La sociedad que se
reanude tras la epidemia, nos dicen, será diferente, incluso la incluyen en una
nueva normalidad, una fórmula que
inquieta por lo extraña que resulta, influidos como estamos, sin duda, por
tantas distopías, el siglo XX estuvo repleto de ellas. Claro que el futuro no
lo conocemos, tal vez ni siquiera lo tengamos delante, a la vista, sino detrás,
a nuestras espaldas, no lo podemos contemplar, lo ignoramos todo sobre él, como
apunta la poeta brasileña Marília Garcia: «(…) o pasado fica diante de nós à
nossa frente: / afinal podemos ver o que lá aconteceu / e o futuro ainda
desconochecido / fica atrás às nossas costas / pois não o vemos»; estamos
acostumbrados a esa línea trazada por la idea de progreso que va surgiendo
sobre todo a partir de la Ilustración, partimos de un pasado en el que fuimos débiles
y atrasados; avanzamos hacia la plenitud y la prosperidad, y el futuro,
creíamos, estaba ante nosotros, a la espera de convertirnos en mejores. Incluso
nuestras vidas individuales estaban imbuidas por esta idea de prosperidad y
progreso.
Pero no es así, no parece
que sea cierto que toda etapa posterior resulte, por una cuestión de
temporalidad, mejor que cualquier etapa anterior. El nazismo, hoy estamos a
setenta y cinco años de su derrota, fue a todas luces un retroceso brutal en
una nación que destacaba por su cultura y su desarrollo, pero que avanzó hacia
la barbarie y la brutalidad. Quizá sea el ejemplo más evidente. La historia no
es lineal, sino que va dando curvas, alternando avances y retrocesos. Claro que
deberíamos también cuestionar el concepto de progreso, no lo es en todos los
casos que así lo considerábamos.
Por tanto, la sociedad
que surja de la pandemia puede ser mejor, quizá aprenda de lo ocurrido, se
cuestione muchas de las bases que la sustentaron antes que se expandiera la
enfermedad, hablan por ejemplo del aspecto medioambiental, de la relación con
la naturaleza, pero también de otros valores que, se ha comprobado, no han
funcionado; pero también puede ser peor, puede que se reafirmen los
nacionalismos más cerriles, se asuma el autoritarismo como forma de gobierno,
legitimado además por razones ajenas a la política, se refuercen las fronteras
y se diluyan los principios de la cooperación y de la solidaridad. No podemos
saber lo que tenemos, como sugiere Marília García, a nuestra espalda, ni
siquiera ese futuro a punto de iniciarse.
La pregunta clave es
entonces, no lo que nos deparará el futuro, sino qué recordaremos de este
presente cuando sea pasado.
La memoria sirva tal vez
para aprender, sacar conclusiones y, en la medida de lo posible, determinar
nuestras decisiones, las colectivas y las individuales. Pero a menudo optamos
por el olvido o por no plantear ni cuestionar nada. Se lanzan discursos que
pretenden recoger la historia, pero son sólo palabras muchas veces huecas que
sirven nada más que para aplanar debates. Ahora incluso se habla abiertamente
de establecer relatos sobre lo
ocurrido, no interpretaciones ni puntos de vista, sino relatos que tienen sus lógicas internas, pero no tienen por qué
vincularse a la realidad, a lo que fue.
Puede que esto sea así
porque en algunos casos es desde la literatura donde realmente se establece el
análisis de la historia, sobre todo de la historia más reciente. El conflicto
vasco es, sin duda, uno de los ejemplos más evidentes. Ha pasado un decenio desde
que la lucha armada dejó de ser una realidad, el conflicto daba sus últimos
coletazos después de lustros de enfrentamientos violentos, los años de plomo lo
llamaban. Hoy todo aquello parece no haber existido, uno atraviesa las calles
vascas y sólo un observador atento puede darse cuenta de algunas fallas, no son
palpables, sino que las aprecian los ojos más dispuestos. No se habla de ello,
nadie rememora nada, se pasa a lo sumo de perfil, aun cuando haya incluso
instituciones varias que pretendan el análisis con el fin de sacar las
conclusiones que sirvan para ir cerrando heridas. Pero lo que se busca, se
reconoce incluso, es un relato. Para
colmo, quien rompe el consenso y saca el tema lo hace más bien para obtener
réditos políticos o desacreditar a oponentes políticos o acuerdos con tal o
cual organización. No es en la política, en la prensa o en las referidas
instituciones donde se plantea ese pasado, sino en la literatura, son varios
autores quienes han comenzado a escribir sobre el conflicto, bien como tema
central bien como elemento de fondo. Estoy leyendo La Carretera de la costa, de Kepa Murua, una novela que combina el
relato de una historia con la reflexión sobre la Euskal Herria que fue. A
partir de una acción terrorista cuyos autores se confundieron de objetivo –de
víctima, recuérdese, por muchas matizaciones que se hagan–, este escritor da
unas pinceladas de la realidad a todas luces clarividentes. No parece que los
analistas más académicos describan tan bien lo que fue. No se equivocó Marx al
buscar claves sociales más en las novelas –en su caso de Balzac– que en los
sesudos estudios académicos de su época.
Pero no sólo ocurre aquí,
en este rincón de un Estado que tampoco ha acabado de asumir su pasado
reciente, aun cuando el tema de la memoria haya saltado durante un tiempo a un
primer plano y se exija la restitución de las muchas víctimas abandonadas en
cunetas y fosas comunes, desaparecidas o torturadas en comisarías. Durante años
el pacto de la transición, con el correspondiente establecimiento de la
democracia, pareció estar basado en el olvido, en el no recordar, incluso en obviar
ciertos privilegios de algunos. No se habla, sólo los familiares directos de
las víctimas parecen querer el recuerdo. Por tanto, no son sólo los vascos
quienes olvidan, es algo común en
España. En Francia, por su parte, ocurrió otro tanto con su historia reciente,
la de la guerra y el periodo del Gobierno de Vichy, e incluso el verbo collaborer ha sido durante mucho tiempo
evitado por no rememorar aquella etapa.
Una vez más la literatura
parece más presta a servir de vanguardia en una reflexión que cuesta
desarrollar ante tanto discurso patriótico y una historia que a veces parece
escribirse para reafirmar posiciones. Por eso preocupa tanto que la literatura
se esté colocando en la parte más periférica de la sociedad y que quede
arrinconada entre todas las otras actividades de unas sociedades que están
prefiriendo el olvido. A veces resulta molesta por ese afán de sustentar la
memoria.
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