Hace ya treinta años, el
29 de abril de 1988, se estrenaba la película Sammy and Rosie Get Laid («Sammy y Rosie se lo montan»), del
director británico Stephen Frears y guion del escritor Hanif Kureishi. En ella tienen
importancia, como telón de fondo de una historia que narra la extraña relación
entre los dos protagonistas y entre Sammy con su padre, un político paquistaní
de cuestionable pasado ético, los duros enfrentamientos interraciales que se
producen en Londres, consecuencia de una actuación policial en el que resulta muerta una
persona negra.
Sin lugar a dudas, esa
película habrá venido a la memoria de muchos al ver lo que ha sucedido en el
madrileño barrio de Lavapiés, con escenas no muy diferentes a las de la cinta. Los
disturbios están muy presentes en la película, asistimos a enfrentamientos
duros, a quema de mobiliario urbano, a choques que estallan no porque una parte
de la población se vuelva de repente violenta, sino porque la violencia está
presente en la sociedad no siempre de un modo evidente, se halla en los
detalles que muestran bien a las claras – eso sí, a quien se quiera acercar a
los problemas sin prejuicios– hasta qué
punto la violencia no son sólo los actos vandálicos, sino que está integrada en
un sinfín de gestos y cotidianidades, y no siempre la ejercen quienes protestan.
Una diferencia del cine, también
de la ficción literaria, respecto a la realidad es que vemos lo que ocurre y
conocemos a las personas afectadas, mientras que eso no ocurre con la realidad,
el fallecido en Lavapiés es apenas un nombre, todo lo más otro mantero de los
muchos con que nos cruzamos en muchas ciudades. Puede ocurrir que comprendamos
la violencia desatada en la ficción mientras que nos mostramos distantes y
fríos con lo que ocurre en la realidad, incluso nos irritemos con quienes protagonizan
esa violencia desatada, del mismo modo que nos puede caer bien Hannibal Lecter,
el siniestro protagonista de The silence
of the Lambs («El silencio de los Corderos»), incluso nos reímos con su
última broma macabra, mientras que la última asesina en España de un truculento
crimen ha producido una intensa oleada
de rabia. Es curioso ese mecanismo interior de las simpatías y los rechazos.
Desde luego, Stephen
Frears no fue el primer director en presentar la tensión en una película,
tampoco Hanif Kureishi, escritor británico de origen paquistaní, es el primer
escritor que trata el tema. En Gran Bretaña la presencia de inmigración es muy
anterior, desde luego, a la que hay en España, sin duda porque el imperio
británico, al igual que el francés o el portugués, llegó hasta bien entrado los
años sesenta, dando fin las independencias de las colonias a los respectivos
imperios (en el caso portugués hasta mediados de los setenta). No obstante, se
produjo una fuerte migración de las colonias a la metrópoli, también de
terceros países hace los países más desarrollados de Europa, migración que
proporcionó mano de obra y contribuyó a un enriquecimiento rápido tras la
segunda guerra mundial.
Sin embargo, las barreras
entre comunidades se mantuvieron firmes. Hay que tener en cuenta que no fue
hasta 1955 que se pudo ver en escena un beso entre una mujer blanca,
interpretada por Irene Kane, y un hombre en teoría negro, interpretado por
Frank Silvera. Fue en la película El beso
del asesino, del director Stanley Kubrick, aunque tal vez ese hecho pasara desapercibido
en la sociedad británica por el hecho de que Frank Silvera no fuera en realidad
negro, sino que procedía de una amplia mezcla y su aspecto a todas luces podía
pasar por un mestizo de piel muy clara. Tal vez no se quisiera cruzar ciertos
límites de las que se habla abiertamente en Far
from heaven («Lejos del cielo»), película norteamericana de 2002 y dirigida
por Todd Haynes que narra la historia de una atracción que siente una mujer
blanca de clase media por un hombre negro en esa década de los cincuenta,
contraviniendo las reglas sociales. Tras la apacible vida burguesa se esconde
una violencia enorme disimulada por convenciones y reglas no escritas.
España, que fue a finales
del siglo XIX y durante buena parte del siglo XX un país de emigrantes, tanto a
América como a la Europa próspera posterior a la guerra, no recibió inmigración
hasta el último cuarto del siglo XX. Cuando comenzaron a llegar personas de
otros países y otras etnias, ya había habido una enorme experiencia en Europa
sobre la cuestión de la migración y se hubiera podido tomar nota acerca de los
aciertos y los errores de ciertas políticas y algunas prácticas. Por otra
parte, me importa poco el debate de si es bueno o malo que haya gente de otros
lugares o si es necesario para la economía del país (estos días, a raíz del
problema de las pensiones, se vuelve a hablar de la necesidad de que vengan inmigrantes, descarada cosificación de las
personas en función de los beneficios económicos que produzcan). Me resulta innecesario
por otro lado plantear la cuestión como un problema o como su contrario, si es un
paraíso social contar con una sociedad intercultural o cuanto menos
multicultural, porque al final es la experiencia personal la que se enriquece con
ello o lo ve como un problema (y en este último caso sólo cabe lamentar lo que
se pierde quien opte por tal opción).
En todo caso, en un
momento en que sociólogos y periodistas convierten los hechos en relatos, como si fueran escritores o
directores de cine, en vez de describir la realidad, si no con objetividad, sí
al menos con imparcialidad, tal vez se podría pedir que intentaran humanizar lo
que cuentan, al menos algo bueno sacaríamos de ello. Sin embargo, parece que se
ahonda en lo más macabro, como ocurrió con el fatídico crimen de Almería, y eso
que había secreto de sumario. Es curioso, pero el que haya más medios de
comunicación y más canales por los que informarse de la realidad tampoco
contribuye a una mayor pluralidad y a poder encajar piezas para forjarse una
idea más o menos completa de lo que ocurre. Al contrario, da la sensación de
que todos dicen lo mismo, sólo varía el buen o mal gusto con que se cuenta. Tal
vez sea consecuencia de lo políticamente
correcto.
En todo caso, si
comparamos el relato (aceptemos el
término para todo) de la película de Stephen Frears con el de la muerte del
mantero de Lavapiés presente en toda la prensa con no pocas similitudes (salvo
quizá la más ideológica, a favor o en contra de los migrantes), llama la
atención que haya más humanidad en la ficción que en la realidad. Deducimos tal
vez con ello la superioridad de la ficción incluso para acercarnos a lo real.
Queda por recordar que, más allá de las impresionantes imágenes de disturbios,
cuantificación de los daños y porfías varias de los vecinos por las
circunstancias del barrio, lo importante será siempre la muerte de una persona.
Puede incluso que ayude mejor a entender las circunstancias en que se
desarrollan los hechos y esto hubiera evitado acrecentar la frustración y la
rabia.
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