domingo, 11 de agosto de 2024

Gestas barcelonesas

 


No hay duda de que lo ocurrido este pasado ocho de agosto en Barcelona ha sobrepasado con creces lo esperado. Estaba cantado que no iba a ser un pleno de investidura más e incluso cabía la posibilidad de aplazar la sesión. A todas luces, estos últimos años en Cataluña nos han regalado imágenes y momentos rimbombantes, muy en la línea de la sociedad del espectáculo en que se ha convertido la sociedad catalana y su política.

En este sentido, hay una tendencia en los últimos años que busca presentar los acontecimientos políticos como parte de una narrativa, una forma de contemplar la lucha política más bien como una batalla por establecer un relato, así se suele decir, establecer un relato, un paso más de lo que otrora se consideraba la versión de los hechos, y no tanto como una confrontación de proyectos, como si en cierto modo asumiéramos que la realidad es una rama de la literatura. Más en concreto de la narrativa de ficción. O dicho de otro modo, que la política puede ser literaturizada o literaturizable (perdón por los palabros). Claro que nos dirán que la narrativa ha de ser verosímil, no tiene que ser cierta, y la realidad ha de serlo, y aun cuando haya versiones de los hechos, en ocasiones incluso contradictorias entre sí, al final tales versiones, debidamente enlazadas, nos van a permitir reconstituir lo real.

Esto último es absolutamente verdad. La literatura es verosimilitud, debe contener todo texto literario que se precie una lógica interna, la hay en lo que se nos cuenta en una novela, un relato breve, una obra de teatro o una película, pero no tiene que ser cierto, no ha ocurrido en la realidad, ni siquiera coinciden muchas veces las reglas lógicas de nuestro entorno con las del relato, a pesar de que existe esa subespecie de lo basado en hechos reales. La realidad, por el contrario, existe o ha existido, y muchas veces hay que reconstruirla para establecer o reconocer sus contornos. Es lo que se da, por ejemplo, en los juicios penales para saber lo ocurrido, no siempre claros ni evidentes sus hechos, y establecer en consecuencia los castigos y las penas. O las declaraciones de inocencia o de no responsabilidad. No saber amoldar la realidad a los hechos nos lleva, como indica Marina Garcés, parafraseando a Remos Bodei, al delirio, «el delirio es una enfermedad del creer que lleva la convicción más allá de la verdad, y la realidad más allá de la obviedad». (El tiempo de la promesa, editorial Anagrama).

Claro que si aplicamos el análisis literario a hechos políticos, podríamos preguntarnos a qué subgéneros narrativos pertenecería la aparición en Barcelona de Carles Puigdemont con su posterior fuga. La tentación más fácil es atribuirle un carácter épico, considerarlo una epopeya, donde un personaje al que se aplica rasgos heroicos, al menos parte del público así se lo concede, no la otra, se enfrenta a circunstancias adversas para así acometer su misión. De hecho, buena parte de lo que denominamos el procés no ha carecido de elementos épicos. Entre otros, hubo una constante mezcla de realidad y fantasía a la hora de explicar los argumentos en pro, y en ocasiones también en contra.

Sin embargo, resulta imposible no acudir a una cita de Marx que estos días se repite con cierta frecuencia: «La historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa».

