Con motivo del
fallecimiento de Eloy de la Iglesia hace justo quince años, el programa Historia
de Nuestro Cine de TVE emitió el pasado viernes 19 de marzo la película El Pico, una de las más conocidas del
director guipuzcoano y que está muy vinculada a Bilbao y a su área
metropolitana. La cinta narra una historia de amistad entre dos jóvenes
drogadictos, su cotidianidad y también su relación con los padres respectivos,
todo ello en un entorno a todas luces decadente, la de una ciudad y una
sociedad que estaba sufriendo una profunda crisis social y política, pero sobre
todo una verdadera hecatombe con la droga y sus efectos tan nocivos.
Estrenada en 1983, bien podemos
considerar que ese mismo año fue el de los hechos que narra, un año desde luego
bastante complicado por todo lo que heredaba de las etapas anteriores y también
por lo que se iniciaba: ETA estaba en plena acción, el año anterior al del
estreno asesinó a 41 personas y en 1983 fueron tres personas más las asesinadas;
surgía también el GAL, heredero de los grupos parapoliciales y de extrema
derecha que actuaron durante la transición, y que comenzó su macabra andadura
con el crimen escabroso de Lasa y Zabala o el secuestro de Segundo Marey en el
País Vasco Francés, que para colmo nada tenía que ver con quienes este grupo
decía combatir; las dudas sobre los métodos policiales añadían mayor crispación
social; y por último, por si todo esto fuera poco, ese año comenzaba una
reconversión industrial que dejó sin trabajo a miles de personas y que desoló tanto
Bilbao como las comarcas de la Margen Izquierda y de la Zona Minera.
La película recoge a la
perfección toda esa decadencia, nos la transmite en cada uno de sus fotogramas.
Vemos una ciudad de tonos apagados, con tendencia al gris y a una luz tenue,
con edificios y rincones urbanos que reconocemos hoy, pero cuya mugre de
entonces es el reflejo de un estado de ánimo que transmite decaimiento, deja
entrever la falta de perspectivas de aquel momento. No en vano, los años
ochenta supusieron el final de una época dorada de la Bilbao industrial y
mercantil, la que había atraído a miles de personas en busca de trabajo y que
convirtió una pequeñísima ciudad provinciana en una urbe potente y activa, con
su potencial burgués, la de las grandes familias, los clanes industriales y
económicos, pero también con un movimiento obrero que supo y pudo reivindicar
mejoras con huelgas y organización, al tiempo que no perdía su horizonte
emancipatorio.
Hubo, en medio de los dos
grandes bloques sociales, un Bilbao canalla que se movía por La Palanca, por el Barrio de San
Francisco, en el que compartían espacio los señoritos bilbaínos y el
proletariado deseoso de olvidar las jornadas largas de trabajo, esa zona
luminosa en los año veinte, pero que en los ochenta fue el epicentro de la
droga, que se expandió por todo el País Vasco.
El enfrentamiento se
refleja por todas partes, como vemos en la propia película: entre los
compañeros de la academia donde estudian los dos protagonistas, Paco
Torrecuadrada, interpretado por José Luis Manzano, y Urko Aramendía,
interpretado por Javier García, pero sobre todo por sus dos padres situados en
los extremos del conflicto, uno comandante de la Guardia Civil y el otro
parlamentario de la izquierda abertzale. En el medio, toda una serie de matices
entre los que nos faltan los sin nadie, los que no ocupan ningún lugar ni lo
pretenden, víctimas silenciosas pero bien reales. La falta de trabajo, de
perspectivas de vida, se menciona como un elemento que preocupa, y vemos a esas
víctimas anónimas arrinconándose en plazas, parques, puentes o antros donde
esperan no sabemos muy bien qué, apenas encontrar un pequeño hueco donde pasar
un rato sin pensar mucho en el caos que les rodea.
Puede que durante la
década de los ochenta Bilbao fuera una urbe en estado terminal. Moría un modelo
de ciudad. No era poca la gente que en aquel momento no veía que se pudiera
renacer de las cenizas. De hecho, muchos se marcharon de Bilbao, de Barakaldo,
de Sestao. Se cerraron empresas por todas partes. ETA aplicó una cruenta teoría
que denominó socialización del
sufrimiento aun a sabiendas de que sus métodos no llevaban a ninguna parte
y la posibilidad de una transformación social se diluía a pasos forzados, casi
como humo, lo que daba la razón a quienes, en medio de ese campo de batalla, no
creían en nada y buscaban los paraísos artificiales y eventuales, esa paz que
en algún momento se dice en la película que encuentran los dos protagonistas.
Pero eso pasó. Murió un
modelo de ciudad y se empezó a pergeñar otro distinto, más colorido, de una
modernidad que tendía, a veces daba esa sensación, a reproducir las mismas bilbainadas pero con un toque más
contemporáneo y exhibicionista. No sé hasta qué punto esta película, las del
cine quinqui en general, se nos han
quedado lejanas, añejas, incluso inverosímiles, con apenas interés para un
puñado de espectadores atentos a lo marginal o a un vago testimonio histórico
que hurga en la miseria. Al fin y al cabo, de aquella misma época es la moda de
los jóvenes más pudientes por aventurarse por barrios marginales en busca de émulos
de Jean Genet. No creo en todo caso que sea un envejecimiento inocente. Tal vez
se busque tal efecto: en este ejercicio de embellecimiento del pasado no se
desea siquiera el testimonio de un sector de derrotados sin heroicidad,
invisibles, afectados por un malditismo que en algún momento tenía cierto
atractivo, pero que ahora no cabe en este mundo de superficialidad y
esteticismo. Claro que la pandemia ha frenado en seco este mundo perfecto que
se estaba construyendo también en este rincón de Vasconia.
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