Vaya por delante que el
concepto patria y todo lo que le
rodea me incomoda cada vez más. Me aburre y me cansa, me molesta hasta el
fastidio, me exaspera a veces por lo hueco que resulta. No son poco los que
claman patriotismo, pero olvidan a las personas que la patria encuadra, a sus
ciudadanos; las grandes banderas tienden a sombrearlas tanto que quedan por completo ocultas, desaparecen. Tiene más valor la bandera y la exaltación de valores
calificados incluso de eternos que las propias personas a las que se alude con
tal término, a las cuales se les llama a veces a defenderla con la propia vida,
pero también con la ajena. Quien está dispuesto a morir por la patria también ha
de estar muchas veces presto a matar por ella. Se mata –real o simbólicamente –
a quienes no entran en tal categoría, a los extranjeros en general, a los de
otra nacionalidad en particular, a los tibios del mismo bando que no se entusiasman
con esa pasión, todo ello encuadrado en una dialéctica basada en nosotros y ellos.
Me gustaría que fuera
absolutamente cierto, como escribió José María Marco, que declararse patriota fuera,
en primer lugar, una demostración de mal gusto. Pero a tenor de lo visto
últimamente sólo en esta península donde vivo parece que no es así. Volvemos a
la exaltación de la patria, de las patrias mejor dicho, porque hay varias y,
por supuesto, opuestas según los más puristas. Al final resulta una entelequia
que nada tiene que ver con la vida real de sus habitantes.
Claro que esto no quita a
que haya elementos que nos unen a unos y nos diferencian de otros. Una lengua
(o varias), una historia, una experiencia común, unos hábitos transmitidos
generación tras generación y a lo cual se puede estimar como propio porque
forma parte incluso del yo más íntimo. Es verdad, lo he conocido, cuando se
está lejos del terruño o del país se echan de menos ciertas cosas. También se
acaba mirando otras con más distancia. Puede no obstante que esto no forme
parte propiamente dicho del patriotismo, o como dijera el escritor uruguayo
Jorge Majfud, de «la enfermedad moral del patriotismo».
Me ha dado por pensar en
todo esto por las largas horas de cuarentena en casa y porque hoy es el Aberri eguna, el día de la Patria, la
vasca evidentemente, que el creador del nacionalismo vasco contemporáneo,
Sabino Arana, quiso que coincidiera con el Domingo de Resurrección. Sí, también
la religión forma parte en ocasiones del discurso patriota y hasta le transmite
mística al mismo.
Llegado a este punto y no
sé si con ánimo de contradecirme, el que haya iniciado mi diatriba clamando
contra la patria, por tanto contra el nacionalismo, cualquier nacionalismo (hay
quien sostiene que siempre se es nacionalista, de una patria o de la otra; yo
no lo creo), no significa que afirme categóricamente que el País Vasco, por
ejemplo, tenga que formar parte de España. Tal vez sí, tal vez no, hablamos en
todo caso de la formación de un Estado propio o de pertenecer a otro, y esto es
otro debate porque quizá el concepto patria o nación tampoco precise de un
Estado para materializarse. En todo caso será algo que los vascos, entiéndase
la gente que vive en el lugar, lo tendrá que decidir algún día, aunque tampoco
tal hecho, me temo, solucionará el debate sobre la patria y/o nación. Por
cierto, a menudo tampoco yo le deseo un Estado a nadie. Ni el Estado que
podamos tener con todas las maravillas que se le atribuyan ni el que tenemos ahora
(o padecemos).
Sé que el tema ha
merecido ríos de tintas. Por desgracia, también demasiados muertos. Tampoco me
interesa ahora mismo el debate político en sí mismo y si ha de plantearse la
cuestión de lo qué es España (o cualquiera de sus partes), tal vez habría que
volverla a bosquejar como la centrara en su momento inicial la generación del 98,
de un modo más cultural que político, con referencias múltiples a sus paisajes
y a sus gentes. Con la ventaja de que ahora acumulamos más detalles, más
amplios y más ricos, aunque sólo sea porque hay más años de historia sobre la
que contemplar la realidad y tantas relaciones o más con el resto de España, me
remito a la experiencia de cada cual, e incluso con el mundo. Claro que la
Generación del 98, ni tampoco las que la siguieron, llegaron a una conclusión,
muy al contrario, el tema se complicó y acabó, ya se sabe, como el Rosario de
la Aurora.
Claro que viendo la
realidad circundante no cabe mucha esperanza. La cuestión nacional ha vuelto a
ocupar el centro del debate estatal en el último lustro y de nuevo el
patrioterismo ha llenado la discusiones, eso sí, con un exceso de épica que tal
vez ya ni disimula la carencia de ideas. De todos los bandos, me temo. No es
equidistancia, sino constatación. Eso sí, la epidemia nos ha mostrado que las
banderas no curan ni sirven al final para forjar comunidades de verdad.
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