Cuando faltan apenas unos
meses para que termine el segundo decenio de este siglo, una mera comparación
con los inicios del siglo XX nos puede dar la vaga sensación de un estado de
ánimo muy diferente entre ambos momentos. Ante las crisis sucesivas de estos
últimos años, acentuada ahora con la pandemia de la que no parece que vayamos a
salir en breve, y si salimos tal vez sea en forma de distopía en toda regla, sentimos
que, a pesar de la primera guerra mundial, el siglo XX comenzó con una notable
esperanza por ser una época de expansión, de desarrollo y florecimiento social.
El capitalismo parecía entrar en una fase de crecimiento imparable, mientras
que la revolución soviética supuso para amplios sectores obreros y populares
una perspectiva nueva que brindaba la posibilidad de romper con la lógica
opresora y construir la emancipación social.
Bilbao, en este sentido,
refleja esta situación. Se industrializa con especial rapidez gracias a la minería,
el hierro y los astilleros; con el cambio de siglo se acaban las obras de
canalización de la ría y aumenta la capacidad del puerto al construirse los
diques de Santurce y Algorta. Crece también la actividad mercantil y cuando
comienza el nuevo siglo, en 1901, ya están constituidos tres grandes bancos, el
Bilbao, el del Comercio y el de Vizcaya, que se expandirán incluso por todo el
Estado. Surgen en las zonas obreras sindicatos y organizaciones
reivindicativas. Hasta ese momento, no obstante, Bilbao no destacaba por su
actividad cultural, es más, un incipiente y primerizo nacionalismo vasco, el bizkaitarrismo, reaccionaba ante los
nuevos tiempos con un apego a lo tradicional, al tradicionalismo, del que poco
a poco se iría distanciando, a lo que contribuyó la aparición de la prensa que
fomenta el análisis y el debate, las tertulias en los muchos cafés abiertos en
la ciudad e iniciativas prometedoras que surgieron en el ámbito cultural,
cumpliendo en cierto modo con la previsión de José Félix de Lequerica: «Sobre el ocio permitido por el bienestar y
el dinero anidan el arte y la cultura».
Si alguien reflejó a la
perfección el espíritu de aquel tiempo y de la ciudad fue a todas luces Jesús
de Sarría, al que el poeta Ramón de Basterra calificó de «tesoro de nuestras esperanzas». Aunque nacido en Cuba, como Aranaz
Castellanos, la crisis en la isla y la muerte de sus padres motivaron su
traslado a Vizcaya, a Algorta en concreto, donde viviría con las dos hermanas
de su padre, vascoparlantes. Se especializó en derecho mercantil. Se interesó
por la cultura, acudió a la tertulia del Lion d´Or y renovó la vida del Casino
de Algorta, de cuya junta directiva formaba parte su tío Alejo. Participó también
en otros núcleos, la Sociedad Bilbaína y el Ateneo. Pero sobre todo se le
recordará por ser el impulsor de la revista Hermes, ya comentada, una revista de
calidad excelsa y alto nivel intelectual tanto por sus contenidos como por sus
colaboradores.
Se interesó también por
la política, militando en Comunión Nacionalista Vasca, una de las dos facciones
en que quedó dividido el PNV durante unos años. Aunque fue el sector moderado
que abogaba más por una confederación española, Jesús de Sarría tuvo
discrepancias que le llevaron incluso a mantenerse fuera del partido durante
algunos meses. Defendía una política más social, atendiendo a los ámbitos
obreros, muchos de ellos procedentes de otras zonas de España, y un
entendimiento mayor con otros sectores ideológicos.
No en vano fue en los
círculos culturales donde existió una mayor unidad, las discrepancias no dieron
lugar a la confrontación tensa que se vivió, por ejemplo, en la política y afectó
a la vida social. En las tertulias de
café o en los ateneos se mantuvo por lo general la cordialidad, sin que se
viese afectados por el choque de las dos Españas, de las que habló Antonio
Machado, por ese afán cainita español que se enuncia con frecuencia. Ocurrió durante
lustros antes de la guerra (in)civil y también después, entre los escritores
del interior y del exilio.
Jesús de Sarría mantuvo
ese espíritu y lo trasladó a la revista Hermes, en cuyo consejo de dirección
hubo personas de ideologías muy diferentes y se dio cabida a colaboraciones de
distinto signo, nacionalistas vascos o defensores acérrimos de la unidad de
España, conservadores, liberales e izquierdistas. Acostumbrados como estamos
ahora a discursos edulcorados de la historia reciente, que son más una
interpretación interesada que además hace aguas por todos los lados, el que se
elogie esa capacidad de intercambio puede parecer falso. Pero salta a la vista
que en los círculos literarios se dieron gestos que escapaban al tono más y más
bronco en la política cotidiana de aquellos años.
La revista Hermes se
convirtió en la principal empresa de Jesús de Sarría, empleó incluso su
conocimiento mercantil para darle una forma societaria, contó con el apoyo
financiero de la familia de la Sota para ello, en este sentido Alejandro de la
Sota fue uno de sus más estrechos colaboradores, tanto en lo económico como en
lo intelectual. Sin embargo, esos años de expansión y de esperanzas tuvieron
también sus lados obscuros, hubo no pocos problemas económicos, el proyecto era
difícil de sostener y se dudó de la viabilidad de la empresa.
Nadie comprendió en ese
momento aquel gesto último y trágico de Jesús de Sarría a finales de julio de
1922. Lo cuenta Germán Yanke en la biografía que escribió sobre él. No sabemos
hasta qué punto le afectó la situación de Hermes o fue un conjunto de causas lo
que le empujó al suicidio. El mismo día de su muerte se reunieron en su piso de
la calle Correo amigos y conocidos de todos los ámbitos, en torno a la tía
que quedaba con vida. Desde Salamanca telefoneó Miguel de Unamuno, a quien
Jesús de Sarría tanto admiró.
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