sábado, 9 de mayo de 2020

Pasados


La sociedad que se reanude tras la epidemia, nos dicen, será diferente, incluso la incluyen en una nueva normalidad, una fórmula que inquieta por lo extraña que resulta, influidos como estamos, sin duda, por tantas distopías, el siglo XX estuvo repleto de ellas. Claro que el futuro no lo conocemos, tal vez ni siquiera lo tengamos delante, a la vista, sino detrás, a nuestras espaldas, no lo podemos contemplar, lo ignoramos todo sobre él, como apunta la poeta brasileña Marília Garcia: «(…) o pasado fica diante de nós  à nossa frente: / afinal podemos ver o que lá aconteceu / e o futuro ainda desconochecido / fica atrás às nossas costas / pois não o vemos»; estamos acostumbrados a esa línea trazada por la idea de progreso que va surgiendo sobre todo a partir de la Ilustración, partimos de un pasado en el que fuimos débiles y atrasados; avanzamos hacia la plenitud y la prosperidad, y el futuro, creíamos, estaba ante nosotros, a la espera de convertirnos en mejores. Incluso nuestras vidas individuales estaban imbuidas por esta idea de prosperidad y progreso.

Pero no es así, no parece que sea cierto que toda etapa posterior resulte, por una cuestión de temporalidad, mejor que cualquier etapa anterior. El nazismo, hoy estamos a setenta y cinco años de su derrota, fue a todas luces un retroceso brutal en una nación que destacaba por su cultura y su desarrollo, pero que avanzó hacia la barbarie y la brutalidad. Quizá sea el ejemplo más evidente. La historia no es lineal, sino que va dando curvas, alternando avances y retrocesos. Claro que deberíamos también cuestionar el concepto de progreso, no lo es en todos los casos que así lo considerábamos.

Por tanto, la sociedad que surja de la pandemia puede ser mejor, quizá aprenda de lo ocurrido, se cuestione muchas de las bases que la sustentaron antes que se expandiera la enfermedad, hablan por ejemplo del aspecto medioambiental, de la relación con la naturaleza, pero también de otros valores que, se ha comprobado, no han funcionado; pero también puede ser peor, puede que se reafirmen los nacionalismos más cerriles, se asuma el autoritarismo como forma de gobierno, legitimado además por razones ajenas a la política, se refuercen las fronteras y se diluyan los principios de la cooperación y de la solidaridad. No podemos saber lo que tenemos, como sugiere Marília García, a nuestra espalda, ni siquiera ese futuro a punto de iniciarse.

La pregunta clave es entonces, no lo que nos deparará el futuro, sino qué recordaremos de este presente cuando sea pasado.

La memoria sirva tal vez para aprender, sacar conclusiones y, en la medida de lo posible, determinar nuestras decisiones, las colectivas y las individuales. Pero a menudo optamos por el olvido o por no plantear ni cuestionar nada. Se lanzan discursos que pretenden recoger la historia, pero son sólo palabras muchas veces huecas que sirven nada más que para aplanar debates. Ahora incluso se habla abiertamente de establecer relatos sobre lo ocurrido, no interpretaciones ni puntos de vista, sino relatos que tienen sus lógicas internas, pero no tienen por qué vincularse a la realidad, a lo que fue.

Puede que esto sea así porque en algunos casos es desde la literatura donde realmente se establece el análisis de la historia, sobre todo de la historia más reciente. El conflicto vasco es, sin duda, uno de los ejemplos más evidentes. Ha pasado un decenio desde que la lucha armada dejó de ser una realidad, el conflicto daba sus últimos coletazos después de lustros de enfrentamientos violentos, los años de plomo lo llamaban. Hoy todo aquello parece no haber existido, uno atraviesa las calles vascas y sólo un observador atento puede darse cuenta de algunas fallas, no son palpables, sino que las aprecian los ojos más dispuestos. No se habla de ello, nadie rememora nada, se pasa a lo sumo de perfil, aun cuando haya incluso instituciones varias que pretendan el análisis con el fin de sacar las conclusiones que sirvan para ir cerrando heridas. Pero lo que se busca, se reconoce incluso, es un relato. Para colmo, quien rompe el consenso y saca el tema lo hace más bien para obtener réditos políticos o desacreditar a oponentes políticos o acuerdos con tal o cual organización. No es en la política, en la prensa o en las referidas instituciones donde se plantea ese pasado, sino en la literatura, son varios autores quienes han comenzado a escribir sobre el conflicto, bien como tema central bien como elemento de fondo. Estoy leyendo La Carretera de la costa, de Kepa Murua, una novela que combina el relato de una historia con la reflexión sobre la Euskal Herria que fue. A partir de una acción terrorista cuyos autores se confundieron de objetivo –de víctima, recuérdese, por muchas matizaciones que se hagan–, este escritor da unas pinceladas de la realidad a todas luces clarividentes. No parece que los analistas más académicos describan tan bien lo que fue. No se equivocó Marx al buscar claves sociales más en las novelas –en su caso de Balzac– que en los sesudos estudios académicos de su época.

Pero no sólo ocurre aquí, en este rincón de un Estado que tampoco ha acabado de asumir su pasado reciente, aun cuando el tema de la memoria haya saltado durante un tiempo a un primer plano y se exija la restitución de las muchas víctimas abandonadas en cunetas y fosas comunes, desaparecidas o torturadas en comisarías. Durante años el pacto de la transición, con el correspondiente establecimiento de la democracia, pareció estar basado en el olvido, en el no recordar, incluso en obviar ciertos privilegios de algunos. No se habla, sólo los familiares directos de las víctimas parecen querer el recuerdo. Por tanto, no son sólo los vascos quienes olvidan, es algo común en España. En Francia, por su parte, ocurrió otro tanto con su historia reciente, la de la guerra y el periodo del Gobierno de Vichy, e incluso el verbo collaborer ha sido durante mucho tiempo evitado por no rememorar aquella etapa.

Una vez más la literatura parece más presta a servir de vanguardia en una reflexión que cuesta desarrollar ante tanto discurso patriótico y una historia que a veces parece escribirse para reafirmar posiciones. Por eso preocupa tanto que la literatura se esté colocando en la parte más periférica de la sociedad y que quede arrinconada entre todas las otras actividades de unas sociedades que están prefiriendo el olvido. A veces resulta molesta por ese afán de sustentar la memoria.

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