Como se ha señalado en la nota anterior, los siglo XVI y XX fueron dos momentos en que la religión adquirió una notable presencia en la sociedad española. Surgió en ambas épocas una más que notable posibilidad de reforma y renovación en el cristianismo hispánico, una profunda introspección de la fe cristiana que, sin embargo, se truncó al cerrarse el catolicismo en un mero ritualismo oficializado por una jerarquía que, por desgracia, se hallaba más atenta, salvo honrosas excepciones, en el poder terrenal que en lo espiritual. Interesó una imagen homogénea del país que se pretendía una unidad firme y luminosa que, como una roca en la fe católica, apostólica y romana, se presentaba ante el mundo como un Estado que se tomaba muy en serio su objetivo evangelizador y hasta se autoproclamó en algún momento reserva espiritual de Occidente. Un español, para serlo de verdad, debía profesar una fervorosa fe católica sin ambigüedades ni dudas y aquella España católica, nacional-católica cuando se consolidó el concepto de nación, decidió no sólo prohibir y perseguir cualquier forma de disidencia cristiana por leve que fuese, no digamos otras confesiones o la manifestación del agnosticismo o el ateísmo, sino además borrar de un plumazo el recuerdo y la envergadura de un debate plural y rico.
Tal fue el empeño de esta revisión del pasado, de esta obligación del olvido, que el siglo XVI, el más distante en el tiempo -y la distancia es el olvido, escribió Borges-, nos aparece hoy, salvo para los estudiosos de la historia o de la literatura de la época, como una época homogénea, sin discrepancias ni brechas. Nada más lejos de la realidad. El siglo XVI, que podríamos también llamar el siglo del misticismo o de los místicos, vivió un momento de viva efervescencia en que surgieron no pocos cenáculos, grupos y corrientes que buscaban una fe más íntima, más acorde con el mensaje evangélico, menos ritual y normativa.
Para entender la eclosión de estos movimientos de reforma, dentro y fuera de la Iglesia, hay que tener en cuenta la situación de la sociedad y del clero, también el momento político que se vivía. A finales del siglo anterior se produjo un proceso de unidad territorial que llevó primero a una unión real entre Castilla y Aragón por vía matrimonial: se casaban Isabel de Castilla y Fernando de Aragón; después se produjo la victoria sobre el último territorio árabe que quedaba en la península, el reino nazarí de Granada, en 1492, y la ocupación del Reino de Navarra, en 1512. Se iniciaba así un proceso de unidad territorial que se produjo también en otros países europeos y que dio paso a una organización política que requirió, a diferencia de otros modelos históricos de organización política, de una firme homogeneidad que se fraguó de un modo más intenso con el tiempo y que se podía resumir en una fórmula que se aplicó tiempo después: un Estado, una lengua, una religión.
El final de las guerras dentro de la península y una mejora en la agricultura que repercutió en una relativa mejora de la alimentación permitió un aumento de la población y ello supuso, al no haber cambios en la economía, un aumento de la pobreza, sin que la aventura americana o las guerras en Flandes llegaran a asumir la mayor población. Mejoró el sistema educativo. Se fundó la Universidad de Alcalá, que tanto influyó en los nuevos aires intelectuales del país. El clero crecíó, siendo un destino al que se destinaban no sólo los hijos que no heredaban o no se encuadraban en el ejército y que veían en la Iglesia, muchas veces, unas posibilidades de ascenso social por vía de la jerarquía eclesial, sino también buena parte de la población pobre que vio con ello una vía de mejora y de influencia sociales. No se trataba por tanto de una vocación, sino de una alternativa vital. Se dieron en gran medida casos de corruptelas tanto en el alto clero, con ansias de medrar en´los ámbitos de poder, como en el bajo clero. La literatura oral y popular de la época recoge en gran medida esta situación de degradación eclesial, pero también la literatura escrita, por ejemplo El Lazarillo de Tormes, anónimo -aunque se debate sobre su posible autoría- o El diálogo de Carón y Mercurio, de Alfonso de Valdés, con no poca ironía y bastante crítica, incluso condena.
Frente a ello, como se ha dicho, se extendió la necesidad de una búsqueda de respuestas que permitieran una fe más acorde con las Escrituras, una espiritualidad más sincera y evangélica que se tradujo en la aparición de numerosos grupos que se reunían para orar y estudiar los Textos Sagrados. A ellos acudieron hombres y mujeres, pertenecían a todos los estamentos y profesiones, desde nobles a campesinos o sirvientes pasando por comerciantes, altos funcionarios y clérigos. Algunas corrientes consiguieron una presencia enorme en la sociedad española, como la de los erasmistas, los seguidores de Erasmo de Rotterdam, autor católico holandés que no tuvo en ningún otro país europeo, como él mismo reconoce en una carta a Tomás Moro, tantos seguidores como en España. Hubo profundos movimientos de reforma en las Órdenes Religiosas, como las del Carmelo o la de los Franciscanos, e Ignacio de Loyola funda la Compañía de Jesús. Hay otros cenáculos más pequeños que surgen por toda Castilla y Extremadura, agrupados muchos de ellos bajo el calificativo de alumbrados pero que son en muchos casos heterogéneos en las ideas: recogidos, dejados, iluminados o molinistas. Aparecen por último núcleos abiertamente protestantes, próximos a los planteamientos de Lutero o de Calvino. Dos adquirirán una relativa importancia: el núcleo de Sevilla, muchos de ellos monjes del Monasterio de los Jerónimos, y el de Valladolid, cuyos miembros son en gran parte laicos con profundas convicciones evangélicas.
A este último núcleo, el de Valladolid, dedicó Miguel Delibes su última novela, El Hereje, todo un monumento literario y sin duda una de las mejores obras españolas del siglo XX. Narra la vida de Cipriano Salcedo, nacido el 31 de Octubre de 1517, el mismo día en que Lutero clavaba su protesta en la Iglesia de Wittenberg, próspero comerciante y que vivirá uno de los más apasionantes capítulos de la historia religiosa castellana. Recoge el ambiente en que se forjó y se desarrolló ese núcleo, el ambiente social y cultural de Valladolid, la forma como comenzaron a expresar su fe, tras reflexiones profundas acerca del Evangelio, la influencia de la famila Cazalla en la constitución de esta nueva iglesia que al final será reprimida por un Estado que no iba a permitir la herejía. La novela acaba con una impresionante descripción del auto de fe con que terminó la historia del incipiente protestantismo castellano.
Escrita en el siglo XX, la novela de Miguel Delibes es sin duda una de las últimas obra de temática religiosa, en un siglo que vio también renacer una búsqueda de Dios más individual e influencia por la experiencia tremenda del silencio de Dios, que tanto angustia al creyente, tal como expresa la poesía de José María Valverde y que será también un tema sobre el que escribirá Miguel de Unamuno. De este modo, la literatura nos permite conocer una infrahistoria que el olvido, tal vez no tan casual, y el laicismo al que ha tendido España a finales del siglo XX y en la actualidad nos desvirtúan, en un capítulo tan trascendental de la historia del país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario