lunes, 8 de mayo de 2017

Letras y mundos

Ahora que no sólo se coloca la asignatura de literatura en un borde de los planes de estudio de la enseñanza obligatoria y la convierten en un apéndice de la asignatura de lengua o, directamente, se elimina, como ha ocurrido al parecer con la literatura universal de entre las asignaturas troncales, es buen momento para preguntarse qué incidencia e influencia reales tiene la literatura en nuestra sociedad contemporánea o en cualquier época pasada. No me refiero a la intervención de los escritores tipo Émile Zola con su «J´accuse» o Sartre, altavoz en la mano, clamando por la revolución, sino el papel de las obras en la cotidianidad social, planteando cuestiones claves para el debate público y privado, cambiando valores o introduciendo nuevas fórmulas y modos de sentir.

La cosa va más allá de ser un mero ente referencial con relación a la visión de una sociedad o de un sector social, no se trata de que los españoles puedan dividirse entre quijotescos o sanchos, esto es, idealistas o realistas con tendencia al fatalismo, o que atribuyamos cierto bovarismo a la cotidianidad de cierto tipo de esposas atribuladas por el ostracismo burgués (o de clase media hoy), por dar un par de ejemplos, sino que se trata de saber hasta qué punto la literatura sirve para algo más que para lo que parece que se atribuye en la actualidad, un mero entretenimiento, una oferta más del ocio, repartido entre múltiples posibilidades que nos brinda la sociedad de consumo (¿del espectáculo?).

Tal vez sea una pregunta que haya que formularse ahora mismo, en otras épocas no había tanto motivo, aunque puede que la perspectiva del tiempo edulcore mucho el pasado, lo idealice y uno tienda siempre a echar pestes del tiempo que le ha tocado en suerte y desear vagamente haber vivido en otra época. Sin embargo, parece hoy difícil que una novela (o una película, por hablar de una formato narrativo actual) como La Cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, pudiera incidir tanto en una polémica social, como lo fue el mencionado relato, en el debate sobre la esclavitud en los Estados Unidos, novela que fue sobre todo determinante para la toma de postura de muchos de sus lectores ante algo tan degradante como fue dicha institución. Tampoco es que no haya ninguna repercusión, es verdad, muchas veces una novela o una película permite fijar un debate, como ocurría en aquel mítico programa de la televisión pública española, La Clave. Pero a todas luces no es lo mismo.

Porque no parece haber hoy una gran incidencia de lo literario en la sociedad. Pero la hubo. El escritor francés La Rochefoucauld afirmó «que pocos se enamorarían si no hubiesen oído hablar del amor», y con ello se estaba refiriendo a la invención del amor como invento literario, que lo fue, en el sentido referido, aun cuando nos pueda parecer algo extraño, que la literatura haya creado, forjado y determinado algo tan cotidiano como el amor. Hoy nos parece normal que el amor guíe a las parejas y forma parte del ideal con que crece casi todo el mundo en Occidente. Pero nada más descabellado durante mucho tiempo que el que una pareja se amase. Hablamos de un amor que no es ágape, ni fraternal, sino que nos referimos a eso que hoy entendemos por amor que incluye la atracción, más vinculado a Eros, y un sentimiento que va más allá del afecto, que era lo que como mucho las relaciones de pareja. Porque a lo sumo eso era lo que debía existir, un maritatis affectio, en esa relación establecida entre dos personas, un hombre y una mujer, y que unía riqueza y dominio, propiedades y poder.

Este envoltorio material(ista) del matrimonio ha sido lo normal (y lo normativizado) durante siglos y en cierto modo lo sigue siendo hoy en gran parte del planeta, aunque es evidente que hoy la hegemonía de los valores es más global por obra y gracia del consumo de masas, e inserto en él el ocio y los productos culturales (porque la cultura se ha vuelto una industria).

Esta institución matrimonial, reflejo de un modelo social, político y jurídico imperante, permitió en el siglo XII a los poetas provenzales que jugaran en sus escritos con una modalidad nueva de amor, heredero de otros formatos, menos convencionales, más libres. La atracción carnal ─que nada tenía que ver con el matrimonio─ se une al sentimiento amoroso y se le da un formato que refleje la sociedad de su tiempo. El poeta corteja a la dama, su domina o dueña, esto es, le hace la corte, porque de lo que se trata es de utilizar el sistema medieval existente, el de la corte ─las cortes de los reyes, tan lejanas, pero también, a pequeña escala, las cortes señoriales o feudales─ para abrir una brecha allí donde la institución del matrimonio no llegaba, a lo sentimental. De este modo, aquello que se rechaza para el matrimonio, según Andreas el Capellán en su Arte Honeste Amandi, esto es, el amor carnal, se establece para el amor de lonh, lo que Gaston Paris denominó siglos después amor cortés, porque imita a la institución.


María de Champaña, hija de Leonor de Aquitania, cuando la poesía provenzal se había extendido por buena parte de Europa ─Fernando Fernán Gómez escribió una novela, El mal amor, sobre la llegada a un señorío fronterizo entre Castilla y Aragón de tal sentimiento novedoso─, encargó a Chretien de Troyes que escribiera las normas del amor cortés, lo que el escritor cumplió con su Tratactus de amore. De este modo, surge un sentimiento amoroso nuevo que brota creada por la literatura, la expanden los poetas y pronto los prosistas, e incluso lo institucionalizan los propios escritores. ¿Sería hoy posible algo así?

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