Biarritz era en 1843 un
puerto pesquero que mantenía esa tradición ballenera vasca que se remonta, nada
menos, que al siglo XI. Cerca del puerto y su pequeño barrio estaba la Iglesia
de San Martín, alrededor de la cual se levantaron algunas casas, apenas un
suburbio. La suma de las dos zonas constituían la localidad de Biarritz, no muy
lejos de Bayona, la ciudad importante del territorio de Labort. Aquel año el
escritor Víctor Hugo viajó por la costa vasca y los Pirineos, y se topó, casi
literal, con aquel rincón, y quedó embelesado por la blancura del pueblo, por
aquellas casas con tejados rojos y postigos verdes que contemplaban el inmenso
Atlántico.
Aún hoy se puede ver el
mar bravío, casi siempre bajo una capa de calina, se siente un fuerte olor a
yodo y, si la niebla no es muy fuerte, se ve el perfil de la costa que avanza
un poco más hacia el sur y luego tuerce hacia occidente. A menudo el céfiro
golpea con ahínco, lo cual dulcifica no poco los calores del verano, incluso
ahora, cuando la temperatura parece aumentar.
Víctor Hugo temió que
aquel lugar se pusiera de moda, lo peor que le pudiera pasar, sin duda, y tal
vez vaticinara la codicia de las clases altas de Paris, el deseo de los nobles
por encontrar lugares de entretenimiento y las ínfulas de los burgueses por alternar
con los aristócratas para parecérseles lo máximo posible. Nada más necio,
consideró, que el intento de construir una pequeña ciudad, como ocurría en
otros lugares, que simulara ser otro París, pero sin ese proletariado molesto
que tres décadas después montaría en la capital francesa una insurrección por
todo lo alto. Además, cuando se tenía el océano, se preguntaba el escritor,
para qué copiar París.
No sabemos si Eugenia de
Montijo había leído algo de lo que Víctor Hugo escribió sobre aquel paraje, era
inteligente y sensible, sin duda también leída. Sea lo que fuere, diez años
después de la visita del autor, la española se convirtió en emperatriz de
Francia, al casarse con Carlos Luis Napoleón Bonaparte, Napoleón III, y también
se encandiló por la costa vasca y logró que el emperador emprendiera algún
proyecto en la zona, el primero de ellos, en 1854, la construcción de una casa,
un palacio, donde pasar sus buenas temporadas de reposo.
Cómo no, los nobles y
burgueses quisieron emular a la principal familia de Francia y de este modo
Biarritz se convirtió en un destino para el asueto que alcanzó no poco
renombre. Incluso cuando Eugenia de Montijo dejó de frecuentarlo y vendió el
palacio, tras la muerte de Napoleón III, a un banco parisino que lo convirtió en
un casino y luego, en la década de los noventa de aquel siglo, en un hotel, el
Hotel du Palais, la pequeña ciudad que ya nada tenía que ver con el puerto de ensueño
que viera Víctor Hugo era a todas luces un polo de atracción. En Biarritz
estuvieron nada menos que la Reina Victoria, tal vez en aquel momento la mayor
emperatriz del mundo, o Isabel de Baviera, la Sisí legendaria.
Con ellas acudieron una
cohorte de príncipes, nobles, patricios, próceres, banqueros, burgueses, toda
una fauna con la que se encontró el escritor Alejo Carpentier, que en la
segunda mitad de la década de los veintes y primera de los treinta del siglo XX
repetía en parte el viaje de Víctor Hugo unos noventa años antes. Al igual que
al escritor francés, le embelesó el paisaje. Pero como había vaticinado aquel,
las ínfulas de las clases altas y adineradas convirtieron el lugar en un paraje
decadente muy dado al exhibicionismo social. «¡Cómo no lamentar que semejante fauna vulgarice el paisaje!»,
escribirá el escritor cubano. Tenía además prisa por cruzar la frontera cercana
y llegar a España, así que abandonó Biarritz no sin cierta zozobra.
Quizá se cruzara en algún
momento con Irène Némirovsky, que no parecía desagradarle la ciudad. Cuando
Alejo Carpentier paseó por Biarritz, ya había en ella una importante comunidad
rusa que había huido de la revolución bolchevique, con mayor o menor suerte en lo que concernía al mantenimiento de
sus fortunas familiares. Los Némirovsky no la tuvieron, aunque se pudieron
reponer en parte durante su exilio en Francia. La escritora se adaptó bien a
esa zona del País Vasco, le gustaba el paisaje, le encandiló Hendaya, y gracias
a su facilidad con los idiomas aprendió incluso el idioma local, el vasco. Había
llegado muy joven a Francia y celebró su mayoría de edad en Biarritz, con una
fiesta nada menos que en el Hotel du Palais.
La escritora no sobrevivió a la segunda guerra
mundial, murió en uno de los campos de concentración ignominiosos, igual que
miles de personas, millones, en uno de los capítulos más vergonzantes de la
historia europea. Biarritz fue ocupada, pero la liberación le devolvió el atractivo
turístico. El turismo se fue volviendo más y más masivo, aunque de momento la
ciudad no parece haberse convertido en un parque temático, como otras ciudades
del continente. Sigue acudiendo, eso sí, una fauna no muy diferente de aquella
de la que hablaba Alejo Carpentier, a la que hay que añadir en estos tiempos
una clase media con ínfulas burguesas.
En esta ciudad se celebra
ahora la cumbre del G7. Algunas delegaciones ya han llegado a Biarritz, pero el
plato fuerte será la próxima semana, con la presencia de los actuales
emperadores de la tierra. Cómo no, las medidas de seguridad son enormes y
afectan no sólo a la ciudad, sino a un amplio territorio a su alrededor.
Incluso se habla de cierre de la frontera próxima, si se terciara. Hay quien
propone, visto los efectos entre la vecindad y en la vida cotidiana, que tal
vez tales encuentros se deberían realizar en otros lugares ajenos a la vida de
miles de personas, quizá en el mar, y no sería descabellado que fuera en pleno
mar Mediterráneo, mandarles allí donde mueren miles de personas por culpa de una economía
tan mal montada que sólo atiende al provecho de unos pocos.
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