viernes, 18 de agosto de 2017

Touré en el Bilbao tropical

Desde las Siete Calles o desde Atxuri, desde los caserones de Solokoetxe, en el incipiente Santutxu, o desde Bilbao la Vieja, también desde varias de las enrevesadas calles de San Francisco era posible ver aquella montaña pelada cuyo interior estaba compuesto por una sucesión de galerías en las que se extraía hierro. Hasta mediados del siglo XX sus mineros siguieron aportando el valioso y necesario material que se transportaba por la ría hasta los Altos Hornos. Poco a poco se redujo su actividad, el hierro se agotaba y era además de peor calidad. Fue en 1995 cuando se echó el cerrojo definitivamente: Emiliano Valdizán, el último minero, se encargó de cerrar la mina de San Luis, desde hacía ya años sin actividad al igual que, antes, la Mina Abandonada o la de Malaespera. El año anterior ya se preparó el proyecto de reforma de la zona, un proyecto muy ambicioso de creación de todo un barrio. Las antiguas calles de Miravilla, aquellas casas de mineros pegado a Bilbao la Vieja, se transformaron, al igual que el terreno pedregoso y baldío desde el cual, se dice, Unamuno gustaba de mirar Bilbao, en Miribilla, un barrio nuevo, tal vez un tanto desangelado, de casas amplias, edificios enormes y avenidas anchas con paseos en medio, algunas calles peatonales, tranquilas, apacibles, sin duda silenciosas, y un parque enorme donde pasear, leer y contemplar, allí abajo, como varios lustros antes el ínclito profesor, Bilbao.

Touré, de la mano de Jon Arretxe, su creador, contempló alguna que otra vez desde ese moderno lugar ya construido su pequeño San Francisco, el barrio al que había llegado ya comenzado el siglo XXI, en el que vivía en un piso compartido con otros africanos, negros como él. San Francisco es ahora un barrio tribal: negros de diferentes etnias, magrebíes, rumanos, chinos, gitanos (estos del lugar) y los primeros paquistaníes que llegan a la ciudad del norte y comparten la zona central del barrio, todas esas tribus compartimentan sus espacios, los viven a pie de calle. Los negros se concentran más en la parte final de la calle San Francisco, que es como la calle mayor del barrio, cuando se llega a la plaza Franklin que da a las vías del tren, de momento a cielo abierto, entre la estación de Abando, a la derecha según se va a la Plaza Zabalburu, y el apeadero del mismo nombre, Zabalburu. El puente de Cantalojas cruza sobre las vías, supera la falla, y un poco más allá se llega al Bilbao de los blancos.

Las tribus de San Francisco no suelen verse mucho en los otros barrios de la ciudad, con la excepción tal vez de los chinos que se concentran más junto a la Plaza de toros de Vistalegre y se sitúan poco a poco por Hurtado de Amezaga o la calle Fernández del Campo. Salen de tanto en tanto, eso sí, para trámites y trabajos no siempre reglamentados, sobre todos quienes a falta de papeles no les queda otra que trapichear, buscarse la vida, vivir de lo que sea. Como le ocurre a Touré, que se gana el arroz a veces con la magia, a veces con el canto (con el cante) operístico, a veces con la mera compañía, pero sobre todo con la investigación criminalística.

Como buen detective, aunque sea de pega, o por el hecho de vivir en los márgenes de la sociedad, sin papeles, sin dinero, sin perspectivas de futuro, a salto de mata, tiene que desarrollar, Jon Arretxe bien lo ha querido así, las dotes observadoras. No sólo eso, ha de conocer el medio por el que se mueve. Eso le permite apreciar las distintas capas de la ciudad y también se hace una idea de que el tiempo pasa y cambia no sólo a las personas, también la urbe. Sabe que San Francisco tuvo su época de esplendor, cuando corría el dinero y a veces los mineros obtenían sus pluses del alirón y se lo gastaban en tabernas y ropa, en saraos y en la Palanca, con las mujeres doblemente marginadas de la calle Cortes. Todo aquello fue el pasado, luego vino otra época de deshonra y oprobio, de miseria y desesperación, de yonkis en busca de su dosis diaria, la heroína hizo estragos en la ciudad del norte, y el duro final de toda una generación permitió que las casas que quedaban vacías fueran ocupadas por la migración de allende los mares que comenzó a llegar con el cambio de siglo.

Touré conoce esta nueva etapa, la de los migrantes que salen adelante con trabajo duro o con trapicheos variados, algunos de ellos ilegales, y tal vez sospecha que San Francisco, como le ocurre a barrios de similares características en otras ciudades, acabará siendo la zona de moda para jóvenes esteticistas, profesionales y con dinero que ocupan ya algunos rincones del barrio, junto a la ría o en Bilbao la Vieja, a los que acompañan en su aposentamiento bares de diseño y tiendas de moda o librerías y cafés (mal)llamados contraculturales con un punto chic.

Touré contempla la orgullosa ciudad del norte y, sin enjuiciarla y mucho menos juzgarla, va desgranando su realidad, sus contradicciones, sus zonas oscuras. Las novelas policiacas contribuyen en muchas ocasiones a la crítica social, ocurrió en épocas de represión, aprovechando el resquicio de que lo policiaco se consideraba un género menor (y no hay géneros menores o mayores, mejores o peores, sino buena o mala literatura, permítaseme la cursilería). Pero Touré desde luego no es un detective al uso, con un toque amargo y una visión cínica de la realidad, sino un paria, un desterrado, sin papeles, capaz de estafar vía métodos mágicos que ni él mismo se cree a quien quiera pagar por tales zalamerías, puede incluso llegar a vender su compañía, aun cuando no responda del todo a los tópicos erotómanos del hombre negro. Busca, eso sí, lo de todos, ganarse la vida, divertirse, amar y ser amado, ayudar a quien lo necesite, no complicarse demasiado la existencia, él a quien de por sí todo se le complica con excesiva facilidad.


De este modo, Touré recorre una ciudad, Bilbao, que como tantas otras ciudades corre el peligro de convertirse en un mero escenario, una caricatura de sí misma, aunque de momento conserva las esencias, si es que existen las esencias en algún lugar. Jon Arretxe, a quien parece gustarle también los viajes, logra que Touré contemple la ciudad como un viajero, casi como un sagaz antropólogo, y a veces es él quien observa a los nativos como una tribu extraña a la que intenta comprender a partir de esos universales que, suele decirse, existen en cualquier ser humano. Claro que hay demasiados muros, demasiadas fallas y a veces muy pocos puentes. Bilbao, esa ciudad tropical que cantaban los Skimales, tampoco iba a ser una excepción.

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