Vaya por delante que uno desconoce el funcionamiento de las empresas en estos tiempos de capitalismo calificado como salvaje. Es sabido, aunque no del todo asumido, que el objetivo principal de una empresa es obtener beneficios. Sin ellos no se puede mantener la estructura empresarial, con sus salarios, balances, resultados y cotizaciones, y desde una mera lógica sistémica, es legítimo que así sea. No obstante, uno acaba considerando que, guste o no este sistema económico, se esté o no de acuerdo con sus lógicas, se sea más o menos conservador, reformista o transformador, no todo se debe medir de acuerdo al dinero.
Las editoriales son empresas. Reconocido esto, se debe también asumir que en ellas funciona la referida lógica de los beneficios. Pero al mismo tiempo hablamos de una empresa cultural, donde la materia a producir es la literatura -aclaro que hablo sobre todo de las editoriales centradas en la literatura, las de ficción y poesía, también las que se especializan en el ensayo-, y la literatura no siempre es rentable, al menos desde la lógica de un sistema basado en los beneficios económicos. Por tanto hemos de acudir a otro tipo de beneficios que no se miden de acuerdo a las declaraciones societarias a que todas las empresas se deben. La literatura, y esto puede ser objeto de otra reflexión más larga y sesuda que yo ahora mismo no asumo ni pretendo, aporta a la sociedad un cierto valor cultural comunitario. Sin sus escritores y poetas las sociedades, todas las del planeta, serían más sosas y no habría referencias comunitarias ni simbólicas que permitieran el intercambio de ideas y sensibilidades. Reconocido esto, tenemos también que reconocer que las editoriales, además de asegurarse su continuidad mediante la obtención de los beneficios necesarios, posee otro compromiso con la cultura y deben apostar por mantener viva la herencia recibida, lo cual no siempre es fácil, se choca con unas realidades económicas no siempre gratas.
La larga lista de títulos descatalogados así lo indican. Es cierto que hay autores que están llamados inevitablemente al olvido sin que tengamos que derramar muchas lágrimas de cocodrilo, pero también lo es que a veces eso que llaman el mercado como gestor de nuestras vidas comete injusticias brutales y hay olvidos -o procesos de olvido- que resultan hirientes.
Recomendé a un conocido brasileño de viaje a Barcelona que buscara en las librerías la novela de Manuel Vázquez Montalbán El Pianista. Las razones de dicha recomendación son obvias: se trata de una novela sensible, bien escrita, lírica y bella, de tema histórico reciente y también de ecos políticos a los que mi conocido es muy afín. El que se tratara de un escritor de la segunda mitad del siglo XX, muy ligado a esa ciudad, Barcelona, y a su realidad social y política, una referencia cultural de enorme prestigio además, mencionado con frecuencia en los cenáculos intelectuales y sociales, sobre quien se realizan no pocas conferencias, simposios y alguna que otra investigación universitaria me indujo a pensar que no resultaría difícil encontrar la mencionada novela, sin duda una de las mejores del autor.
La desagradable sorpresa fue saber que dicha novela está en el limbo de los libros descatalogados, que ninguna de las principales librerías de la ciudad guardaba ejemplar alguno del mismo y en alguna incluso se aconsejó acudir a las librerías de viejo, las de segunda mano donde quizá se podría encontrar la novela en cuestión.
¿Manuel Vázquez Montalbán olvidado? Eso parece. O al menos va en camino de ser uno de esos escritores a los que se menciona con frecuencia pero cuyos libros han desaparecido, de momento de las librerías. Ya digo, ignoro los mecanismos internos de las editoriales y las razones de sus políticas de edición, pero que El Pianista no se pueda ya comprar en ninguna librería de esa mejor tienda que es Barcelona, como decía una antigua promoción publicitaria de esa ciudad, le deja a uno por lo menos desencajado.
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