

Desde luego, la violencia y esa imagen siniestra no es patrimonio de España. Sin duda todos los países poseen su historia obscura, trágica y calamitosa, a todas luces vergonzante. Se construyen leyendas negras, se atribuyen a los otros gestos que se quieren disimular para sí. Pero todos los países poseen una doble historia, la que se muestra orgullosa, frente a la que se intenta disimular. Nadie escapa al final a esta doble categoría.  

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