«Se trata de llegar a lo
desconocido por el desorden de todos los sentidos». De haberla conocido, sin
duda Cervantes hubiera estado de acuerdo con la afirmación de Rimbaud. De
hecho, a través de ese rechazo del poeta francés a la lógica, de su denuncia de
la razón que nos esclaviza desde el discurso político y social tradicional, del
que no escapan tampoco muchos proyectos revolucionarios y utópicos, podemos
entender los mecanismos mentales del Quijote, podemos conocer ese desorden
interno del pretendido loco, insatisfecho de la existencia ordenada y
cotidiana. «El buen sentido nos dice que las cosas de la tierra no existen más
que bien poco y que la verdadera realidad no existe sino en los sueños» escribe
por su parte otro poeta de los llamados malditos, Charles Baudelaire, en Les Paradis Artificiels, esos paraísos
artificiales que buscaba también el hidalgo Quijada, en cuya biblioteca bien
hubiera podido estar este libro.
Cervantes nos hace creer
que su personaje pierde la razón. Ve gigantes donde hay molinos y no hace caso
a su escudero Sancho, esa voz sensata a ras de suelo, al menos en los primeros
días de su compañía, que se lo grita, son molinos de viento y no gigantes, ni
siquiera se hace caso a sí mismo cuando estaba ya cerca de las aspas del molino
que le vencen indiferentes. Cuando es evidente lo que hay, la realidad se
impone y hiere, imposible romper la lógica y la razón. Entonces, el hidalgo
caballero acude al sabio Frestón para entender lo que la materia indica, es el
genio maligno que lo desdibuja todo y nos confunde.
Ante este panorama, cómo
observar la realidad, cómo creer que hay alternativas si no somos capaces de
delimitar lo que vemos. El sueño de la razón produce monstruos, en efecto, Goya
acertó de pleno en el nombre que dio a uno de sus grabados, sin duda el Quijote
hubiese dado una interpretación muy acertada a las series goyescas y puede que
acabase compartiendo sus visiones. Es la realidad la que supera el intento de
llegar a lo desconocido, es esa razón y esa lógica de las que somos incapaces
de despojarnos, aun cuando hayamos contemplado, e incluso los hemos sufridos,
todos los monstruos, las que nos derrotan, incapaces de emanciparnos de la
monstruosa razón.
Los monstruos representan
pasiones, riesgos, conflictos, lances, vicios, tal vez hasta la lucha contra
ellos nos muestren virtudes, nuestras propias virtudes y la fuerza para
combatirlos, para encararlos y tal vez, cabe siempre la posibilidad,
derrotarlos. Tradicionalmente los monstruos están fuera de nosotros mismos, nos
enfrentamos a ellos. El psicólogo Paul Diel sitúa a los monstruos en el mismo
ámbito que los mitos, aun cuando éstos tengan un sentido iniciático, explican
la causa primera de la vida. Pero aquellos nos confrontan como un espejo a lo
que somos.
Sin embargo, los gigantes
que ve el hidalgo caballero Don Quijote no son la transmutación de los molinos,
sino que están en su mirada, o sea, dentro de sí, del mismo modo que conceptos
como la belleza, el bien o la bondad, también sus contrarios, se encuentran en
la mirada, dentro de cada cual, en la más pura subjetividad. En esto radique
quizá una de las modernidades de la obra de Cervantes, en que las batallas del
hidalgo caballero sean más dentro de sí, aunque luego se reflejen en el
exterior, muy al contrario de lo que pasaba con Heracles y sus doce trabajos o
con Belerofonte que se enfrenta a la Quimera. Y en ese rasgar el interior de
uno mismo se acerca Cervantes a otro precursor de la mirada interna, a Don Juan
Manuel cuando escribe el cuento del deán de Santiago que acude a don Illán para
conocer su destino y en un magnífico juego con el tiempo, externo e interno al
mismo tiempo, diferentes los dos, le muestra su futuro, que el deán cree real,
pero no lo es, todo sucede en unos pocos minutos, como esos sueños que nos
parecen extenderse en horas y días, pero que duran apenas unos segundos.
Todo lo cual nos lleva a
preguntarnos si es posible superar la subjetividad, si podemos distanciarnos de
nuestras propias y únicas miradas, si podemos ir más allá de las realidades no
cognoscibles, y no sólo distinguir lo real, lo que nos rodea, sino además
modificarlo, transformarlo, crear algo nuevo. El Quijote, a base de golpes, de
batallas imposibles, algunas ridículas, otras no exentas de heroicidad y alguna
dosis de sentido, acabó asumiendo el mundo tal cual, aunque eso le llevó a la
muerte. Su búsqueda de un mundo diferente, de un ideal, no parece que
transformara el mundo, su mundo. Tal vez quepa pensar que esto ocurre porque en
su caso el éxito, si es factible hablar de éxito o de fracaso, fuera haber
emprendido la aventura, vivir como un anacrónico caballero andante, no
limitarse a la mera cotidianidad, al mero pasar del tiempo, que es la muerte
antes de la muerte.
En este sentido, vanos
han sido también los intentos de crear mundos diferentes. En gran medida el
lema «otro mundo es posible» se ha mostrado falaz, ilusorio e irrealizable. La
realidad nos devuelve la imagen de una derrota permanente y vuelve acertada,
incluso aguda, la afirmación de Louis Talot: «Hemos pasado rápidamente de la
esclavitud a la libertad, marchamos más rápidamente de la libertad a la
esclavitud». Sin embargo, tampoco es propicio la aceptación de las realidades
presentes, la realidad real se nos
muestra como una lenta agonía que no lleva a ninguna parte. Al fin y al cabo,
no fueron los gigantes imaginarios los que derrotaron al Quijote, sino los
molinos de viento tan reales, tremendamente reales.
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