Porque tras prometer su vuelta, el Sr. Puigdemont ha querido dotar a su acto de presencia de cierta comicidad y quién sabe si rodearlo también de un tono burlesco, aunque no pretendía sin duda quitarle solemnidad a la misma y sobre todo a sí mismo. Fue verdad: regresó, así lo fue indicando durante las últimas semanas, aun cuando no fuera él el candidato a president y a pesar de insistir en el carácter autoritario del Estado español. En su momento, durante el proceso soberanista, se insistió por parte de dirigentes políticos independentistas que España no era una democracia real, que se parecía a Turquía, que los catalanes estaban marginados y perseguidos en la actual España, se llegó a decir que su situación era la de los negros norteamericanos, en aquella altura víctimas algunos de sus ciudadanos de trato vejatorio, incluso asesinados por la policía, y tras su fuga, instalado en su residencia de Waterloo, el propio Puigdemont se comparó con los exiliados republicanos de 1939. Aquí hubo tal vez demasiada épica. Un verdadero empacho. Ni una palabra sobre los intereses de Artur Mas, en un momento de absoluto cuestionamiento de sus políticas y de su figura, cuando todo hacía aguas en Cataluña, para desviar la atención pública y acogerse al tema nacional para una operación de evidente ingeniería social, que por cierto le salió vagamente bien, cambió el eje del debate público y arrastró incluso a una organización anticapitalista como las CUP que acabó teniendo un papel subalterno de la derecha catalana. Siendo cierto lo indicado por Rosa Luexemburgo, «quien no se mueve no siente las cadenas», lo cierto es que no se puede comparar los mecanismos represivos de la España actual con otros escenarios geográficos o temporales. Una España, por cierto, que no es eterna ni irreformable.

La épica, toda épica, comporta cierta exageración en el relato, algunas licencias que decoran y justifican la consecución narrativa de los hechos. Pero aplicadas a la realidad desvirtúan no poco los argumentos, la convierte en un sainete. Sobre todo cuando tampoco había lugar a las licencias pseudopoéticas. Porque al fin y al cabo lo que estaba sobre la mesa era si la población de una parte del territorio de un Estado debería tener la capacidad para establecer su relación con el mismo y decidir mantenerse en él o constituirse en un Estado independiente, y aunque aquí laten ciertos conceptos jurídicos e ideológicos, plantearlo así no requería acudir a exageraciones tremendas, más cuando había voces en España que ya estaban cuestionando el modelo autonómico, y, de este modo, centrar un debate sin duda oportuno y necesario.

Entre la gesta independentistas de 2017 y este regreso del expresidente han ocurrido varias cosas: un tejemaneje entre el Parlamento catalán y las altas instancias judiciales españolas, la suspensión de la autonomía catalana, la detención, prisión provisional y juicio con las correspondientes sentencias de prisión para varios dirigentes políticos y sociales catalanes, unas protestas en las calles que terminaron en incidentes, un asalto al aeropuerto de Barcelona, unos indultos a los presos catalanes, unas nuevas elecciones, una ley de amnistía aprobada, una negociación entre el partido ganador de las elecciones, el PSC, con ERC y Els Comuns para la investidura de Salvador Illa y el anuncio de Puigdemont, contra quien pesa una orden de detención aún, con la idea probable de reventar la investidura. Pero ERC anunció que aun cuando detuvieran al expresidente sus parlamentarios mantendrían su voto, con lo que el sacrificio del héroe no iba a tener resultados, así que optó por la fuga.  

Y con su fuga no sólo se burló del Parlamento catalán, sino que desprestigió por completo a los Mossos de Esquadra, la policía autonómica catalana, uno de los pilares institucionales del país, con tres agentes investigados de momento por complicidad y Eduard Sellent, actual jefe de los Mossos, sin saber cómo justificar la bochornosa actuación policial, un agente corriendo tras el coche del fugado, prestado por uno de los mossos investigados, y un cambio en la fase semafórica que evitó la detención, lo que recuerda no poco a Los hombres de Paco o a Torrente.

El exceso de épica produce monstruos, sin duda alguna. No sabemos si Puigdemont es lector de los cantares de gesta o de las epopeyas clásicas. Le honraría que lo fuera, pero tal vez no debería haber seguido los pasos de Alonso Quijano y aplicar la épica a su cotidianidad. Mucho más útil para reflexionar sobre la realidad es Baltasar Gracián, uno de los autores de cabecera de Salvador Illa. Sólo por esto se merece la oportunidad de cambiar y encauzar los derroteros de la sociedad catalana, aunque esto más bien parece un trabajo digno de un Heracles.

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