El 20 de octubre de 2011
la organización ETA anunciaba el cese definitivo de su actividad y un proceso
de disolución que, casi siete años después, parece presto a acabar pronto. Quien
recorra hoy las calles de la Comunidad Autónoma Vasca, de Navarra o incluso del
País Vasco francés o norte, o cómo quieran llamarlo, sin conocer la historia
reciente del lugar sin duda no llegaría a deducir que hasta una época tan
cercana hubiera habido un conflicto. Ni atentados, ni Kale borroka, ni tensión flagrante, más bien al contrario: una
enorme tranquilidad puebla los rincones del lugar.
Un observador más tenaz
podría percatarse, no obstante, de que aún quedan flecos de aquella época. La
cuestión de los presos, por ejemplo, esto es, la de los militantes de la
organización todavía en prisión con condenas muy altas (también sus acciones
fueron mortales en muchos casos, la mayoría de ellas) y bastantes de ellos
alejados de sus provincias de origen, los homenajes que a veces se realizan cuando
alguno, su condena cumplida, sale de prisión y regresa a sus poblaciones de
residencia y que hieren a quienes padecieron sus atentados, los rifirrafes
político-institucionales con velados reproches por silencios o testimonios
parciales, el cuestionamiento más que
ético de ciertas actitudes oficiales, con mucho de paralelo, todo ello produce
un runrún que persiste aún hoy, más en poblaciones pequeñas donde la división
de antaño sin duda no se ha diluido del todo.
Porque la existencia de
un conflicto, más cuando se mata y se muere, produce divisiones, no pocas
rupturas y con frecuencia dos grandes bloques donde muchas veces no se permiten
tonalidades entre los grises, y quienes las distinguen e intentan moverse entre
ambos bloques suelen recibir con más ahínco los varapalos y las acusaciones más
cruentas. Hay que estar con los unos o con los otros, no se admiten las
mediastintas ni establecer peros
posibles, aunque los haya, y muchos. Es difícil introducir, además,
racionalidad en los debates cuando la tensión está a flor de piel y muchas
veces se habla más de venganzas que de establecer justicia. Pasa también en
otros ámbitos donde interviene el código penal.
Por eso es tan importante
que se produzcan ámbitos de confluencia, zonas de intercambio de opiniones,
como llevó a cabo en su momento ciertas organizaciones sociales que intentaron
dejar claro que la táctica de los dos frentes siempre enfrentados no solucionaba
nada y que era necesario, desde el más absoluto rechazo a la violencia,
escuchar las diversas voces, que se diría hoy, de un conflicto que desbordó los
cauces políticos habituales.
Ni que decir tiene que
desde el arte se lanzaron propuestas en este sentido. Desde el arte, con
frecuencia, en todos los conflictos, es posible romper estereotipos, prejuicios
y formulaciones fijas. A veces es mucho más real la mirada desde la ficción o
desde ciertas prácticas narrativas que la de los discursos políticos y la
teoría académica.
El mismo año en que ETA
anunciaba el «cese definitivo de la actividad armada» el actor Aitor Merino se
lanzaba a la realización de un estrambótico y fenomenal documental cuya razón
de ser era explicar a sus amigos de Madrid que su gran amigo de la infancia,
juventud y madurez se pasó ocho años de prisión en Francia por pertenencia a
banda armada, o sea, en la ETA. El contemplar un conflicto desde fuera, en lo
que concierne a sus amigos de la capital, aunque sea a una distancia mínima
como la que separa el Madrid de residencia de la Pamplona de nacimiento de
Aitor Merino, puede producir que el conflicto se vea, si no con facilidad, sí
al menos con más simple parcialidad, el ellos
y el nosotros parece más sencillo
de establecer, más fácil para quien observa, y que haya tonalidades resulta extraño.
El resultado de ese
esfuerzo del actor fue el documental Asier
eta biok («Asier y yo»), que presentó en 2013. Hacemos un recorrido de ese
pasado de Asier Aranguren y Aitor Merino, los años juntos en la escuela, la
separación física pero no emocional, el antimilitarismo, la militancia de Asier
en movimientos sociales, el encontronazo con la realidad no fácil y,
finalmente, su huida a Francia y su detención por la causa referida. Cuando
Asier Aranguren acaba su condena cerca de París es el momento en que Aitor
Merino decide llevar a cabo su reportaje. Quiere mostrar cómo, aun cuando no se
compartan según qué cosas, no se acaba de decir, al principio, el qué, la
amistad está allí, estableciendo puentes sin ser muy consciente de ello. Quiere
trasladar la imagen que él tiene de su amigo Asier a sus amigos de Madrid, que
siguen sin comprender los fundamentos de tal amistad en esas circunstancias.
Sin embargo, su inicial
presentación, os voy a mostrar a mi amigo
tal como lo recuerdo, se transforma poco a poco en una reflexión que Aitor
Merino intercala con su relato, reflexión fruto de la sorpresa al descubrir
otros aspectos con los que no contaba, por ejemplo un discurso ortodoxo el día
del recibimiento y homenaje a Asier. Aitor se da de morros con un conflicto y
una relación que tiene poco de buenrollismo
y mucho de enfrentamiento cruento. Sale de cierta zona cómoda en la que sacar
conclusiones, sean las que fueren, resulta fácil. Descubre que el sacrificio
personal del activista, que todos hemos idealizado en muchos momentos, requiere el sacrificio de alguien
más, que no siempre está dispuesto a sacrificarse y mucho menos a que lo
sacrifiquen por las grandes causas. Percibe que lo que cuenta va más allá de lo
que esperaba, de sus expectativas e incluso, puede ser, de su propia visión del
conflicto y de la amistad.
Pero no le pasa sólo a
él: impresionante es la conversación entre la madre y el hijo durante la cena
de Nochevieja, además de demostrar que cuando uno no está en el interior del
conflicto el ellos y el nosotros está más diluido, más de lo que
muchos desearían. Los tonos del gris sí que existen, son múltiples y variados,
y sólo quienes están fuera o en los límites del conflicto no lo ven.
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