No hay duda de que lo
ocurrido este pasado ocho de agosto en Barcelona ha sobrepasado con creces lo
esperado. Estaba cantado que no iba a ser un pleno de investidura más e incluso
cabía la posibilidad de aplazar la sesión. A todas luces, estos últimos años en
Cataluña nos han regalado imágenes y momentos rimbombantes, muy en la línea de
la sociedad del espectáculo en que se ha convertido la sociedad catalana y su
política.
En este sentido, hay una
tendencia en los últimos años que busca presentar los acontecimientos políticos
como parte de una narrativa, una forma de contemplar la lucha política más bien
como una batalla por establecer un relato, así se suele decir, establecer un relato, un paso más de lo
que otrora se consideraba la versión de los hechos, y no tanto como una confrontación
de proyectos, como si en cierto modo asumiéramos que la realidad es una rama de
la literatura. Más en concreto de la narrativa de ficción. O dicho de otro modo,
que la política puede ser literaturizada
o literaturizable (perdón por los
palabros). Claro que nos dirán que la narrativa ha de ser verosímil, no tiene
que ser cierta, y la realidad ha de serlo, y aun cuando haya versiones de los
hechos, en ocasiones incluso contradictorias entre sí, al final tales versiones,
debidamente enlazadas, nos van a permitir reconstituir lo real.
Esto último es
absolutamente verdad. La literatura es verosimilitud, debe contener todo texto
literario que se precie una lógica interna, la hay en lo que se nos cuenta en
una novela, un relato breve, una obra de teatro o una película, pero no tiene
que ser cierto, no ha ocurrido en la realidad, ni siquiera coinciden muchas
veces las reglas lógicas de nuestro entorno con las del relato, a pesar de que
existe esa subespecie de lo basado en
hechos reales. La realidad, por el contrario, existe o ha existido, y
muchas veces hay que reconstruirla para establecer o reconocer sus contornos.
Es lo que se da, por ejemplo, en los juicios penales para saber lo ocurrido, no
siempre claros ni evidentes sus hechos, y establecer en consecuencia los
castigos y las penas. O las declaraciones de inocencia o de no responsabilidad.
No saber amoldar la realidad a los hechos nos lleva, como indica Marina Garcés,
parafraseando a Remos Bodei, al delirio, «el delirio es una enfermedad del
creer que lleva la convicción más allá de la verdad, y la realidad más allá de
la obviedad». (El tiempo de la promesa,
editorial Anagrama).
Claro que si aplicamos el
análisis literario a hechos políticos, podríamos preguntarnos a qué subgéneros
narrativos pertenecería la aparición en Barcelona de Carles Puigdemont con su posterior
fuga. La tentación más fácil es atribuirle un carácter épico, considerarlo una
epopeya, donde un personaje al que se aplica rasgos heroicos, al menos parte
del público así se lo concede, no la otra, se enfrenta a circunstancias adversas para
así acometer su misión. De hecho, buena parte de lo que denominamos el procés no ha carecido de elementos
épicos. Entre otros, hubo una constante mezcla de realidad y fantasía a la hora
de explicar los argumentos en pro, y en ocasiones también en contra.
Sin embargo, resulta
imposible no acudir a una cita de Marx que estos días se repite con cierta
frecuencia: «La historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia y
la segunda como una miserable farsa».
