jueves, 31 de agosto de 2017

Etienne Jamet

No gozaba de buena fama en Cuenca, a pesar de ser un excelente artesano y escultor. Desde que llegara a España, hacia 1532, por entonces apenas un joven aprendiz, había recorrido buena parte del país, aposentándose al final en la capital conquense. Hasta había logrado variar su nombre original, Etienne Jamet, y castellanizarlo: pasó a ser conocido como Esteban Jamete. Aun cuando en los talleres pasaba por ser un hombre airado, malhumorado, y por tener también fama de bebedor y de trato difícil, nadie podía negar su destreza en su trabajo de tallista e imaginero. Ya había llamado la atención por su labor en el Palacio de Dueñas, en Medina del Campo, pero fue en Úbeda donde se ganó su prestigio como artista. Colaboró con el arquitecto Andrés de Vandelvira en la Sacra Capilla del Salvador y logró dar su impronta en el estilo de la escuela vandelviresca, en el desarrollo de la figura humana como decoración.

Marchó a Cuenca, donde se estableció y trabajó. Ahí colaboró en las obras de la Catedral de Santa María. Se casó en segundas nupcias con María Fernández de Castro, aunque su relación con ella se fue deteriorando, en parte por el carácter irascible del artista. Cuenca era una ciudad mediana, pero con cierto atractivo para artistas, escultores y vidrieros de toda Europa, entre ellos el carpintero Hance de Brabante o el escultor flamenco Hans o Juan Giralte, que pasaron por esta ciudad.

La presencia en España de numerosos europeos, entre ellos muchos artistas, pero también comerciantes y operarios de todo tipo que acudieron a las obras en una emergente Castilla, no estuvo exenta de ciertos problemas. A mediados del siglo XVI ya se había estabilizado la reforma espiritual y eclesial que iniciara en 1517 Martin Lutero, buena parte de Europa se había adherido al luteranismo, pero también se expandían otras corrientes, como la calvinista y otras corrientes menores, así como también los anabaptistas, disidentes tanto del catolicismo como del protestantismo. Así que sobre los extranjeros se posó la sospecha de la fe.

España no estaba exenta de los “peligros” de la disidencia religiosa. Tampoco los españoles lo estaban. De hecho, a principios de ese siglo el erasmismo se había expandido por Castilla entera, se estudiaba las obras de Erasmo de Rotterdam en numerosos cenáculos y grupos a lo largo y ancho de toda Castilla. Se habían extendido también grupos de oración y estudio que se agruparon bajo el nombre de los alumbrados, aunque mostraban entre ellos no pocas diferencias. Hubo incluso pequeñas herejías, como la de Durango, en Vizcaya, todo lo cual muestra hasta qué punto hubo en aquel tiempo un debate real, amplio y profundo sobre la espiritualidad y una búsqueda de las esencias del cristianismo con una intensidad que superaba incluso a otros lugares de Europa. Participaban en ella personas de todos los espectros sociales, desde gentes del pueblo llano -agricultores o peones, pequeños comerciantes o empleados públicos- hasta personas de alcurnia, nobles, intelectuales, importantes mercaderes e inclusos altos cargos eclesiales. Hasta algunos inquisidores generales, como el Cardenal Cisneros o Alonso Manrique, compartieron y profundizaron las teorías de Erasmo.

Durante varios lustros la pluralidad del cristianismo ibérico, en concreto el del Reino de Castilla, era enorme y sin duda se llegó a respirar en algún momento una absoluta libertad ideológica y religiosa. Sin embargo, la construcción de un nuevo modelo de organización política determinó que muy pronto comenzara a cercenarse esta amplitud de miras. La construcción de los Estados modernos requirió de la máxima unidad posible, en todos los ámbitos. Qué duda cabe que siempre es más fácil gobernar una sociedad desde la homogeneidad que desde la pluralidad, más cuando la religión devino la argamasa con que unificar ideológicamente el Reino de Castilla y Aragón. Ya en 1478 una bula papal autorizó la constitución de la Inquisición castellana, cuyo objetivo fue entonces controlar las prácticas de los conversos, aquellos judíos que se convirtieron al catolicismo, y de los primeros cenáculos alumbrados, algunos de los cuales divergían bastante de la doctrina que Roma pretendía imponer a los países de fe católica. Después de aquella fase de libertad que se vivió a principios del XVI, hubo un golpe de orientación de la mano de la Contrarreforma y se encargó a la Inquisición que controlara y persiguiera a través de su red de tribunales la presencia de protestantes en España.

