La impunidad empaña el
debate de no pocos países que tuvieron en algún momento regímenes autoritarios.
Aunque no en todos, en algunos se ha pasado y se pasa de puntillas sobre la cruenta
realidad de su historia más o menos reciente, como si no se quisiera rememorar
hechos obscuros con que abrir, dicen, viejas heridas. En los países de la
Europa del este muchos de sus políticos y funcionarios actuales se formaron en
la sombría escuela del KGB y de las respectivas policías políticas sin que ello
sea hoy un obstáculo o algo susceptible de perjudicar el auge de sus
correspondientes carreras políticas neoliberales. Francia, por su parte, aunque
no tuvo un régimen autoritario, sí que hubo un gobierno de Vichy abiertamente
colaborador con los nazis –hasta la propia palabra collaborer quedó contaminada durante años-, pero tampoco entró en
la cuestión con mucha firmeza, hubo cierta persecución legal durante un tiempo
de algunos colaboracionistas, como el escritor Louis-Ferdinand Céline, y luego
el tema se zanjó, salió del debate público y casi devino un tema tabú. En
España y con la transición se pasó página y sólo con el cambio de siglo surgió
con fuerza el tema de la memoria histórica, centrado más en las víctimas de la
dictadura, en su reconocimiento y rehabilitación, que en la persecución de los
responsables de las vulneraciones de derechos humanos.
En Alemania, en cambio, se
abrieron procesos contra responsables políticos, militares y sociales, contra
funcionarios, también contra personas de un escalafón más bajo que cooperaron
sin embargo en la maquinaria del horror y permitieron su uso cotidiano. Tuvo
que ver, uno imagina, con que la Alemania nazi fuera derrotada, no hubo
transiciones más o menos bruscas como las del Este europeo o la española, y
también con la brutal envergadura de ese terror, al nivel de los más escabrosos
genocidios conocidos, como el de Kampuchea. Lo mismo se puede decir, de otro
modo pero con similitudes, de las dictaduras militares latinoamericanas, que
terminaron a medio camino entre la derrota por descredito y fiasco general, y
cierto amago de transición, como en Chile. El nivel de escabrosidad en los
desmanes de estas dictaduras también fue, en todo caso, tremendo y se concentró
en pocos años.
Resulta difícil decir
cuál es entre todos ellos el peor régimen desde el punto de vista de las
víctimas, con independencia de la envergadura de cada maquinaria de terror, si
es que podemos hacer tal ejercicio, porque el sufrimiento de las víctimas, la
de los presos torturados, la de los asesinados y sus familias, la de los
perseguidos en general es de difícil calibración, si no imposible: no se podría
decir quiénes sufrieron más o menos, si rusos, si argentinos o si de cualquier
otra nacionalidad. Acudimos al nivel de virulencia de cada régimen para
intentar establecer una catalogación del terror. Sin embargo, no podemos
guiarnos por este criterio cuando hablamos de víctimas. Todos sufrieron por
igual y todos los supervivientes poseen sin duda ese sentimiento de que muchos
de los responsables del terror quedaron impunes.
Porque aun cuando se
tomaran medidas en algunos casos contra los grandes responsables de estos
regímenes, quedan en el escalafón muchos funcionarios, empleados y subalternos que
formaron parte de las respectivas maquinarias de terror y que, pese a ello, quedaron
impunes, no fueron castigados, incluso se adaptaron a los nuevos tiempos
post-autoritarios. Claro que muchos de ellos alegarían, de encontrarse en
situación procesal, que cumplían órdenes, que ellos no eran responsables de las
decisiones tomadas, que formaban parte de una estructura, sin duda cruel e
inhumana, pero contra la cual no podían hacer nada, había que seguir con sus
vidas, a lo sumo protegerse del horror o participar en él para sobrevivir. Ocurrió
así en algunos casos. Hanna Arendt se enfrentó a ello durante el juicio de
Adolf Eichmann, un hombre mediocre, un hombre normal, pero una pieza, tal vez
nimia, de la maquinaria del terror. Es la banalidad del mal, en la que uno
interviene de un modo u otro. Mario Benedetti escribió, por su parte, un relato
sobre un funcionario de policía que ejerce la tortura casi a horas de oficina y
luego regresa a su hogar donde le espera una esposa y unos hijos a quienes
trata con cariño y fervor familiar, sin atisbo de culpa, asumiendo tal vez que
alguien ha de hacer el trabajo sucio. Luego están quienes no hacen nada, siguen
con sus vidas y callan lo que saben, lo que intuyen. Martin Luther King habló del
silencio de las buenas personas, buenos hombres y buenas mujeres, que no
cometen actos de barbarie o cruentos pero que callan ante el racismo o la
represión de las minorías, callan ante las dictaduras y las injusticias de todo
tipo, callan ante los crímenes, y su silencio se vuelve entonces cómplice. En
este caso, seguramente somos muchos quienes por acción o por omisión permitimos
que el horror siga latente, los que permitimos las muertes en el Mediterráneo
por las políticas de la Europa fortaleza o callamos ante la venta de armas a
países de dudoso respeto a la vida.
Claro que reaccionar y no
permitir que ninguno de los responsables, por nimia que sean las culpas de cada
cual, quede impune es una labor a todas luces titánica. Puede que las
maquinarias judiciales de los países se colapsaran por completo y cabe
realmente que los efectos sociales fueran terribles, reabriendo heridas,
reactivando enfrentamientos y, al final, imposibilitando la convivencia. Tal
vez sea cierto: no se puede luchar contra todo, se debe vivir asumiendo cierta
dosis de impunidad. La Torá dice que la vida sería imposible si viéramos todo
el mal que hay sobre la tierra. Pero eso conlleva también grandes dosis de
horror cotidiano. En el País Vasco se habla de eso a pequeña escala, casi entre
susurros, se conocen casos de víctimas y victimarios que se ven forzados a
compartir el espacio de pequeños pueblos o ciudades medianas. En algunos casos,
los responsables de acciones contra las personas han salido de prisión, han
regresado a sus casas. En otros casos, ha sido imposible aplicar castigos,
rehabilitar situaciones y puede que nunca se den tales castigos.
¿Qué hacer entonces? Y
sobre todo, ¿cómo deben actuar las víctimas, las personas que son conscientes
del mal y de la impunidad? En 2009 el director argentino Juan José Campanella
realizó una película que trata de ello, El
secreto de sus ojos. Un funcionario judicial, Benjamín Espósito,
interpretado por Ricardo Darín, escribe tras su jubilación una novela sobre un
caso que le obsesiona y que acaeció veinticinco años antes de esa escritura, en
el 74: el asesinato de una mujer a manos de un hombre protegido por la maquinaria
del poder. Supo quién fue el asesino, lo sabía el juzgado donde trabajaba y
sobre el que recayó la instrucción del crimen, pero nunca lo pudieron procesar
porque se trataba de alguien impune por su relación con el aparato del Estado,
en un momento en el que Argentina entraba en una fase autoritaria. El marido de
la mujer, Ricardo Morales, interpretado por Pablo Rago, vive aparentemente
resignado a que nunca vaya a haber justicia, pero la película toma de pronto un
giro inesperado en el que entra la venganza individual al margen de la
administración de justicia. Es la misma reacción que aparece en la película
portuguesa O julgamento, de Leonel
Vieira, realizada en 2007, donde uno de los protagonistas descubre a un antiguo
miembro de la PIDE responsable de la muerte de un amigo y antiguo camarada, sin
que nunca fuera juzgado por ello.
Ambas películas plantean la cuestión de la
memoria y de la impunidad, la incapacidad del Estado para afrontar una historia
basada en la barbarie, tal vez porque todo Estado no deja de ser en gran medida
barbarie organizada. Quizá la venganza tampoco sea la solución. Nos
confrontamos a teorías sobre la convivencia y la civilización, sobre la
necesidad de mecanismos de control que al mismo tiempo se construyen contra los
propios ciudadanos. Por el camino nos enfrentamos a la impunidad y al olvido, a
la incapacidad de crear sociedades libres y conscientes de lo que son.
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