lunes, 27 de enero de 2020

La pared vertical de la duda


Un jovencísimo Carlos Bousoño se traslada en 1943 a Madrid a continuar sus estudios de Filosofía y Letras iniciados en Oviedo. También se afianza su labor poética y su interés por la Generación del 27. Conoce a Vicente Aleixandre, sobre quien redactará años después su tesis doctoral, se interesa aún más si cabe por Juan Ramón Jiménez, entra en contacto con los poetas que ya han iniciado su carrera literaria en esa España opacada, sobre todo con Claudio Rodríguez, José Hierro y Francisco Brines, y con quienes la inician, José María Valverde o Eugenio de Nora, entre otros.

No eran desde luego años fáciles. Hacía cuatro años que había acabado la guerra civil española y el país estaba a todas luces afectado todavía por las consecuencias del conflicto, lo estará durante mucho tiempo, no sólo por la miseria y el desaliento, también por mantenerse bajo una dictadura que se pretendía ideológica, pero que comenzaba a mostrar sus primeras decepciones en las propias filas. Dionisio Ridruejo ya había regresado a España tras su salto adelante en la División Azul, impresionado sin duda por la dureza de la guerra en Rusia –José Manuel de Prada ha escrito una novela sobre ese capítulo de la guerra y sobre los voluntarios y pretendidos voluntarios que marcharon bajo la orden de los nazis a unas batallas que pronto serán derrotas, Me hallará la muerte–, y nada más aposentarse en España no puede evitar que su visión de aquella nueva España no sea en absoluto ilusionada ni por tanto ilusionante, al contrario: será una visión decepcionada y angosta. El antiguo responsable de propaganda de la Falange le escribe al Caudillo una carta dura, acusatoria. Será el inicio de su ruptura con el régimen, una distancia que le llevará a varios destierros y a la expulsión del país. También muchos de quienes confiaban en un país distinto sentirán esa misma frustración, un desasosiego hondo porque lo real no coincide en absoluto con el ideal, lo que conllevará una decepción profunda.

La década de los cuarenta será difícil. La guerra mundial supone también que aumente la impresión de descalabro generalizado. No es de extrañar que haya una visión hiriente de la realidad, la vemos muy bien reflejada en la novela Nada, de Carmen Laforet. Se acentúa un existencialismo basado en la angustia ante la vida. La presencia de lo religioso en la cotidianidad española incidirá en que muchos de los poetas que escriben en aquel momento busquen en los valores de la fe un recurso de esperanza que tal vez no hallen en la realidad material. Pero surge el desasosiego de la duda, con toda seguridad uno de los conceptos más empleados, más presentes.

Se me hace difícil imaginar cómo era aquella realidad concreta, aquellos primeros años de posguerra, aun cuando se haya escrito mucho sobre ello y el cine ha dado una imagen de la cotidianidad que influye seguramente en nuestra visión. La lectura de los poetas de aquel momento ayuda, pero aun así no resulta fácil comprender cómo asumían la realidad los universitarios y los nuevos escritores de los años cuarenta, aquellos primeros poetas y escritores para quienes las palabras y el lenguaje poseen una importancia enorme para poder mostrar lo que no resulta fácil expresar.

Carlos Bousoño puede al menos tomar cierta distancia y marcha, al licenciarse, a México y Estados Unidos. Durante tres años vive fuera de España. Regresa en 1949, se integra en la vida universitaria y sobre todo comienza su labor poética, reflexiva. El país comienza a cambiar en la segunda mitad de la década de los cincuenta, hay una cierta apertura en los sesenta y surgen nuevos autores con una visión menos angustiosa, aunque no por ello desaparece esa duda acerca de lo real.

Sería interesante quizá poner frente a frente la poesía de aquellos primeros poetas de los años cuarenta con la de los novísimos, cuyos autores cierran la larga noche de la dictadura y reflejan a todas luces un cambio en el país, un cambio social, anímico, cultural. Desde luego, los escritores de los cuarenta han sufrido ese descalabro de la guerra y la ruptura cultural que supone que buena parte de los escritores de las generaciones anteriores se hayan marchado del país. Se enfrentan a la necesidad de reconstruir los espacios culturales, las tertulias, las revistas, hay que empezar de nuevo, y se empieza bajo las nuevas condiciones del país, nada favorables, no hay que olvidarlo. A finales de los sesenta y en 1970, cuando José María Castellet publica su antología de los novísimos, ha habido una apertura cultural importante, se conoce mejor las corrientes literarias del momento en Europa, los escritores latinoamericanos del boom (denominación horrenda, sin duda) aportan nuevas formas de escritura y se respiran ya unos aires de cambio, aun cuando la dictadura acabe su periplo con represión y bastante cerrazón política. No es que lo tengan más fácil, pero se pueden apoyar en un bastión más alto.

No hay que olvidar, por otro lado, que pese a la ruptura que supone la guerra en la cultura española, con la división entre los escritores del exterior, la España del exilio, y del interior, la cultura que empieza de nuevo, existen lazos entre ambas, la mayor parte de los escritores mantienen relaciones y vínculos. La labor de Carlos Bousoño, tanto académica como poética, lo refleja, una labor que es fundamental conocer y leer.


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