Es evidente que allí donde se pretenda extirpar ideas, hábitos y maneras poco acordes a la ortodoxia, en pleno proceso de construcción del Estado, serán los extranjeros, sobre todo si son artistas o intelectuales, tan avezados ellos a las novedades y a las disquisiciones, los primeros en despertar no pocas sospechas. Más si provenían de zonas en los que se había aposentado cualquiera de las doctrinas disidentes. Pero además la Inquisición había creado una red de informantes, de personas que denunciaban comportamientos sospechosos y que carecían en su acción de pocas consecuencias para sí. Hay que tener en cuenta que una denuncia no era una acusación. Quien acusaba había recibido un daño, era víctima de un delito y tenía por ello derecho a una indemnización por el mal causado, pero podía procesársele en el caso de falsa acusación. Sin embargo, quien denunciaba no era alguien que hubiese sufrido un daño en sí o en sus familiares, se trataba más bien de un testigo de un comportamiento anómalo, no percibía indemnización alguna por la denuncia, pero tampoco se le procesaba en el supuesto de demostrarse que su denuncia no se ajustaba a la realidad. Además, la denuncia se podía mantener en el anonimato.   

Ni qué decir tiene que un sistema así no da muchas garantías. Hoy lo tenemos más o menos claro, aunque no tanto si nos atenemos a la tendencia por parte de los Estados a disminuir tal garantismo, con la anuencia muchas veces de eso que llaman la opinión pública, en un momento además de suma tensión por los brutales atentados y en el que se despiertan recelos y no pocas sospechas contra los extranjeros. Pero en aquel momento era percibido como normal.

A mitad de la década de los cincuenta del siglo XVI se intensifica la persecución de los protestantes en España. Muchos alumbrados y no pocos erasmistas habían dado el paso y asumieron como propias las tesis de los reformados. Se iniciaron autos de fe en Valladolid y en Sevilla, dos ciudades en las que la presencia de protestantes fue importante. La mayoría eran españoles, pero se investigó los vínculos con extranjeros a quienes se acusó de portar textos e ideas sospechosas de herejía.

En abril de 1557 se inició una inquisitio contra Etienne Jamet. En la investigación y posterior juicio intervinieron el inquisidor Diego García del Riego y el licenciado Moral y se atendió a numerosos testigos que hablaron de las malas formas, del carácter irascible y de la manera de actuar, tan sospechosa, del artista. Se tomó declaración a su suegro, que no habló desde luego a su favor, recuérdese que la relación entre el escultor y su esposa no era a todas luces muy pacífico y seguramente, si tal era el caso, tal relación iba en detrimento de María Fernández de Castro, algo que sus familiares sabían. Pero se habló también de las declaraciones públicas de Esteban Jamete: «a solo Dios se había de rezar e no a los santos, porque los santos no son quién para dar nada o para alcanzar nada» afirmó el escultor, según se recoge en las actas. También se tuvo en cuenta la traducción al francés de los salmos realizados por Clément Marot que al parecer guardaba Jamete entre sus libros, se decía incluso que los había traducido verbalmente al castellano, junto a otro libro, Propalladia, una apología erasmista de Bartolomé Torres Naharro publicada en 1517. Se recordó también que el escritor era de Orleans, ciudad en la que el predicador Jean Calvin intensificó su doctrina cristiana y que era una región donde la herejía protestante se había enraizado.


Esteban Jamete negó tales acusaciones, proclamó su fe católica y adujo que las declaraciones de los testigos se debían más bien a odios y rencillas, a envidias entre artistas, a prejuicios contra él. Algunos historiadores actuales, por ejemplo Richard Kagan o Abigail Dyer, en su obra Vidas Infames, cuestionan en efecto que fuera protestante, como lo fueron por el contrario algunos de sus contemporáneos, como el platero Alexandre del Vago que vivió en casa del escultor. Todo lo más compartía algunas tesis de los erasmistas que había incorporado a su ideario, algo por otro lado habitual en aquel tiempo, que se mezclasen prácticas diversas en un bricolage que se pretendía pasara desapercibido. No obstante, se le condenó a la excomunión y el tribunal declaró que tenía derecho a librarle al brazo secular de la justicia civil para que se le ejecutase -la Inquisición nunca derramaba una gota de sangre y menos aún aplicaba las penas de muerte-, pero al final se le perdonó si abjuraba de sus errores, algo que hizo, condenándosele a portar un sambenito durante un tiempo, a cien latigazos, a la confiscación de sus bienes y a la asistencia obligada a misas y romerías. Moriría unos años después, el 6 de agosto de 1565, ajeno por entonces a sus glorias artísticas, apartado ya del mundanal ruido.

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