sábado, 12 de marzo de 2016

Nostalgia

La razón fue un rapto de locura de los dioses, que en un instante efímero dejaron de creer en sí mismos. En ese instante, abandonaron su instinto y permitieron que la lógica dominara sus vidas. Comenzaron por el lenguaje, poco a poco dejaron las metáforas y las parábolas, buscaron explicaciones con las que procuraban una vana satisfacción vital. Pero se sintieron vacíos y, a medida que se imponía la racionalidad, llegaron a sentir el dolor, no del cuerpo, ni de la carne, ni de los músculos, sino de algo intangible pero que a medida que se imponía dentro de sí les hundía en el llanto y la pena. Dejaron de ser dioses. Y los humanos que nos relacionábamos con ellos dejamos de ser héroes.

En ese momento Álvaro se calló y los tres nos quedamos en silencio ante la bahía. Al otro lado, vimos las luces de Santurce y Portugalete. El mar era como un agujero negro. No había luna. Nos estiramos sobre la hierba y Lorena se apretujo a mi lado. Qué triste y qué bello, susurró. Ojalá siempre estuviéramos así, pensé. No sé si lo llegué a decir. Pero al día siguiente de nuevo nos íbamos a separar. Lorena regresaba a Berlín, a su trabajo en una empresa de ingeniería, Álvaro volvía a Londres, a continuar con sus trabajos precarios, a afirmar en sus largas y afligidas cartas que la vida carecía de sentido y sobre todo a escribir, escritor maldito cuando dejaba la mitología y los sentimientos hermosos, mientras que yo partía para Lisboa, a retomar mis clases. Dejábamos de nuevo Algorta, ese rincón de Vizcaya donde habíamos crecido, inseparables los tres. 

Recordé que cerca de allí, en la playa, habíamos prometido nunca separarnos. Estaremos siempre juntos, nos dijimos cuando acabamos el Instituto, pero qué efímeras son las promesas de los humanos, consideré aquella noche imitando el tono lírico-mitológico de Álvaro, nos habíamos separado, forzados por las necesidades, cierto, pero incapaces de mantener nuestra palabra. Nuestra primera despedida fue también triste. El vino y la cerveza apenas disipó la pena. Los besos de Lorena, ya de madrugada, cuando la primera claridad asomaba por detrás de las montañas, me supieron a lágrimas tal como había vaticinado Álvaro con ese toque suyo poético-tremendista: los besos sabrán a lágrimas y se convertirán en sal, había dicho. 

Hacía muchos años habíamos jugado los tres por las calles del barrio viejo, por entre los árboles que bajaban la cuesta hacia la playa. Os acordáis de los helados de Arretche, preguntó de pronto Lorena entre risas, claro que sí, respondimos los tres al unísono, toda nuestra infancia habían sido los helados del Arretche, los mejores helados del mundo, los de limón que quitaban la sed, por lo menos a mí eran con diferencia los que más me gustaban. Sabes a helado de limón, me dijo Lorena la primera vez que la besé. Besarla a ella me dejó un dulce frescor de final de verano, cuando comenzaban las tormentas, deberías de ser un sabor del Arretche, le susurré al oído.

Cuándo volveremos a vernos, preguntó Lorena. Coincidir en verano había sido casualidad. Tal vez en Navidad, comentó Álvaro. Sí, en Navidad, afirmé rotundo. Guardamos silencio. No pude menos que odiar los arranques de locura de los dioses que habían desembocado en toda esta razón desasosegante de nuestros tiempos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario