miércoles, 1 de abril de 2020

Sobre las guerras


Lo anunció por radio una voz altanera y jactanciosa: «Parte oficial de guerra del cuartel general del Generalísimo correspondiente al día de hoy, primero de abril de 1939, tercer año triunfal: en el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.» De esta manera se acababa un largo conflicto armado que había durado casi tres años y que dejó el país destruido. Fue una guerra brutal la de España, cruenta, envuelta por una épica gloriosa sin duda excesiva, porque tuvo también mucho de degradación brutal. A todas luces ninguna guerra es heroica, nunca lo será, por muchos actos valientes que se le atribuyan, ni siquiera cuando se las legitima y algunos las justifiquen, como «guerra legal» se quiso incluso considerar una de ellas, la intervención en Yugoslavia, porque se llevó a cabo un debate sobre la misma en las Naciones Unidas y tal institución dio el visto bueno.

En el octogésimo primer aniversario de esa fecha no parece que estemos para recuerdos ni memorias. Todos los debates políticos, sociales, históricos y culturales han quedado relegado a un segundo plano, aun cuando muchas personas se seguirán ocupando de ello, seguro, o pensemos tangencialmente en la fecha durante este confinamiento obligado y necesario. Aunque sólo sea porque, como ya he comentado estos días, se ha pretendido comparar la situación actual con una guerra. Ni de lejos lo es, desde luego, resulta hasta frívola la analogía, y resulta preocupante que sigamos con una lógica bélica a la hora de analizar la realidad y aquellos conflictos que afectan a la población entera. Nada tiene que ver con la contribución que puedan realizar algunos cuerpos militares, sin duda necesaria y de agradecer, a favor de las infraestructuras médicas y a labores de prevención, no se puede confundir lo parcial con lo general.

Esa lógica militar del alzamiento y el conflicto, con su lenguaje bélico y la represión que trajeron consigo, desde luego se mantuvo durante mucho tiempo en la posguerra española. Los efectos de la guerra penetraron en el ánimo de la gente que sufrió su virulencia, una inmensa mayoría de la población. Pero además fueron los militares alzados quienes mantuvieron un control absoluto del país durante el decenio posterior al fin de la guerra, incluso por encima de los grupos ideológicos que apoyaron al bando nacional y cuyos militantes más programáticos se sintieron rebasados por los militares y apartados por completo en la construcción de la Nueva España, que no fue tal. Sólo en los años cincuenta se redujo el lenguaje bélico y se entró en una fase más economicista.

Esa posguerra fue también una época de penuria material, de miseria. Nadie lo ignora y aparece reflejada en muchas obras de la época, en Nada de Carmen Laforet, por ejemplo, de la que conmemoramos el septuagésimo quinto aniversario de su publicación. Es sabido que la guerra todo lo destruye y hay quien la asocia con los propios procesos económicos. El economista Ernest Mandel estudió los ciclos de crisis y su relación con la guerra. Parece que están estrechamente vinculadas.

Respecto a la pandemia actual, todo apunta a que le seguirá una debacle económica que algunos vaticinan tremenda. Sin querer ser agorero, esto pinta bastante mal. Para colmo estos días leo sobre la deducción despachada por Ramón Gómez de la Serna acerca de la necesidad de los españoles de matarse cada cien años, puesto que el inicio de la guerra y el caos cruento que comportó y de la que fue testigo directo el escritor le recordaron unos hechos similares descritos por George Borrow en La Biblia en España que se produjeron en 1836 y que, de ser cierta, nos conduce a una nueva guerra dentro de dieciséis años, salvo que el conflicto bélico nos venga por otro lado y de antemano.

Lo cual supone volver al debate, un tanto juvenil si cabe, sobre la inevitabilidad de la historia o la posibilidad de transformar la realidad. Un dicho aconseja no llorar sobre la leche derramada, o lo que es lo mismo, en boca de Salvador Martí, el irónico subsecretario del Ministerio del Tiempo, el pasado es leche derramada, con lo que sólo cabe centrar todo el esfuerzo en el presente.



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