¿En qué momento podemos
afirmar que un conflicto social, un conflicto que causa dolor y sufrimiento, un
conflicto que provoca pérdidas irreparables, resquemores, odios y desesperanzas
se cierra de forma definitiva? En España hablamos aún de la guerra civil, de
sus víctimas y de sus consecuencias, que aún despiertan encendidos debates y
heridas, demasiadas heridas, cuando van desapareciendo las generaciones que
vivieron la guerra, no así la larga dictadura que la siguió, aunque empieza a
quedar también lejos en el tiempo. Si hablamos de Colombia, el proceso de
pacificación está recién iniciado y nadie sabe a ciencia cierta cuando lo
podremos cerrar, no los actos de guerra en sí, ya en la práctica inexistentes,
sino la batalla más difícil, la de zanjar los odios y diferencias, la del
perdón y la reconciliación, la de las víctimas que se enfrentan a su situación
de maneras diversas, a veces muy opuestas.
Estos días, mientras se
conmemoraba el octogésimo aniversario del bombardeo de Guernica, se entregaba
el XIII Premio por la Paz y la Reconciliación al presidente de Colombia, Juan
Manuel Santos, y al líder de las FARC, Rodrigo Londoño “Timochenko”, otorgado
por el Ayuntamiento de Guernica y Luno, el Museo de la Paz de Guernica, la
Fundación Gogoratuz y la Fundación Pública Casa de Cultura. Los dos conflictos,
la guerra civil española y el conflicto colombiano, unidos cuando también se
habla desde hace tiempo de cómo afrontar el fin de la violencia en el País
Vasco, en los tres casos centrados en el tema de las víctimas, tan hiriente y
polémico a la vez, cuando en gran medida tampoco está claro el mismo concepto
de víctima.
Hay, es evidente, las
víctimas directas, las que han vivido sumergidas en la violencia, bien porque la
han sufrido en propias carnes, han muerto o han quedado heridos, bien porque
han participado de forma activa en ella, han tomado parte de actos violentos,
causantes de sufrimiento, sí, pero también, en cierto modo, en grados
diferentes, víctimas de esa misma violencia que generan. Hay quienes incluso se
convierten en ambos tipos, son víctimas de la violencia ajena pero también de
los actos violentos que generan. Los son también, de forma incuestionable, los
familiares de quienes intervienen en un conflicto armado, ya sea como receptor
de violencia -víctima física- ya sea como generador de actos violentos.
De todo esto nos habla la
película «Tiempo sin aire», de los directores Samuel Martín Mateos y Andrés
Luque Pérez, realizada en 2015, cuando se estaba ya negociando el proceso de
paz colombiano y faltaba pocos meses para la adopción de los acuerdos entre el
Gobierno de Colombia y las FARC, una de las guerrillas del conflicto. Nos narra
la historia de María (Juana Acosta), enfermera que pierde a su marido, asesinado
por la guerrilla, y a su hija de catorce años, violada por paramilitares y
aparentemente asesinada por ellos, y que sale del país con su hijo pequeño hacia
España con la idea obsesiva de vengarse de un mercenario español (Félix Gómez),
para lo que contará con la ayuda inestimable del psicólogo del colegio donde
estudia el hijo, Gonzalo, interpretado por Carmelo Gómez.
Asistimos a la ardua
labor de María, que busca por todos los medios posibles a ese mercenario a
quien ha visto frente a frente, le ha visto los ojos, crueles y sin piedad,
pero al que vemos también a lo largo de la película como ese muchacho por
completo normal, tierno, enamorado de su pareja, interpretada por Adriana
Ugarte, pareja que va a ser víctima al ser golpeada por un conflicto lejano del
que además no sabe nada. Es una búsqueda la de María a todas luces obsesiva, invadida
por un odio ilimitado que le mantiene, lo dirá en algún momento, viva, lo único
que le da sentido a la vida, una vida en la que no cabe aparentemente el perdón
y la reconciliación, algo de lo que se habla mucho en los procesos de paz,
fundamental para que la paz sea de verdad y no un mero escenario sin actos
violentos, que ya sería importante, pero no es suficiente. Pero asistiremos a
un proceso interno de María, en compañía en algún momento de la esposa del
mercenario, ambas en busca también de una verdad sobre la que reconstruir su
espacio vital.
Se trata de una historia
de venganza, pero en el que cabe hablar también de duelo y de perdón, en la que
hay también sus secretos, sus partes ocultas, aquello que no se cuenta, que
cuesta sacar, que se va descubriendo, cuando se descubre, muy poquito a poco.
Se trata de un relato que afecta a Colombia, pero que hubiera podido ocurrir en
toda España durante la guerra civil, en el País Vasco hasta hace poco más de
cinco años, u hoy en Siria, en Iraq, del mismo modo que ocurrió en los Balcanes
o en tantos y tantos lugares. Una vez más lo local se convierte en universal y
es atemporal. Condición humana, dirán algunos, no sin bastante razón.
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