A estas alturas imagino
que nadie ignora ya, más allá de las lecturas épicas que perduran todavía hoy,
que la guerra civil española supuso una ruptura enorme en todos los ámbitos, «una gran quiebra» la calificó Francisco
Umbral, y que a pesar de las motivaciones, las causas y las interpretaciones
que se pudieran dar, las hubo incluso a modo de mera justificación propia,
conllevó una división trágica de la sociedad española. Trágica sobre todo
porque significó para miles de personas la muerte, la represión, la tortura y
el ostracismo, lo peor que les pudo pasar.
Para la cultura, aquella
guerra zanjó un largo periodo de intensa actividad literaria, pictórica,
teatral, periodística, en el que asomó el cine y hubo un interés enorme por la
filosofía y las corrientes de pensamiento de la época. Fue la edad de plata de
la cultura española en la que convivieron, desde el último cuarto del siglo
XIX, varias generaciones de autores y artistas, con estilos diferentes y
distintas formas de ver el mundo. Impresiona pensar que en los primeros veinte
años del siglo XX español se cruzaron, circunscribiéndonos sólo a la
literatura, autores realistas y naturalistas, la generación del 98, el
modernismo, los istmos y unos jovencísimos poetas y escritores en ciernes que
conformarían la generación del 27 y la del 36. Asistimos a algo parecido en
cualquier de las otras artes.
Ese mundo de la cultura
no fue desde luego ajeno a lo que estaba
pasando en España, la tensión aumentó a medida que se adentraba el siglo y era
algo de lo que también se hablaba en los cenáculos y tertulias de escritores y
artistas, tomando algunos partido, aunque también hubo quienes se mantuvieron a
cierta distancia, con opinión o sin ella sobre los acontecimientos, habría
incluso quienes pensaran que toda aquella batahola que debía de parecer la
política del momento no iba con ellos. No obstante, lo cierto es que fue en ese
mundo de la cultura donde las posiciones a veces enconadas no llegaron a
rupturas personales, como ocurrió en otros ámbitos, no en general, aunque debió
de haber momentos complicados, sin ninguna duda.
Pero al mismo tiempo tampoco
nadie estuvo a salvo del salvajismo de la guerra, y el desgraciado final de
García Lorca da buena y tristísima prueba de ello, con todas las confusiones
que lo rodearon y afectaron a su gran amigo Luis Rosales y a su familia. Con
final menos trágico, un jovencísimo Leopoldo Panero pagó cara su amistad con el
poeta César Vallejo, de conocida posición filocomunista, cuando recorrieron
juntos las calles de Madrid y luego el poeta peruano pasó uno tiempo en
Astorga, en una casa propiedad de los Panero, lo que motivó que el joven poeta
leonés pasara un breve tiempo en la prisión improvisada, pero cárcel al fin y
al cabo, de San Marcos, acusado de izquierdismo, hasta que la mediación de su
madre ante el mismísimo matrimonio Franco logró liberarlo del mal trago.
En los sótanos del Café
Lion, hoy desaparecido, en el salón conocido como La Ballena Alegre, coincidieron en una de las tertulias habituales
José Antonio Primo de Rivera y Federico García Lorca, sin prever ninguno de
ellos sus respectivos y trágicos finales, y dicen que naciendo no poca
admiración del político por el poeta. Pocos ámbitos en aquel momento conocieron
una capacidad tan grande de libertad, sin querer por ello caer en la
idealización con que lo barniza todo el paso del tiempo. Pero lo cierto es que
al acabar la guerra y tras exiliarse muchos de los artistas abiertamente
republicanos se mantuvieron lazos de amistad y correspondencia entre escritores
adscritos a bandos distintos y opuestos.
Quizá tuviera que ver con
ello aquellas tertulias que reunían a escritores, a artistas, a lectores y degustadores de
las palabras ajenas y a periodistas, a veces incluso a meros curiosos, tertulias
que solían darse en cafés o a veces en domicilios privados. Famosa fue la que
reunía Concha Espina en su casa, una de las mujeres que empezaron a incidir en
la vida cultural del país de principios de siglo y de la que habla Rafael
Cansinos Assens en su diario extenso y después publicado bajo el título La Novela de un literato. Francisco
Umbral, por su parte, ha escrito que «La
tertulia ha resultado con el tiempo una cosa muy española, porque este pueblo
es muy verbal, muy masculino y bastante pobre, como Grecia». Sin duda la
cosa fue por ahí y eso creó no pocos lazos que se mantuvieron a pesar de los
enfrentamientos y la distancia obligada del exilio español.
No es casual que una vez
acabada la guerra, en el interior, se reanudaran las tertulias, las gentes de
letras que se quedaron en España, fuera por adscripción más o menos pública al
régimen, sea por conveniencia o mera indiferencia política, que la hubo, se
volvieron a encontrar en cafés y se organizaron algunas procesiones
laico-literarias a casa de Pío Baroja o de Vicente Aleixandre, a conversar con
los autores de renombre que permanecían en España.
