No creo que se vaya hoy a recordar aquel 15 de mayo de hace nueve años que llenó muchas plazas de
capitales, ciudades e incluso pueblos de toda España. Inmersos como estamos en
los efectos de una pandemia, el pasado se diluye a pasos forzados hasta
desaparecer en la neblina del olvido. Puede que sea algo cursi decirlo así,
pero al final sólo nos queda la cursilería para expresar este nuevo escalón
hacia la nada y que algunos rellenan de épica, pero una épica de cartón piedra.
Tampoco me parece, por otro lado, que haya muchas ganas de recordarlo, ni
siquiera entre sus protagonistas. La nostalgia es casi siempre fruto de una
cierta decepción y choca con la necesidad de épica, incluida la épica cartón
piedra mencionada. Pero además el pasado, incluso cuando es reciente, no parece
interesar mucho entre nosotros, aunque sea para entender algo de lo que pasa en
el presente.
Ni qué decir tiene que
aquel 15M tuvo bastante de grito desesperado, por mucho que la prensa recogiera
las frases ingeniosas escritas en cartones, estética precaria, por supuesto, y
que colgaban de farolas o se llevaban a las asambleas y concentraciones, alzándolos
con los brazos sobre la cabeza para que se leyeran los lemas y así mostrar tal
vez que la rabia no estaba reñida con la poesía. Pero al final sólo quedó el
acto en apariencia poético, una y mil veces ensalzado, también se habló del
protagonismo de una juventud, la más preparada de la historia, decían, que
estaba condenada a la precariedad y a vivir peor que la generación de sus
padres, por tanto sin progreso ni prosperidad y con altas dosis de frustración
porque dominaba la idea de que, si esto era así, era más bien por ineptitud
personal. Lo comunitario parecía haber perdido la partida en los debates.
Olvidaban muchos
intérpretes de la realidad que el progreso se había diluido como idea tras las
distopías autoritarias del siglo XX, el horror del nazismo, la crisis
medioambiental, la globalización, una posmodernidad que ensalzaba el presente,
el consumismo, la superficialidad material, el mero discurseo vacuo, todo lo
cual se concretaba en la corrupción
cotidiana, una única soflama en las instituciones, unas ciudades que no
se constituían ya en centros de sociabilidad y cultura, sino en meros decorados
para el disfrute a veces casi único del turismo y de las élites.
En cuanto a la
prosperidad, seguía existiendo, pero cada vez más en manos de una minoría que
no era en absoluto comedida, muy al contrario, resultaba de un exhibicionismo
un tanto insultante, pecaminoso incluso, y a partir del 2008, tras los
gloriosos años de expansión económica, ya no hacían ninguna gracia ni los
buenos tiempos ni sus gestores, como no la hacía recordar a un ministro
socialista que unos años antes afirmaba orgulloso que España era el país de la
UE donde más fácil resultaba hacerse rico o veíamos la foto de una alcaldesa de
Valencia y un presidente de la Comunidad Valenciana, de signo contrario al ministro, subidos
sonrientes en un Ferrari. Los años de gloria se habían difuminado, Marina d´Or
se volvía un decorado fantasma frente al mar y los sanitarios, hoy heroicos y
aplaudidos, padecían en primera línea las consecuencias de los recortes y las
privatizaciones. Había que adaptarse a los tiempos, decían, es lo que hay.
No, pese a los lemas y a las frases bonitas y
ocurrentes, aquellas acampadas no eran poéticas, aun cuando se buscara el
sentido real de las palabras. El campo de batalla en que se había convertido el
lenguaje las había desvirtuado por completo y por tanto también todo discurso
lo estaba, y cuando se ocuparon las plazas se intentó recuperar el sentido de
las mismas, pero puede que ya fuese tarde. Lo del lenguaje ha ido a peor, por
cierto. Hoy se emplea con total impudor lo de distancia social o inmunidad
de rebaño sin que nadie parezca caer en la cuenta de la ambigüedad que
entrañan y lo impreciso que resultan en cuanto a su significado. Quizá no sea del
todo involuntario.
El hoy olvidado 15M no
fue desde luego un acto poético, aun cuando hubiera lemas y frases ocurrentes,
pero tampoco fue revolucionario, aun cuando se plantearan dialécticas varias y
se discutieran programas y proyectos. Tuvo mucho más de grito por la
supervivencia ante una insostenibilidad brutal de toda aquella realidad
imperante. Hubo momentos de enorme envergadura, incluso intensos, tan
necesitados como estamos, repito, de épicas en esta realidad tan insustancial,
en este continente que vive más de viejas glorias que de concreciones presente,
en una España más de fachada que de interiores. Pero en gran medida fue una
expresión desesperada y de impotencia que ha acabado siendo un mero mensaje en
una botella lanzada al proceloso mar del tiempo. Aun así, hay que lanzar más
botellas al mar, me temo, con mensajes que tal vez no lleguen a ninguna parte. Nueve
años después no parece que estemos mejor, es más, lo que se nos viene encima
resulta tremendo.
Para colmo, como si de
una broma se tratara, vemos hoy a los patricios salir en Madrid a protestar con
énfasis y vehemencia, la revuelta de los
cayetanos, la llaman, con gritos épicos (de la épica cartón piedra) que
reclaman libertad, con imágenes ridículas. Símbolos de los tiempos, me temo. Un
hombre golpea una señal de tráfico con un palo de golf. No hay desde luego ni
un ápice del intento de poética de hace nueve años. Verlo nos traslada más bien
a Jon Manteca, el cojo manteca, que
con sus muletas golpeaba en 1987 otra señal de tráfico, también en Madrid, la
misma ciudad donde se inició el 15M, desde una situación diametralmente
opuesta, de ahí lo ridículo de la imagen actual. En 1987, por cierto, fue cuando
se empezó a hablar de desencanto.
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