lunes, 5 de marzo de 2018

Sobre impunidades y olvidos


La impunidad empaña el debate de no pocos países que tuvieron en algún momento regímenes autoritarios. Aunque no en todos, en algunos se ha pasado y se pasa de puntillas sobre la cruenta realidad de su historia más o menos reciente, como si no se quisiera rememorar hechos obscuros con que abrir, dicen, viejas heridas. En los países de la Europa del este muchos de sus políticos y funcionarios actuales se formaron en la sombría escuela del KGB y de las respectivas policías políticas sin que ello sea hoy un obstáculo o algo susceptible de perjudicar el auge de sus correspondientes carreras políticas neoliberales. Francia, por su parte, aunque no tuvo un régimen autoritario, sí que hubo un gobierno de Vichy abiertamente colaborador con los nazis –hasta la propia palabra collaborer quedó contaminada durante años-, pero tampoco entró en la cuestión con mucha firmeza, hubo cierta persecución legal durante un tiempo de algunos colaboracionistas, como el escritor Louis-Ferdinand Céline, y luego el tema se zanjó, salió del debate público y casi devino un tema tabú. En España y con la transición se pasó página y sólo con el cambio de siglo surgió con fuerza el tema de la memoria histórica, centrado más en las víctimas de la dictadura, en su reconocimiento y rehabilitación, que en la persecución de los responsables de las vulneraciones de derechos humanos.

En Alemania, en cambio, se abrieron procesos contra responsables políticos, militares y sociales, contra funcionarios, también contra personas de un escalafón más bajo que cooperaron sin embargo en la maquinaria del horror y permitieron su uso cotidiano. Tuvo que ver, uno imagina, con que la Alemania nazi fuera derrotada, no hubo transiciones más o menos bruscas como las del Este europeo o la española, y también con la brutal envergadura de ese terror, al nivel de los más escabrosos genocidios conocidos, como el de Kampuchea. Lo mismo se puede decir, de otro modo pero con similitudes, de las dictaduras militares latinoamericanas, que terminaron a medio camino entre la derrota por descredito y fiasco general, y cierto amago de transición, como en Chile. El nivel de escabrosidad en los desmanes de estas dictaduras también fue, en todo caso, tremendo y se concentró en pocos años.

Resulta difícil decir cuál es entre todos ellos el peor régimen desde el punto de vista de las víctimas, con independencia de la envergadura de cada maquinaria de terror, si es que podemos hacer tal ejercicio, porque el sufrimiento de las víctimas, la de los presos torturados, la de los asesinados y sus familias, la de los perseguidos en general es de difícil calibración, si no imposible: no se podría decir quiénes sufrieron más o menos, si rusos, si argentinos o si de cualquier otra nacionalidad. Acudimos al nivel de virulencia de cada régimen para intentar establecer una catalogación del terror. Sin embargo, no podemos guiarnos por este criterio cuando hablamos de víctimas. Todos sufrieron por igual y todos los supervivientes poseen sin duda ese sentimiento de que muchos de los responsables del terror quedaron impunes.

