Ya se ha dicho: la
historia de la humanidad es la historia de su violencia. Del mismo modo, la
historia del País Vasco lo ha sido también, una historia de violencia desatada
el siglo pasado y también el anterior con sus tres guerras carlistas y sus conflictos
sociales, incluso podríamos remontarnos a los gramonteses y beaumonteses
durante el Renacimiento o a la lucha medieval de los banderizos.
Resulta extraño, pero la
violencia más cercana en el tiempo y de la que ha pasado apenas unos pocos años
parece ahora mismo materia sobre todo de novelistas, sin duda quienes resultan
más certeros a la hora de atrapar el ambiente real de aquellos años, tan ajenos
por su parte los discursos oficiales, los de los estamentos políticos, intentando
unos establecer un relato, otros
sacar partido aún hoy de una cruenta, injusta e injustificada socialización del sufrimiento que nos
convirtió a todos en víctimas potenciales o colaterales, otros no queriendo
pasar página, detrás de cualquier disidencia está siempre el terrorismo, sin
tocar, eso sí, otras violencias que existieron o se permitieron mientras se
proclamaba (se proclama) que en democracia no hay lugar para la violencia, y otros
que desean pasar página y hacer tabla rasa, tentación de un oasis mientras a
nuestro alrededor, en el resto del mundo, brotan incidentes fruto del malestar de
estos nuevos tiempos, quizá no tan nuevos en realidad.
¿Cómo será la violencia
del mañana, de ya mismo porque el futuro está en construcción aquí y ahora? Una
película mexicana concluida en 2019 y estrenada hace unos meses, Nuevo Orden, nos viene a marcar la senda
por donde nos encaminamos posiblemente. Su guionista y director, Michel Franco,
nos muestra una revuelta desatada sin mucho sentido, una mera explosión de
rabia que no persigue cambio alguno ni revolución, de la que ni siquiera conocemos
el motivo, se desencadena y así refleja las disensiones de la sociedad actual,
y el Estado reacciona, sí, pero mostrando que tal vez toda esa violencia,
contra quienes afirman que en la democracia no cabe la violencia, es en
realidad lo que reactiva cualquier modelo social, y a mayor complejidad social
y mecanismos disciplinarios más violencia normativizada que al final afecta a
todos los individuos, aunque esto no significa equidistancia ni neutralidad,
todos padecen la violencia, sin duda, pero algunos legitiman con ella sus cuotas
de poder y la normalizan, y obtienen notables ventajas de la misma.
Sea lo que fuere, Nuevo Orden no sólo causa zozobra al mostrarnos la realidad que se nos viene encima, sino que vemos en ella aspectos que nos recuerdan bastante lo que tenemos ya entre nosotros, la regularización de la vida cotidiana, por ejemplo, que ha venido de la mano de la pandemia.
Hay que tener en cuenta, en esta realidad nuestra, que en
algunos momentos incluso se ha querido establecer paralelismos entre las
medidas sanitarias y la guerra, que es el acto de violencia más extremo sin duda
y lo que cambia más la cotidianidad, y vimos el año pasado en las ruedas de
prensa en las que se explicaba el día a día de la pandemia a un alto grado
militar, gestionando junto a médicos y científicos las explicaciones de la
situación, sin que muchos entendiéramos el porqué de su presencia, por muy
loable que pudiese ser la labor del ejército, que se encuadraba en un apoyo a
los cuidados sanitarios.
Ahora, por si no fuera
poco, el FMI contempla la posibilidad de estallidos sociales, de revueltas tal
como se reflejan en la película mexicana mencionada y de las que los incidentes
vividos en España a raíz del encarcelamiento de un rapero han sido, tal vez, un
adelanto. No se trata de una violencia revolucionaria dirigida a cambiar el
orden de las cosas, ni de una violencia partidista, muy propias de la historia
de la humanidad, incluso esa democracia que se presenta como escenario donde no
cabe la violencia nació de un momento cruento, recuérdese, sino que todo apunta
hoy a una rabieta socializada de enorme envergadura. Desde luego, tampoco esto
es nuevo, lo hemos visto en Londres o en ciudades norteamericanas por motivos
raciales la mayoría de las veces.
Claro que a la hora de
tener en cuenta sus efectos poco importa que la violencia tenga o no un
objetivo. Al final sólo produce desgracia y enriquecimiento para los mercaderes
de armas. Algunos de ellos vascos, por cierto. Lo que nos lleva a plantearnos
el sentido de las revoluciones, muchas de las cuales, para colmo, han creado
realidades monstruosas y distópicas. ¿Significa esto que tengamos que aceptar
el (des)orden del mundo? Desde luego no. Nada más lejos que justificar la
actitud de quienes tienden a la neutralidad, a la equidistancia, a no tomar
partido o aceptar lo existente, guste o no. Dante los coloca en la Divina Comedia a las puertas del
infierno, ni siquiera son dignos de entrar en él.
Mientras tanto, me llama
la atención que en las calles vascas se viva al margen de esos presagios
amenazantes. Uno cruza sus calles, sus plazas, sus rutas campestres y sus bidegorris y parece que nunca se vivieron malos tiempos, ya lo he comentado
alguna vez. Es como una necesidad de olvido a pie de calle, que se ocupen de
ello quienes escriban novelas o quienes redactan discursos institucionales,
como si tras la tormenta la calma ocultara los restos del diluvio y no dejase
ver las nubes en lontananza.
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