En el primer capítulo de La Peste, de Albert Camus, una novela
que de pronto, dadas las circunstancias, se convierte en (re)lectura cuasi
obligada, se dice que Orán, la ciudad donde se dan los hechos del relato, es en
apariencia un lugar sin sospechas, es decir, una ciudad del todo moderna. El
autor asocia, por tanto, modernidad con falta de recelos y aprensiones, una
sociedad moderna en la que, además, domina la despreocupación por lo que se es
y por el estado del mundo.
Ni qué decir tiene que en
esa afirmación se estaba dibujando lo que sería, con el tiempo, la sociedad
europea, esto es, la sociedad del bienestar, en construcción cuando la novela
aparece, en 1947, y que alcanzaría su total plenitud unos poco años más tarde.
Se trata a todas luces de una sociedad que ha dejado de sentirse responsable de
los conflictos externos, que se ve desligada del resto del mundo, orgullosa de
sí misma, con una notable sentido de identidad propia. Es una sociedad en la que
impera la clase media, de difícil definición aunque se caracteriza por niveles
de vida material muy alto y por un nivel de conflicto con la realidad bastante
menguado.
Quizá Camus no previera
el alcance de lo que iba a ser esa sociedad moderna que él situaba en Orán.
Murió en 1960 y no conoció el sesentayochismo,
que colocó en primer plano a la juventud como colectivo social, ni los años de
desarrollo posteriores, ni el cambio de rumbo del capitalismo protector hacia
una economía neoliberal, ni mucho menos el derrumbe del estalinismo, las nuevas
tecnologías, el terrorismo identitario ni las crisis actuales.
Esa ciudad sin sospechas
se convertía en un modelo en el que no cabía la preocupación, se vivía en el
sosiego de una aparente certidumbre. Del mismo modo, la sociedad moderna que se
ha ido construyendo no tiene en cuenta lo marginal, pero no porque no exista,
sino porque no se ve, queda oculto tras capas de autoestima y una visión superficial
e irreflexiva del mundo que ha desencadenado una incomprensión de los
mecanismos con que funciona cualquier sistema.
Como la realidad supera
la ficción, la moderna sociedad europea se ha infantilizado a pasos
agigantados. Nadie es responsable de nada, ni como individuos ni como colectivo.
Se deja a la administración la gestión plena de la realidad, aun cuando algunos
de los actuales gestores del Estado defendieran no hace mucho la necesidad de
nuevos mundos posibles, más democráticos, más horizontales, más empoderados, palabra esta detestable en
mi opinión cuando lo que se pretende, lo que se debería pretender, es la
emancipación, lo que no siempre coincide con los citados empoderamientos.
Nos hemos dado de bruces,
de repente, sin avisar, con la actual crisis del coronavirus que ha sacado
viejos vicios: la histeria colectiva –compras compulsivas aun cuando se
garantizan los suministros–, incomprensión de la realidad y un lenguaje en el
que resuena el discurso bélico de antaño –hemos de mantenernos unidos y remar
juntos en la misma dirección– no exenta de cierto catastrofismo, sobre todo
desde medios considerados progresistas y que ahondan la ansiedad y el agobio
que provoca una situación ya de por sí agobiante, como es una enfermedad
desconocida y con efectos sociales que se desprenden de los cuidados requeridos
para evitar los contagios.
Pero esto ocurre además
cuando las explicaciones aportadas han sido claras: se trata de evitar un
contagio masivo al mismo tiempo para evitar el colapso hospitalario. Dicho así,
sin necesidad de acudir a imágenes espeluznantes o a las frases épicas de rigor –viviremos momentos
duros– de claras resonancias churchillianas,
tal vez hubiéramos reducido bastante la tensión de una situación difícil de
comprender y todavía más de asumir.
Y sin embargo, frente a
los supermercados que se vacían casi al instante de abastecerse por efecto de
unos compradores compulsivos, miles de personas de Madrid o Barcelona han desoído
las recomendaciones de salir lo mínimo posible de casa y se lanzan a Valencia o
a Andalucía, a las plácidas terrazas de la Costa Brava o de la Costa Dorada,
como si la situación no fuera con ellas. Incluso un dirigente político
contagiado y que se dio un baño de masas en un acto de su partido en plena
crisis del virus en cuestión se queja de la inacción del gobierno por no haber
evitado reuniones masivas. Una vez más, el poder nos ha de proteger de nosotros
mismos, de nuestra irresponsabilidad, en una más que notable actuación pueril.
En medio de todo este
estado de cosas, se anuncia ya una crisis económica tremenda, casi peor a la ya
vivida estos últimos años pasados, con lo que se proyecta un miedo que va a
transformarse a todas luces en arma social. Podría ser mera paranoia esto de
ver un cierto uso del miedo, de la enfermedad y de la crisis para otros fines
de dominación social, pero ¿acaso no fueron las guerras, en las que se mataba y
en las que se moría, medios empleados con fines políticos? Hemos normalizado
sin embargo la guerra como instrumento. Quién sabe si estamos ahora ante un
salto cualitativo en este empleo del miedo como herramienta política.
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