Porque aun cuando se tomaran medidas en algunos casos contra los grandes responsables de estos regímenes, quedan en el escalafón muchos funcionarios, empleados y subalternos que formaron parte de las respectivas maquinarias de terror y que, pese a ello, quedaron impunes, no fueron castigados, incluso se adaptaron a los nuevos tiempos post-autoritarios. Claro que muchos de ellos alegarían, de encontrarse en situación procesal, que cumplían órdenes, que ellos no eran responsables de las decisiones tomadas, que formaban parte de una estructura, sin duda cruel e inhumana, pero contra la cual no podían hacer nada, había que seguir con sus vidas, a lo sumo protegerse del horror o participar en él para sobrevivir. Ocurrió así en algunos casos. Hanna Arendt se enfrentó a ello durante el juicio de Adolf Eichmann, un hombre mediocre, un hombre normal, pero una pieza, tal vez nimia, de la maquinaria del terror. Es la banalidad del mal, en la que uno interviene de un modo u otro. Mario Benedetti escribió, por su parte, un relato sobre un funcionario de policía que ejerce la tortura casi a horas de oficina y luego regresa a su hogar donde le espera una esposa y unos hijos a quienes trata con cariño y fervor familiar, sin atisbo de culpa, asumiendo tal vez que alguien ha de hacer el trabajo sucio. Luego están quienes no hacen nada, siguen con sus vidas y callan lo que saben, lo que intuyen. Martin Luther King habló del silencio de las buenas personas, buenos hombres y buenas mujeres, que no cometen actos de barbarie o cruentos pero que callan ante el racismo o la represión de las minorías, callan ante las dictaduras y las injusticias de todo tipo, callan ante los crímenes, y su silencio se vuelve entonces cómplice. En este caso, seguramente somos muchos quienes por acción o por omisión permitimos que el horror siga latente, los que permitimos las muertes en el Mediterráneo por las políticas de la Europa fortaleza o callamos ante la venta de armas a países de dudoso respeto a la vida.

Claro que reaccionar y no permitir que ninguno de los responsables, por nimia que sean las culpas de cada cual, quede impune es una labor a todas luces titánica. Puede que las maquinarias judiciales de los países se colapsaran por completo y cabe realmente que los efectos sociales fueran terribles, reabriendo heridas, reactivando enfrentamientos y, al final, imposibilitando la convivencia. Tal vez sea cierto: no se puede luchar contra todo, se debe vivir asumiendo cierta dosis de impunidad. La Torá dice que la vida sería imposible si viéramos todo el mal que hay sobre la tierra. Pero eso conlleva también grandes dosis de horror cotidiano. En el País Vasco se habla de eso a pequeña escala, casi entre susurros, se conocen casos de víctimas y victimarios que se ven forzados a compartir el espacio de pequeños pueblos o ciudades medianas. En algunos casos, los responsables de acciones contra las personas han salido de prisión, han regresado a sus casas. En otros casos, ha sido imposible aplicar castigos, rehabilitar situaciones y puede que nunca se den tales castigos.

¿Qué hacer entonces? Y sobre todo, ¿cómo deben actuar las víctimas, las personas que son conscientes del mal y de la impunidad? En 2009 el director argentino Juan José Campanella realizó una película que trata de ello, El secreto de sus ojos. Un funcionario judicial, Benjamín Espósito, interpretado por Ricardo Darín, escribe tras su jubilación una novela sobre un caso que le obsesiona y que acaeció veinticinco años antes de esa escritura, en el 74: el asesinato de una mujer a manos de un hombre protegido por la maquinaria del poder. Supo quién fue el asesino, lo sabía el juzgado donde trabajaba y sobre el que recayó la instrucción del crimen, pero nunca lo pudieron procesar porque se trataba de alguien impune por su relación con el aparato del Estado, en un momento en el que Argentina entraba en una fase autoritaria. El marido de la mujer, Ricardo Morales, interpretado por Pablo Rago, vive aparentemente resignado a que nunca vaya a haber justicia, pero la película toma de pronto un giro inesperado en el que entra la venganza individual al margen de la administración de justicia. Es la misma reacción que aparece en la película portuguesa O julgamento, de Leonel Vieira, realizada en 2007, donde uno de los protagonistas descubre a un antiguo miembro de la PIDE responsable de la muerte de un amigo y antiguo camarada, sin que nunca fuera juzgado por ello.

 Ambas películas plantean la cuestión de la memoria y de la impunidad, la incapacidad del Estado para afrontar una historia basada en la barbarie, tal vez porque todo Estado no deja de ser en gran medida barbarie organizada. Quizá la venganza tampoco sea la solución. Nos confrontamos a teorías sobre la convivencia y la civilización, sobre la necesidad de mecanismos de control que al mismo tiempo se construyen contra los propios ciudadanos. Por el camino nos enfrentamos a la impunidad y al olvido, a la incapacidad de crear sociedades libres y conscientes de lo que son.

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