Ahora que no sólo se
coloca la asignatura de literatura en un borde de los planes de estudio de la
enseñanza obligatoria y la convierten en un apéndice de la asignatura de lengua
o, directamente, se elimina, como ha ocurrido al parecer con la literatura universal
de entre las asignaturas troncales, es buen momento para preguntarse qué
incidencia e influencia reales tiene la literatura en nuestra sociedad
contemporánea o en cualquier época pasada. No me refiero a la intervención de
los escritores tipo Émile Zola con su «J´accuse»
o Sartre, altavoz en la mano, clamando por la revolución, sino el papel de las
obras en la cotidianidad social, planteando cuestiones claves para el debate
público y privado, cambiando valores o introduciendo nuevas fórmulas y modos de
sentir.
La cosa va más allá de
ser un mero ente referencial con relación a la visión de una sociedad o de un
sector social, no se trata de que los españoles puedan dividirse entre quijotescos o sanchos, esto es, idealistas o realistas con tendencia al
fatalismo, o que atribuyamos cierto bovarismo
a la cotidianidad de cierto tipo de esposas atribuladas por el ostracismo
burgués (o de clase media hoy), por dar un par de ejemplos, sino que se trata
de saber hasta qué punto la literatura sirve para algo más que para lo que
parece que se atribuye en la actualidad, un mero entretenimiento, una oferta
más del ocio, repartido entre múltiples posibilidades que nos brinda la
sociedad de consumo (¿del espectáculo?).
Tal vez sea una pregunta
que haya que formularse ahora mismo, en otras épocas no había tanto motivo,
aunque puede que la perspectiva del tiempo edulcore mucho el pasado, lo
idealice y uno tienda siempre a echar pestes del tiempo que le ha tocado en
suerte y desear vagamente haber vivido en otra época. Sin embargo, parece hoy
difícil que una novela (o una película, por hablar de una formato narrativo
actual) como La Cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe,
pudiera incidir tanto en una polémica social, como lo fue el mencionado relato,
en el debate sobre la esclavitud en los Estados Unidos, novela que fue sobre
todo determinante para la toma de postura de muchos de sus lectores ante algo
tan degradante como fue dicha institución. Tampoco es que no haya ninguna
repercusión, es verdad, muchas veces una novela o una película permite fijar un
debate, como ocurría en aquel mítico programa de la televisión pública
española, La Clave. Pero a todas
luces no es lo mismo.
Porque no parece haber
hoy una gran incidencia de lo literario en la sociedad. Pero la hubo. El
escritor francés La Rochefoucauld afirmó «que
pocos se enamorarían si no hubiesen oído hablar del amor», y con ello se
estaba refiriendo a la invención del amor como invento literario, que lo fue,
en el sentido referido, aun cuando nos pueda parecer algo extraño, que la
literatura haya creado, forjado y determinado algo tan cotidiano como el amor.
Hoy nos parece normal que el amor guíe a las parejas y forma parte del ideal
con que crece casi todo el mundo en Occidente. Pero nada más descabellado
durante mucho tiempo que el que una pareja se amase. Hablamos de un amor que no
es ágape, ni fraternal, sino que nos
referimos a eso que hoy entendemos por amor que incluye la atracción, más
vinculado a Eros, y un sentimiento
que va más allá del afecto, que era lo que como mucho las relaciones de pareja.
Porque a lo sumo eso era lo que debía existir, un maritatis affectio, en esa relación establecida entre dos personas,
un hombre y una mujer, y que unía riqueza y dominio, propiedades y poder.
Este envoltorio
material(ista) del matrimonio ha sido lo normal (y lo normativizado) durante
siglos y en cierto modo lo sigue siendo hoy en gran parte del planeta, aunque
es evidente que hoy la hegemonía de los valores es más global por obra y gracia
del consumo de masas, e inserto en él el ocio y los productos culturales
(porque la cultura se ha vuelto una industria).
Esta institución
matrimonial, reflejo de un modelo social, político y jurídico imperante,
permitió en el siglo XII a los poetas provenzales que jugaran en sus escritos
con una modalidad nueva de amor, heredero de otros formatos, menos
convencionales, más libres. La atracción carnal ─que nada tenía que ver con el
matrimonio─ se une al sentimiento amoroso y se le da un formato que refleje la
sociedad de su tiempo. El poeta corteja
a la dama, su domina o dueña, esto
es, le hace la corte, porque de lo
que se trata es de utilizar el sistema medieval existente, el de la corte ─las
cortes de los reyes, tan lejanas, pero también, a pequeña escala, las cortes
señoriales o feudales─ para abrir una brecha allí donde la institución del
matrimonio no llegaba, a lo sentimental. De este modo, aquello que se rechaza
para el matrimonio, según Andreas el Capellán en su Arte Honeste Amandi, esto es, el amor carnal, se establece para el amor de lonh, lo que Gaston Paris
denominó siglos después amor cortés,
porque imita a la institución.
María de Champaña, hija
de Leonor de Aquitania, cuando la poesía provenzal se había extendido por buena
parte de Europa ─Fernando Fernán Gómez escribió una novela, El mal amor, sobre la llegada a un
señorío fronterizo entre Castilla y Aragón de tal sentimiento novedoso─,
encargó a Chretien de Troyes que escribiera las normas del amor cortés, lo que
el escritor cumplió con su Tratactus de
amore. De este modo, surge un sentimiento amoroso nuevo que brota creada
por la literatura, la expanden los poetas y pronto los prosistas, e incluso lo
institucionalizan los propios escritores. ¿Sería hoy posible algo así?
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