Con ello se procurara tal
vez volver a ese pasado literario definitivamente zanjado, como si pretendieran
fingir que en medio no hubiera habido una guerra y unos compañeros de tertulias
que tuvieron que marchar. Hay que tener en cuenta que no fueron pocos quienes
se exiliaron por haber apoyado la República con mayor o menor intensidad. Dionisio
Ridruejo, al acabar la guerra, no pudo menos que sentir envidia por el
dinamismo cultural de la República derrotada y que él pudo contemplar en el
archivo de revistas literarias publicadas en este bando tras el triunfo de, en
ese momento, su bando, su España triunfal, frente a la poquísima actividad
cultural en el bando nacional, dándose cuenta de que la cultura había estado
mayoritariamente con la República.
A ellos hay que añadir
quienes padecieron la represión del Estado autoritario porque no tuvieron opción a marchar, quienes murieron bajo
esa misma represión, como Miguel Hernández, conmutada una pena de muerte pero
que no pudo soportar las malas condiciones de vida en la prisión. De él se
acordaría sin duda y hablaría, quizá, Buero Vallejo, que fue compañero de celda
en Alicante, en alguna de las tertulias a la que asistió una vez obtuvo la
libertad y pudo dedicarse a su labor creadora.
Por ello y en gran medida
también por el peso de las ausencias, aquellas primeras tertulias de la España
gloriosa tuvieron otro carácter. Hay que tener en cuenta además que en aquella
España triunfadora todo pensamiento era sospechoso, la maldita costumbre de
pensar, clamó más de uno, desapareciendo los debates ideológicos, era evidente
también que las cosas en cuanto a libertades ya no eran iguales, sin duda el
monopolio ideológico llegó a ser cuanto menos asfixiante, y además muchos de
aquellos poetas y autores falangistas o carlistas, o favorables al régimen sin
mayores compromisos, pronto comenzaron a disentir con el orden de las cosas,
sintiéndose parte de ellos engañados mientras que otros se conformaron con la mera
decepción, discreta, pero decepción al fin y al cabo.
Una de aquellas tertulias
fue la de Antonio Díaz-Cañabate, un periodista y cronista que algunos califican
como el Mesonero Romanos de los años cuarenta. Es Umbral –de nuevo Umbral– quien
destaca tres elementos en Díaz-Cañabate: su madrileñismo, el carácter popular
de lo que describe y el tono bohemio de su vida y su obra. Se trata de un
costumbrismo, el suyo, que no está muy lejos del de José Pla, también cronista
en castellano y en catalán (será Ridruejo quien lo tradujera al castellano).
Entre su obra se encuentra la de Historia
de una tertulia, libro en el que nos describe una de aquellas primeras
tertulias de después de la guerra que se inicia en el Café Aquarium, se
traslada al Café Kurtz y termina en el Café Lion, que competirá en la década de
los sesenta con el Café Gijón, cuando las tertulias parecían de nuevo en auge,
su último auge, y Francisco Umbral se trasladaba a Madrid y llegaba al Café
Gijón.
En aquella tertulia se
habla de libros y poemas, se habla de toros –inevitable: José María de Cossío
es uno de sus participantes y quien, por cierto, removió cielo y tierra para
conmutar la pena de muerte de Miguel Hernández, lo que consiguió, aunque sin
poder evitar la trágica consecuencia referida antes– y se habla de paisajes y
de mujeres (eran otros tiempos). No se hablaba de política. Demasiada
decepción, tal vez, o no poca indiferencia, aunque tampoco están los tiempos
para muchas jaranas y la discreción resultaba más que necesaria.
Historia
de una tertulia, de Antonio Díaz-Cañabete, que narra el
ambiente cultural de los años cuarenta, al igual de lo que ocurre con El año que llegué al Café Gijón, de
Francisco Umbral, escrito a inicios de la transición y referido a los años
sesenta, es fundamental para conocer lo que estaba ocurriendo en el ámbito de
la literatura, en general de la cultura, todo un manual imprescindible para conocer
la vida cultural que se desarrollaba al margen de la cerrazón institucional, de
la asfixia de un país, del silencio angustioso ante una guerra de la que nadie
quería hablar, pero estaba demasiado presente y se pasaba de puntillas por
ella, no fuera a despertar los terrores que todos tenían, lo que quedaba, mero
terror, cuando se deshacían las personas de épicas y lugares comunes, un pasar
de puntillas con que se asentó años más tarde la transición.
No sé si aquellas
tertulias de los cuarenta, de los cincuenta y de los sesenta alcanzaron la
intensidad de las anteriores, las del cambio de siglo o las de los años de la
República. Se reanudaron, pese a todo, parecía incluso que se recuperaba el
espíritu de otras épocas, pero al final, poco a poco, se diluyeron. Quizá no se
pudo superar el dolor por las ausencias. Quizá pasó su época y estamos en otra
cosa. Ni que decir tiene que las actuales tertulias radiofónicas o televisivas
nada tienen que ver con aquellas, apenas son éstas mero ruido, un sinsentido en
las que se habla mucho pero se dice muy poco.
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