lunes, 22 de marzo de 2021

El Bilbao de «El Pico»

 


Con motivo del fallecimiento de Eloy de la Iglesia hace justo quince años, el programa Historia de Nuestro Cine de TVE emitió el pasado viernes 19 de marzo la película El Pico, una de las más conocidas del director guipuzcoano y que está muy vinculada a Bilbao y a su área metropolitana. La cinta narra una historia de amistad entre dos jóvenes drogadictos, su cotidianidad y también su relación con los padres respectivos, todo ello en un entorno a todas luces decadente, la de una ciudad y una sociedad que estaba sufriendo una profunda crisis social y política, pero sobre todo una verdadera hecatombe con la droga y sus efectos tan nocivos.

Estrenada en 1983, bien podemos considerar que ese mismo año fue el de los hechos que narra, un año desde luego bastante complicado por todo lo que heredaba de las etapas anteriores y también por lo que se iniciaba: ETA estaba en plena acción, el año anterior al del estreno asesinó a 41 personas y en 1983 fueron tres personas más las asesinadas; surgía también el GAL, heredero de los grupos parapoliciales y de extrema derecha que actuaron durante la transición, y que comenzó su macabra andadura con el crimen escabroso de Lasa y Zabala o el secuestro de Segundo Marey en el País Vasco Francés, que para colmo nada tenía que ver con quienes este grupo decía combatir; las dudas sobre los métodos policiales añadían mayor crispación social; y por último, por si todo esto fuera poco, ese año comenzaba una reconversión industrial que dejó sin trabajo a miles de personas y que desoló tanto Bilbao como las comarcas de la Margen Izquierda y de la Zona Minera.

La película recoge a la perfección toda esa decadencia, nos la transmite en cada uno de sus fotogramas. Vemos una ciudad de tonos apagados, con tendencia al gris y a una luz tenue, con edificios y rincones urbanos que reconocemos hoy, pero cuya mugre de entonces es el reflejo de un estado de ánimo que transmite decaimiento, deja entrever la falta de perspectivas de aquel momento. No en vano, los años ochenta supusieron el final de una época dorada de la Bilbao industrial y mercantil, la que había atraído a miles de personas en busca de trabajo y que convirtió una pequeñísima ciudad provinciana en una urbe potente y activa, con su potencial burgués, la de las grandes familias, los clanes industriales y económicos, pero también con un movimiento obrero que supo y pudo reivindicar mejoras con huelgas y organización, al tiempo que no perdía su horizonte emancipatorio.

Hubo, en medio de los dos grandes bloques sociales, un Bilbao canalla que se movía por La Palanca, por el Barrio de San Francisco, en el que compartían espacio los señoritos bilbaínos y el proletariado deseoso de olvidar las jornadas largas de trabajo, esa zona luminosa en los año veinte, pero que en los ochenta fue el epicentro de la droga, que se expandió por todo el País Vasco.



El enfrentamiento se refleja por todas partes, como vemos en la propia película: entre los compañeros de la academia donde estudian los dos protagonistas, Paco Torrecuadrada, interpretado por José Luis Manzano, y Urko Aramendía, interpretado por Javier García, pero sobre todo por sus dos padres situados en los extremos del conflicto, uno comandante de la Guardia Civil y el otro parlamentario de la izquierda abertzale. En el medio, toda una serie de matices entre los que nos faltan los sin nadie, los que no ocupan ningún lugar ni lo pretenden, víctimas silenciosas pero bien reales. La falta de trabajo, de perspectivas de vida, se menciona como un elemento que preocupa, y vemos a esas víctimas anónimas arrinconándose en plazas, parques, puentes o antros donde esperan no sabemos muy bien qué, apenas encontrar un pequeño hueco donde pasar un rato sin pensar mucho en el caos que les rodea.

Puede que durante la década de los ochenta Bilbao fuera una urbe en estado terminal. Moría un modelo de ciudad. No era poca la gente que en aquel momento no veía que se pudiera renacer de las cenizas. De hecho, muchos se marcharon de Bilbao, de Barakaldo, de Sestao. Se cerraron empresas por todas partes. ETA aplicó una cruenta teoría que denominó socialización del sufrimiento aun a sabiendas de que sus métodos no llevaban a ninguna parte y la posibilidad de una transformación social se diluía a pasos forzados, casi como humo, lo que daba la razón a quienes, en medio de ese campo de batalla, no creían en nada y buscaban los paraísos artificiales y eventuales, esa paz que en algún momento se dice en la película que encuentran los dos protagonistas.



Pero eso pasó. Murió un modelo de ciudad y se empezó a pergeñar otro distinto, más colorido, de una modernidad que tendía, a veces daba esa sensación, a reproducir las mismas bilbainadas pero con un toque más contemporáneo y exhibicionista. No sé hasta qué punto esta película, las del cine quinqui en general, se nos han quedado lejanas, añejas, incluso inverosímiles, con apenas interés para un puñado de espectadores atentos a lo marginal o a un vago testimonio histórico que hurga en la miseria. Al fin y al cabo, de aquella misma época es la moda de los jóvenes más pudientes por aventurarse por barrios marginales en busca de émulos de Jean Genet. No creo en todo caso que sea un envejecimiento inocente. Tal vez se busque tal efecto: en este ejercicio de embellecimiento del pasado no se desea siquiera el testimonio de un sector de derrotados sin heroicidad, invisibles, afectados por un malditismo que en algún momento tenía cierto atractivo, pero que ahora no cabe en este mundo de superficialidad y esteticismo. Claro que la pandemia ha frenado en seco este mundo perfecto que se estaba construyendo también en este rincón de Vasconia.

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