miércoles, 8 de enero de 2020

Sobre censuras, discursos broncos y corrección política


Es cierto, el mundo de la cultura tras la guerra civil española mantuvo en gran medida una cohesión que no existió en otros ámbitos. Continuaron los lazos y  surgieron no pocas correspondencias entre escritores, se establecieron nuevos vínculos, como esa amistad por correspondencia entre Ramón J. Sender y Carmen Laforet, y de este modo la idea de las dos España parecía menguar, aunque no pudo escapar al ambiente que existía en el país y que afectó sobre todo a los escritores del interior, que tuvieron que lidiar con la censura y con un discurso triunfalista, patriota, intolerante, homogeneizador, aun cuando fuera disminuyendo su intensidad con el tiempo, a partir de los sesenta, sin que se pudiera romper, no obstante, esa imagen rancia y monolítica de sí misma.

El tono bronco de la investidura, estos días, nos remite en cierto modo a esa España añeja, incapaz de salir de un debate identitario a veces obsesivo, un tanto forzado, tal vez para muchos cansino, hartos de estar planteándose una y mil ves qué es España, como si tuviéramos que volver a la casilla de salida del noventayochismo y preguntarnos todas las mañana ante el espejo, tras despertar, qué es España y cómo su configura su pluralidad o lo que sea lo que tenga. Pregunta absurda, al final, porque nada es fijo, nada es eterno y el ser cambia día tras día y se asume, se vive, no se define.

Pero allí sigue el debate, una y otra vez, qué es España, qué es lo vasco o lo catalán o lo ibérico (como si los portugueses tuvieran que estar también sujetos a esta necesidad de definirse permanentemente), si es compatible entre sí o se niega entre tanta identidad discursiva. Y en contra de lo que pudiera parecer, no es patrimonio de un sector ideológico. España no existe, me comentaba hace tiempo una persona afín al independentismo catalán, como si quinientos años de represión común no unieran mucho, es más, no fuera la mismísima base de todo Estado moderno y contemporáneo, unidas todas las poblaciones por la represión de los poderosos, verdadero cemento que forja las patrias y limita las identidades colectivas.

Para los autores del interior o para quienes quisieran publicar en España, escribir bajo censura real e institucional, la de un señor –solían ser señores– que revisa los textos a publicar en busca de ideas nocivas que inciten el mal, pudo servir a más de un escritor a apurar el estilo para poder decir lo que quisiera sin que lo dijera, un lector atento sabría leer entre líneas y de este modo la escritura y la lectura adquirieron un tono más pulido y cómplice. Hasta cierto punto fue una buena escuela para muchos autores –sin que esto signifique añoranza ni deseo de resucitar tal institución– y hasta motivo de ciertos ejercicios de ambigüedad terminológica, como el capítulo 68 de Rayuela, de Julio Cortázar, que sin duda causó un verdadero espasmo al censor correspondiente.

Pero el problema es que al final la censura acabe asumida por el autor y él mismo se encargue de cortarse las alas a la hora de escribir. Es curioso, esta autocensura sin embargo aparece de pronto en momentos en que no existe la censura institucional y en principio se establece una libertad absoluta para escribir y decir, es más, se crea un sistema de verdades absolutas que no se pueden cuestionar ni desdecir, son intocables, nada puede contrariar lo políticamente correcto y quien lo haga se verá confrontado a los dedos acusadores de los bien pensantes. Forma parte de alguna distopía esto de que la propia población asuma lo que se puede y lo que no se puede decir y creer. Se ha dado además un paso en tal sentido al instituirse la necesidad entre sociólogos, periodistas y politólogos de establecer relatos sobre los hechos y acontecimientos, lo que elimina la posibilidad de interpretar la realidad, que es lo que se ha hecho toda la vida.

Claro que ahora mismo los escritores ya no pintan mucho en la escena colectiva, se ha diluido la presencia del escritor casi a una figura decorativa que ya no habla siquiera de la realidad social. Tampoco es que uno crea mucho en aquello del escritor comprometido, entre otras razones porque el dedicarse a los menesteres de las letras y los relatos tampoco da pie a que sus ideas o sus posiciones sean las correctas, o lo sean más que las de otros sectores sociales. Puede que esta pérdida de presencia tenga que ver con la poca importancia que tiene ahora mismo la literatura en nuestras sociedades. Puede que aquella necesidad de censura partiera de la importancia que adquirieron los escritores como grupo de presión, creadores también de opinión o difusores de ideas, en un momento en que las ideas parecían peligrosas. Todo ello ha desaparecido hoy.

En todo caso, la censura podía apabullar a no pocos autores con sus exigencias y la necesidad de pasar desapercibido por entres sus manos sin tener que renunciar a la obra. Era un coste añadido, sin duda, escribir teniendo en cuenta tan innoble institución. A finales de los sesenta Juan Marsé quiso escribir sin pensar en la censura, sin que le influyera en la creación de un texto. Asumió que la novela que saliera de tal escritura sin duda no fuera a publicarse. Aun cuando corrían años de revueltas y esperanzas, Marsé, él mismo lo reconoce, no era optimista y a esas alturas creía que el régimen perduraría mucho tiempo más con su censura institucionalizada. Escribió Si te dicen que caí, una novela que vuelve a los años de posguerra y al ambiente en las calles de Barcelona. Al final no quedó en un cajón a la espera de tiempos mejores, sino que ganó un premio en México y se publicó en aquel país. Fue otra forma de escapar a la censura institucionalizada y escribir en libertad. No sé si en el mundo de lo políticamente correcto, si va a más, vaya a haber mecanismos parecidos de escape.

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