Es cierto, el mundo de la
cultura tras la guerra civil española mantuvo en gran medida una cohesión que
no existió en otros ámbitos. Continuaron los lazos y surgieron no pocas correspondencias entre escritores, se
establecieron nuevos vínculos, como esa amistad por correspondencia entre Ramón
J. Sender y Carmen Laforet, y de este modo la idea de las dos España parecía
menguar, aunque no pudo escapar al ambiente que existía en el país y que afectó
sobre todo a los escritores del interior, que tuvieron que lidiar con la
censura y con un discurso triunfalista, patriota, intolerante, homogeneizador,
aun cuando fuera disminuyendo su intensidad con el tiempo, a partir de los
sesenta, sin que se pudiera romper, no obstante, esa imagen rancia y monolítica
de sí misma.
El tono bronco de la investidura,
estos días, nos remite en cierto modo a esa España añeja, incapaz de salir de
un debate identitario a veces obsesivo, un tanto forzado, tal vez para muchos
cansino, hartos de estar planteándose una y mil ves qué es España, como si
tuviéramos que volver a la casilla de salida del noventayochismo y preguntarnos
todas las mañana ante el espejo, tras despertar, qué es España y cómo su
configura su pluralidad o lo que sea lo que tenga. Pregunta absurda, al final,
porque nada es fijo, nada es eterno y el ser cambia día tras día y se asume, se
vive, no se define.
Pero allí sigue el
debate, una y otra vez, qué es España, qué es lo vasco o lo catalán o lo
ibérico (como si los portugueses tuvieran que estar también sujetos a esta
necesidad de definirse permanentemente), si es compatible entre sí o se niega
entre tanta identidad discursiva. Y en contra de lo que pudiera parecer, no es
patrimonio de un sector ideológico. España no existe, me comentaba hace tiempo
una persona afín al independentismo catalán, como si quinientos años de
represión común no unieran mucho, es más, no fuera la mismísima base de todo
Estado moderno y contemporáneo, unidas todas las poblaciones por la represión
de los poderosos, verdadero cemento que forja las patrias y limita las
identidades colectivas.
Para los autores del
interior o para quienes quisieran publicar en España, escribir bajo censura
real e institucional, la de un señor –solían ser señores– que revisa los textos
a publicar en busca de ideas nocivas que inciten el mal, pudo servir a más de un
escritor a apurar el estilo para poder decir lo que quisiera sin que lo dijera,
un lector atento sabría leer entre líneas y de este modo la escritura y la
lectura adquirieron un tono más pulido y cómplice. Hasta cierto punto fue una
buena escuela para muchos autores –sin que esto signifique añoranza ni deseo de
resucitar tal institución– y hasta motivo de ciertos ejercicios de ambigüedad
terminológica, como el capítulo 68 de Rayuela, de Julio Cortázar, que sin duda
causó un verdadero espasmo al censor correspondiente.
Pero el problema es que
al final la censura acabe asumida por el autor y él mismo se encargue de
cortarse las alas a la hora de escribir. Es curioso, esta autocensura sin
embargo aparece de pronto en momentos en que no existe la censura institucional
y en principio se establece una libertad absoluta para escribir y decir, es
más, se crea un sistema de verdades absolutas que no se pueden cuestionar ni
desdecir, son intocables, nada puede contrariar lo políticamente correcto y
quien lo haga se verá confrontado a los dedos acusadores de los bien pensantes.
Forma parte de alguna distopía esto de que la propia población asuma lo que se
puede y lo que no se puede decir y creer. Se ha dado además un paso en tal
sentido al instituirse la necesidad entre sociólogos, periodistas y politólogos
de establecer relatos sobre los
hechos y acontecimientos, lo que elimina la posibilidad de interpretar la
realidad, que es lo que se ha hecho toda la vida.
Claro que ahora mismo los
escritores ya no pintan mucho en la escena colectiva, se ha diluido la
presencia del escritor casi a una figura decorativa que ya no habla siquiera de
la realidad social. Tampoco es que uno crea mucho en aquello del escritor comprometido, entre otras razones porque
el dedicarse a los menesteres de las letras y los relatos tampoco da pie a que
sus ideas o sus posiciones sean las correctas, o lo sean más que las de otros
sectores sociales. Puede que esta pérdida de presencia tenga que ver con la
poca importancia que tiene ahora mismo la literatura en nuestras sociedades. Puede
que aquella necesidad de censura partiera de la importancia que adquirieron los
escritores como grupo de presión, creadores también de opinión o difusores de
ideas, en un momento en que las ideas parecían peligrosas. Todo ello ha
desaparecido hoy.
En todo caso, la censura
podía apabullar a no pocos autores con sus exigencias y la necesidad de pasar
desapercibido por entres sus manos sin tener que renunciar a la obra. Era un
coste añadido, sin duda, escribir teniendo en cuenta tan innoble institución. A
finales de los sesenta Juan Marsé quiso escribir sin pensar en la censura, sin
que le influyera en la creación de un texto. Asumió que la novela que saliera
de tal escritura sin duda no fuera a publicarse. Aun cuando corrían años de
revueltas y esperanzas, Marsé, él mismo lo reconoce, no era optimista y a esas
alturas creía que el régimen perduraría mucho tiempo más con su censura
institucionalizada. Escribió Si te dicen
que caí, una novela que vuelve a los años de posguerra y al ambiente en las
calles de Barcelona. Al final no quedó en un cajón a la espera de tiempos
mejores, sino que ganó un premio en México y se publicó en aquel país. Fue otra
forma de escapar a la censura institucionalizada y escribir en libertad. No sé
si en el mundo de lo políticamente correcto, si va a más, vaya a haber
mecanismos parecidos de escape.
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