miércoles, 18 de marzo de 2020

Lenguaje, comunicación, comprensión, pandemias


Me vienen a la memoria algunas asignaturas de mi carrera de filología que trataban del lenguaje y la comunicación, y de las que, sin embargo, ahora mismo, no recuerdo mucho su contenido, ya han pasado algunos años, y a veces lamento no haber prestado más atención a las mismas, por aquel entonces me interesaban otras materias, sobre todo las de literatura. Sin embargo, no es difícil reencontrarse con libros y especialistas en la materia que explican muy bien todas estas cuestiones del lenguaje y la comunicación.

Porque a nadie se le escapa la importancia del lenguaje para el contacto entre las personas y para la transmisión no sólo de ideas, también de emociones y de estados de ánimo. Para la comunicación es fundamental el lenguaje, un lenguaje del que forma parte, además de las palabras, la entonación, la emotividad, los gestos. Unas mismas palabras, dichas de formas distintas, transmiten mensajes también diferentes.

A todas luces no es necesario haberlo cursado durante la carrera para darse cuenta de todo ello, tenemos nuestra propia experiencia. Todos somos hablantes y escuchantes, todos somos conscientes del valor de las palabras y de las formas en que se dicen. Sin duda nadie ha sido ajeno a palabras malintencionadas  o pronunciadas sin querer de un modo arisco e hiriente. A veces las entendemos mal, las interpretamos de otra forma. Quien ha tenido que traducir e interpretar a personas que hablan idiomas diferentes sabe lo preciso que hay que ser para evitar ciertas consecuencias nocivas o para ser exacto y justo en las decisiones a tomar derivadas de lo que se traduce e interpreta.

El lenguaje, por fin, también es un campo de batalla que determina victorias o derrotas, que asusta o calma, incluso hay palabras que llegan a aterrar. En la política es más que evidente las sutilezas del discurso, cambian mucho lo que pensamos y determinan nuestra actuación si escuchamos a políticos que saben emplear el lenguaje de forma sibilina. Es verdad, aun cuando suene pomposo: a través del lenguaje entendemos el mundo. Por eso es crucial en momentos de crisis cómo se dicen las cosas. Porque van a provocar reacciones diferentes en los destinatarios del mensaje. Al mismo tiempo, según el modo de comunicar las urgencias y las alarmas vamos a saber las intenciones –intencionalidades– del emisor. Es cierto que no siempre sirve aquello tan baladí de adoptar en todo momento eso que denominan un lenguaje positivo, hay situaciones que requieren un modo más severo de expresarse e incluso es preciso ahondar en el tono para recalcar los peligros y las negatividades. El lenguaje de los libros de autoayuda no sirve. Pero tampoco el catastrofismo más adusto.

He pensado en esto mientras recibo miles de mensajes sobre la actual crisis del conoravirus, mensajes oficiales, de las diversas administraciones y de los responsables sanitarios, pero también de los medios de comunicación, que se han convertido en una mediación imprescindible entre aquellos y la población, pero no siempre cumplen con la labor de información que se vuelve muy necesaria en momentos de crisis absoluta. Luego están los bulos, los rumores, los comentarios, las reacciones exageradas que se adoptan en la calle y comercios. Cualquier reacción, incluso exagerada, es necesaria, dirán, y tal vez sí lo sea, pero los efectos psicológicos y de ansiedad sin duda van a ser más agudos, y eso es tan importante como mantenerse alejados del contagio. Acaso muchos no se enfermarán, pero no saldrán inmunes del confinamiento.

De la cantidad de información recibida –toneladas, si pudiéramos medirla en una unidad de masa– a uno le ha quedado vagamente claro que: a) la enfermedad en sí no es especialmente grave, salvo que se pertenezca a un grupo de riesgo, como personas mayores o con enfermedades previas, sobre todo respiratorias; b) la enfermedad es muy contagiosa y se expande con rapidez si no se toman medidas; c)  si hubiera un contagio mucho más masivo, se llegaría a colapsar el sistema hospitalario. Éste es la base del problema. Así lo han explicado algunos técnicos sanitarios, incluso los responsables oficiales de transmitir las medidas. Y dicho así, se comprende sin alarmismos ni alharacas. Se toman entonces las medidas con calma y se cumplen para evitar contagios entre los grupos de riesgo y el bloqueo de los hospitales.

Pero no ha sido posible mantener la cordura y algunos medios de comunicación, televisiones sobre todo, se han decantado por la más pura histeria, machacando a lo largo del día con el asunto, vaticinando con tremendismo momentos peores en el proceso y anunciando además el verdadero cataclismo cuando se materialicen los efectos del mal en la economía.

La consecuencia ha sido una inevitable histeria colectiva que se ha trasladado a las tiendas de alimentación, a la calle, y que se materializa en la angustia colectiva ante la realidad. Un grado más de neurastenia y se volvería real esa visión distrópica sobre la que escribía David Trueba estos días y que se iniciaba con la fuga de masas de gente a África, el camino inverso de los que escapan hoy de la miseria y de las guerras.

Ni qué decir tiene que uno lidia desde la barrera, contempla el espectáculo con no poco escepticismo y, sin duda, de encontrarse en el puesto de algunos responsables no sabría qué hacer. Pero sé que lo que se debe comunicar es que el tema, siendo grave, no ha de acuciar. Claro que luego uno se encuentra con la tensión acumulada en las tiendas y es difícil escapar del nerviosismo generalizado.

En fin, esto es apenas un desahogo irrelevante, sin duda, producto de la decepción ante ciertas cadenas y ciertos periodistas admirados, caídos ahora del pedestal.


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