Porque tras prometer su
vuelta, el Sr. Puigdemont ha querido dotar a su acto de presencia de cierta
comicidad y quién sabe si rodearlo también de un tono burlesco, aunque no
pretendía sin duda quitarle solemnidad a la misma y sobre todo a sí mismo. Fue
verdad: regresó, así lo fue indicando durante las últimas semanas, aun cuando
no fuera él el candidato a president
y a pesar de insistir en el carácter autoritario del Estado español. En su
momento, durante el proceso soberanista, se insistió por parte de dirigentes
políticos independentistas que España no era una democracia real, que se
parecía a Turquía, que los catalanes estaban marginados y perseguidos en la
actual España, se llegó a decir que su situación era la de los negros
norteamericanos, en aquella altura víctimas algunos de sus ciudadanos de trato
vejatorio, incluso asesinados por la policía, y tras su fuga, instalado en su
residencia de Waterloo, el propio Puigdemont se comparó con los exiliados
republicanos de 1939. Aquí hubo tal vez demasiada épica. Un verdadero empacho. Ni
una palabra sobre los intereses de Artur Mas, en un momento de absoluto
cuestionamiento de sus políticas y de su figura, cuando todo hacía aguas en
Cataluña, para desviar la atención pública y acogerse al tema nacional para una
operación de evidente ingeniería social, que por cierto le salió vagamente
bien, cambió el eje del debate público y arrastró incluso a una organización
anticapitalista como las CUP que acabó teniendo un papel subalterno de la
derecha catalana. Siendo cierto lo indicado por Rosa Luexemburgo, «quien no se
mueve no siente las cadenas», lo cierto es que no se puede comparar los
mecanismos represivos de la España actual con otros escenarios geográficos o
temporales. Una España, por cierto, que no es eterna ni irreformable.
La épica, toda épica, comporta
cierta exageración en el relato, algunas licencias que decoran y justifican la
consecución narrativa de los hechos. Pero aplicadas a la realidad desvirtúan no
poco los argumentos, la convierte en un sainete. Sobre todo cuando tampoco
había lugar a las licencias pseudopoéticas. Porque al fin y al cabo lo que
estaba sobre la mesa era si la población de una parte del territorio de un
Estado debería tener la capacidad para establecer su relación con el mismo y
decidir mantenerse en él o constituirse en un Estado independiente, y aunque
aquí laten ciertos conceptos jurídicos e ideológicos, plantearlo así no
requería acudir a exageraciones tremendas, más cuando había voces en España que
ya estaban cuestionando el modelo autonómico, y, de este modo, centrar un
debate sin duda oportuno y necesario.
Entre la gesta
independentistas de 2017 y este regreso del expresidente han ocurrido varias
cosas: un tejemaneje entre el Parlamento catalán y las altas instancias
judiciales españolas, la suspensión de la autonomía catalana, la detención,
prisión provisional y juicio con las correspondientes sentencias de prisión
para varios dirigentes políticos y sociales catalanes, unas protestas en las
calles que terminaron en incidentes, un asalto al aeropuerto de Barcelona, unos
indultos a los presos catalanes, unas nuevas elecciones, una ley de amnistía
aprobada, una negociación entre el partido ganador de las elecciones, el PSC,
con ERC y Els Comuns para la investidura de Salvador Illa y el anuncio de
Puigdemont, contra quien pesa una orden de detención aún, con la idea probable
de reventar la investidura. Pero ERC anunció que aun cuando detuvieran al
expresidente sus parlamentarios mantendrían su voto, con lo que el sacrificio
del héroe no iba a tener resultados, así que optó por la fuga.
Y con su fuga no sólo se
burló del Parlamento catalán, sino que desprestigió por completo a los Mossos
de Esquadra, la policía autonómica catalana, uno de los pilares institucionales
del país, con tres agentes investigados de momento por complicidad y Eduard
Sellent, actual jefe de los Mossos, sin saber cómo justificar la bochornosa
actuación policial, un agente corriendo tras el coche del fugado, prestado por
uno de los mossos investigados, y un cambio en la fase semafórica que evitó la detención, lo que recuerda no poco
a Los hombres de Paco o a Torrente.
El exceso de épica
produce monstruos, sin duda alguna. No sabemos si Puigdemont es lector de los
cantares de gesta o de las epopeyas clásicas. Le honraría que lo fuera, pero
tal vez no debería haber seguido los pasos de Alonso Quijano y aplicar la épica
a su cotidianidad. Mucho más útil para reflexionar sobre la realidad es
Baltasar Gracián, uno de los autores de cabecera de Salvador Illa. Sólo por
esto se merece la oportunidad de cambiar y encauzar los derroteros de la
sociedad catalana, aunque esto más bien parece un trabajo digno de un Heracles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario