Malos
tiempos para la lírica, cantaban los de Golpes Bajos en 1998, toda una
declaración en un momento en que se había impuesto lo evidente frente a la
esperanza, la aceptación frente a la rebeldía, y se desdeñaba el sentimiento
como forma de ser o de actuar. Las cosas son como son, se aceptaba. Ahora se
diría el tiempo es el que es, que es
lo que se afirma en la serie El
Ministerio del Tiempo, ente creado en esta ficción -¿ficción?- para que la
historia no se modifique, quién sabe si con la intención de que quede claro lo
anterior: que las cosas son como son y que no pueden ser de otra manera, cualquiera
que sea nuestra voluntad o la de las generaciones anteriores.
Claro que eso de que sean
malos tiempos para la lírica tal vez no sea tan cierto. A través de la lírica
se transmiten sentimientos y se busca despertarlos en el receptor. El autor,
porque hablar de lírica nos remite a bote pronto a la literatura, sea poeta o
narrador, bardo o cantor, comparte su sentir. Si es ágil, si es sutil y agudo,
despierta en el lector o en el oyente un mismo sentimiento o sentimientos
análogos. Es esta lírica, a todas luces, la que sufre de malos tiempos porque
la literatura ya no le interesa a casi nadie, se desdeña o se considera como
mucho un mero barniz, un ocio, un entretenimiento, pero la lírica se ha
trasladado a otros ámbitos, el de la política, por ejemplo, que parece moverse
a golpe de sentir desenfrenado y de ahí que se pueda ser a veces partidario de cualquier cosa
y de su contrario, y se defienda tal cual, sin complejos, sin sentido del
ridículo. Aunque esto se deba más bien a que son malos tiempos para el
pensamiento.
Claro que eso del empleo
de la lírica como expresión política, esto es, el uso del sentimiento más
primario tampoco es cosa de nuestros tiempos (malos o buenos da igual, son los
que son), ha sido sin duda un recurso de otros momentos, de otros tiempos. Saint-Just, pomposo, histriónico, enfático y
grandilocuente, afirmaba en 1793 que el
pueblo francés vota la libertad del mundo. Con tal declaración es fácil
comprender que en nombre de la libertad y de la democracia, de la igualdad y de
la fraternidad se cortasen cabezas, se persiguiera a quienes pensaban diferente
o no tenían muy claro lo qué pensar y, a la vuelta del siglo, con el mandato de
tal votación, Napoleón Bonaparte se dedicara a invadir países. No sé si es
oportuno añadir que de esos tiempos, de esos discursos encendidos y ampulosos
vienen nuestra democracia actual, legalista y representativa, forjada por tanto
a golpe de guillotina y de líricos discursos. Con ello tampoco es que se esté
apoyando o aceptando la violencia como método político, nada más lejos. Pero a
veces estar inmerso en una vigorosa dinámica impide ver las cosas con una
mínima crítica y puede que el tiempo nos dé esa patina que permite distinguir
grandes grumos de horror y de ridículo en la sopa de la historia.
Pero tampoco con lo dicho
se debe deducir que el sentimiento sea mala compañera de viaje en este actuar
en el mundo. El sentimiento de horror ante las injusticias, de rechazo a la
opresión, de caridad -sí, también de caridad: Fernández Buey la reclamaba para el
rebelde y el revolucionario- ante las víctimas de este mundo, que es el que es,
está sin duda en la base de todo planteamiento político o de vida. En la
película Another Country (1984) dos
estudiantes de un colegio de élite se unen por su condición de outsiders. Uno es homosexual y no lo
esconde; el otro, comunista. La actitud un tanto exhibicionista del primero le
lleva a enfrentarse a la estrecha moral del momento, los años treinta del siglo pasado, y el amigo le aconseja
recatada contención. No puedo, se defiende aquel, es homosexual y así es su
sentimiento, no lo va a reducir a la nada; el comunista le replica que eso es
imposible, no hay sentimiento verosímil y admisible en el comportamiento
humano, la razón ha de ser el único faro para su conducta, para su estar en el
mundo, es lo que parece sugerirle, y la respuesta, entonces, le deja sin
replica posible: ¿tú eres comunista
porque lees a Marx o lees a Marx porque eres comunista?
Visto también en qué
acabó el sueño comunista, tanto en su vertiente racional como emocional, pero
institucional en ambos casos, tampoco es para echar cohetes. Al final se podría
imponer la tentación de rechazar razón y sentimiento, aunque no parece posible
escapar a su incidencia. Imposible por inevitable, digo. Seguimos moviéndonos a
golpe de sentimiento, más en estos nuestros tiempos, la racionalidad no está
muy valorada, su sueño crea monstruos, pero tampoco nos lleva a nada bueno, más
cuando, ya se ha dicho, ni siquiera hay quien intente evitar, o disimular al
menos, las contradicciones: se defiende al mismo tiempo una posición y su
contraria; movidos por la marea a veces no escuchamos ciertos argumentos
-¿argumentos?-, como pretender que ciertas decisiones no supongan consecuencias
o que la obtención, muy legítima por cierto, de independencia no conlleve que los ciudadanos del nuevo país dejen de mantener el pasaporte del país del que se independizan, que algunos
dirigentes lo han llegado a formular tal cual. Claro que, frente a ellos,
quienes se basan en la más pura racionalidad legal y la defensa de la ley y el
orden democráticos no dudan, como sus precursores de la Francia revolucionaria,
aunque sin tanta crudeza, por fortuna, en emplear la fuerza para mantenerlos.
Casi es mejor lo de aquellos, al menos nos reímos del o con el ridículo.
Se echa de menos esa
racionalidad que planteaba Tomas Moro en la que la razón estaba al servicio de
la ley natural y era la herramienta para la belleza y la felicidad. No es
casual que Moro viviese en unos tiempos también muy turbios, pero que no eran
en absoluto malos tiempos para la lírica, no pocos fueron los autores que
acudieron a la literatura, a una prosa muchas veces lírica, para formular sus
tesis, Utopía sin ir más lejos no
deja de ser una pieza literaria, y lo mismo hizo su amigo Erasmo de Rotterdam,
uno de los pensadores cruciales del siglo XVI, o en España Alfonso de Valdés,
con sus dos libros en forma de diálogos, al estilo de los clásicos griegos, en
los que analizó el pensamiento y la política del momento.
Pero estamos en el mundo
en que estamos, eso es inevitable y hay que partir de ahí. Aceptarlo es preciso
para entender las cosas del mundo. Aunque Giorgio Bassani recomienda que «en la vida, si alguien quiere comprender,
verdaderamente comprender, cómo marchan las cosas de este mundo, se debe morir,
al menos una vez». Morir en el sentido metafórico, claro está, que es el volver a nacer bíblico, lo que
conlleva cuestionarlo todo, partiendo de uno mismo y así desmontar la realidad
como si pudiera trocearse como un puzle, aunque intentando que las piezas no
coincidan y así impedir que las cosas vuelvan a ser iguales. Pero sin más
lírica y menos épica no parece que vaya a ser posible.
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