sábado, 14 de marzo de 2020

De las pandemias y los miedos


En el primer capítulo de La Peste, de Albert Camus, una novela que de pronto, dadas las circunstancias, se convierte en (re)lectura cuasi obligada, se dice que Orán, la ciudad donde se dan los hechos del relato, es en apariencia un lugar sin sospechas, es decir, una ciudad del todo moderna. El autor asocia, por tanto, modernidad con falta de recelos y aprensiones, una sociedad moderna en la que, además, domina la despreocupación por lo que se es y por el estado del mundo.

Ni qué decir tiene que en esa afirmación se estaba dibujando lo que sería, con el tiempo, la sociedad europea, esto es, la sociedad del bienestar, en construcción cuando la novela aparece, en 1947, y que alcanzaría su total plenitud unos poco años más tarde. Se trata a todas luces de una sociedad que ha dejado de sentirse responsable de los conflictos externos, que se ve desligada del resto del mundo, orgullosa de sí misma, con una notable sentido de identidad propia. Es una sociedad en la que impera la clase media, de difícil definición aunque se caracteriza por niveles de vida material muy alto y por un nivel de conflicto con la realidad bastante menguado.

Quizá Camus no previera el alcance de lo que iba a ser esa sociedad moderna que él situaba en Orán. Murió en 1960 y no conoció el sesentayochismo, que colocó en primer plano a la juventud como colectivo social, ni los años de desarrollo posteriores, ni el cambio de rumbo del capitalismo protector hacia una economía neoliberal, ni mucho menos el derrumbe del estalinismo, las nuevas tecnologías, el terrorismo identitario ni las crisis actuales.

Esa ciudad sin sospechas se convertía en un modelo en el que no cabía la preocupación, se vivía en el sosiego de una aparente certidumbre. Del mismo modo, la sociedad moderna que se ha ido construyendo no tiene en cuenta lo marginal, pero no porque no exista, sino porque no se ve, queda oculto tras capas de autoestima y una visión superficial e irreflexiva del mundo que ha desencadenado una incomprensión de los mecanismos con que funciona cualquier sistema.

Como la realidad supera la ficción, la moderna sociedad europea se ha infantilizado a pasos agigantados. Nadie es responsable de nada, ni como individuos ni como colectivo. Se deja a la administración la gestión plena de la realidad, aun cuando algunos de los actuales gestores del Estado defendieran no hace mucho la necesidad de nuevos mundos posibles, más democráticos, más horizontales, más empoderados, palabra esta detestable en mi opinión cuando lo que se pretende, lo que se debería pretender, es la emancipación, lo que no siempre coincide con los citados empoderamientos.

Nos hemos dado de bruces, de repente, sin avisar, con la actual crisis del coronavirus que ha sacado viejos vicios: la histeria colectiva –compras compulsivas aun cuando se garantizan los suministros–, incomprensión de la realidad y un lenguaje en el que resuena el discurso bélico de antaño –hemos de mantenernos unidos y remar juntos en la misma dirección– no exenta de cierto catastrofismo, sobre todo desde medios considerados progresistas y que ahondan la ansiedad y el agobio que provoca una situación ya de por sí agobiante, como es una enfermedad desconocida y con efectos sociales que se desprenden de los cuidados requeridos para evitar los contagios.

Pero esto ocurre además cuando las explicaciones aportadas han sido claras: se trata de evitar un contagio masivo al mismo tiempo para evitar el colapso hospitalario. Dicho así, sin necesidad de acudir a imágenes espeluznantes o a las frases épicas de rigor –viviremos momentos duros– de claras resonancias churchillianas, tal vez hubiéramos reducido bastante la tensión de una situación difícil de comprender y todavía más de asumir.

Y sin embargo, frente a los supermercados que se vacían casi al instante de abastecerse por efecto de unos compradores compulsivos, miles de personas de Madrid o Barcelona han desoído las recomendaciones de salir lo mínimo posible de casa y se lanzan a Valencia o a Andalucía, a las plácidas terrazas de la Costa Brava o de la Costa Dorada, como si la situación no fuera con ellas. Incluso un dirigente político contagiado y que se dio un baño de masas en un acto de su partido en plena crisis del virus en cuestión se queja de la inacción del gobierno por no haber evitado reuniones masivas. Una vez más, el poder nos ha de proteger de nosotros mismos, de nuestra irresponsabilidad, en una más que notable actuación pueril.

En medio de todo este estado de cosas, se anuncia ya una crisis económica tremenda, casi peor a la ya vivida estos últimos años pasados, con lo que se proyecta un miedo que va a transformarse a todas luces en arma social. Podría ser mera paranoia esto de ver un cierto uso del miedo, de la enfermedad y de la crisis para otros fines de dominación social, pero ¿acaso no fueron las guerras, en las que se mataba y en las que se moría, medios empleados con fines políticos? Hemos normalizado sin embargo la guerra como instrumento. Quién sabe si estamos ahora ante un salto cualitativo en este empleo del miedo como herramienta política.


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