Lo anunció por radio una
voz altanera y jactanciosa: «Parte
oficial de guerra del cuartel general del Generalísimo correspondiente al día
de hoy, primero de abril de 1939, tercer año triunfal: en el día de hoy,
cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus
últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.» De esta manera se
acababa un largo conflicto armado que había durado casi tres años y que dejó el
país destruido. Fue una guerra brutal la de España, cruenta, envuelta por una
épica gloriosa sin duda excesiva, porque tuvo también mucho de degradación
brutal. A todas luces ninguna guerra es heroica, nunca lo será, por muchos
actos valientes que se le atribuyan, ni siquiera cuando se las legitima y
algunos las justifiquen, como «guerra
legal» se quiso incluso considerar una de ellas, la intervención en Yugoslavia,
porque se llevó a cabo un debate sobre la misma en las Naciones Unidas y tal
institución dio el visto bueno.
En el octogésimo primer
aniversario de esa fecha no parece que estemos para recuerdos ni memorias.
Todos los debates políticos, sociales, históricos y culturales han quedado
relegado a un segundo plano, aun cuando muchas personas se seguirán ocupando de
ello, seguro, o pensemos tangencialmente en la fecha durante este confinamiento
obligado y necesario. Aunque sólo sea porque, como ya he comentado estos días,
se ha pretendido comparar la situación actual con una guerra. Ni de lejos lo
es, desde luego, resulta hasta frívola la analogía, y resulta preocupante que
sigamos con una lógica bélica a la hora de analizar la realidad y aquellos
conflictos que afectan a la población entera. Nada tiene que ver con la
contribución que puedan realizar algunos cuerpos militares, sin duda necesaria
y de agradecer, a favor de las infraestructuras médicas y a labores de
prevención, no se puede confundir lo parcial con lo general.
Esa lógica militar del
alzamiento y el conflicto, con su lenguaje bélico y la represión que trajeron
consigo, desde luego se mantuvo durante mucho tiempo en la posguerra española.
Los efectos de la guerra penetraron en el ánimo de la gente que sufrió su
virulencia, una inmensa mayoría de la población. Pero además fueron los
militares alzados quienes mantuvieron un control absoluto del país durante el
decenio posterior al fin de la guerra, incluso por encima de los grupos
ideológicos que apoyaron al bando nacional y cuyos militantes más programáticos
se sintieron rebasados por los militares y apartados por completo en la
construcción de la Nueva España, que no fue tal. Sólo en los años cincuenta se
redujo el lenguaje bélico y se entró en una fase más economicista.
Esa posguerra fue también
una época de penuria material, de miseria. Nadie lo ignora y aparece reflejada
en muchas obras de la época, en Nada
de Carmen Laforet, por ejemplo, de la que conmemoramos el septuagésimo quinto
aniversario de su publicación. Es sabido que la guerra todo lo destruye y hay
quien la asocia con los propios procesos económicos. El economista Ernest
Mandel estudió los ciclos de crisis y su relación con la guerra. Parece que
están estrechamente vinculadas.
Respecto a la pandemia
actual, todo apunta a que le seguirá una debacle económica que algunos
vaticinan tremenda. Sin querer ser agorero, esto pinta bastante mal. Para colmo
estos días leo sobre la deducción despachada por Ramón Gómez de la Serna acerca
de la necesidad de los españoles de matarse cada cien años, puesto que el
inicio de la guerra y el caos cruento que comportó y de la que fue testigo
directo el escritor le recordaron unos hechos similares descritos por George
Borrow en La Biblia en España que se
produjeron en 1836 y que, de ser cierta, nos conduce a una nueva guerra dentro
de dieciséis años, salvo que el conflicto bélico nos venga por otro lado y de
antemano.
Lo cual supone volver al
debate, un tanto juvenil si cabe, sobre la inevitabilidad de la historia o la
posibilidad de transformar la realidad. Un dicho aconseja no llorar sobre la
leche derramada, o lo que es lo mismo, en boca de Salvador Martí, el irónico
subsecretario del Ministerio del Tiempo, el pasado es leche derramada, con lo
que sólo cabe centrar todo el esfuerzo en el presente.
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