
No consta que Bertolt
Brecht hubiera estado en Bilbao alguna vez, ni siquiera que existiera la sala
de Baile Bil, que cita en la canción. Tal vez fuese un mero recurso
estilístico, aunque puede que le llegaran los ecos alegres, bohemios, un tanto
canallas de San Francisco y Las Cortes, aun cuando la imagen preponderante en
aquel momento fuese la de una ciudad burguesa, conservadora, más liberal que
tradicionalista, católica y mercantil.
Claro que en 1929 Bilbao
era una villa dual, a ese carácter burgués se añadía otro, más obrero,
proletario, marginal, mísero, pero también combativo. A la expansión de la
ciudad por la parte llana, al otro lado de la ría, por la zona de Abando, se
sumó el crecimiento por el sur, por las zonas escarpadas de los montes, zona de
minas –minas de Miribilla y del Morro– y aluvión de casas baratas para el
proletariado –mineros y obreros de la metalurgia o de los astilleros,
trabajadores portuarios, donde por cierto trabajaron muchas mujeres como
cargueras y sirgueras–, casas de goma,
porque parecían expandirse para dar cabida en pisos pequeños al mayor número
posible de personas, una broma las camas calientes de la actual inmigración con
lo que vivieron aquellos inmigrantes que procedían sobre todo de Castilla,
Extremadura o Galicia.
No sabemos tampoco si
Bertolt Brecht, autor comprometido en lo político, revolucionario y
anticapitalista, conoció el auge del movimiento obrero vizcaíno, con figuras
como Tomás Meabe, Facundo Perezagua o los hermanos Arenillas, entre otros
muchos, que reforzaron las organizaciones obreras de aquel momento, la UGT y la
CNT, el PSOE, después el PCE e incluso el POUM, que tuvo un núcleo incipiente
en Bilbao. El escritor Ramiro Pinilla nos habla en muchos de los capítulos de
su trilogía Verdes valles, colinas rojas
de ese movimiento obrero vizcaíno de la margen izquierda del Nervión,
confrontado a la burguesía de la margen derecha, la de la plaza Elíptica y
Neguri.

La cosa se degradó: se
habla de un final de ciclo, y a la crisis económica, brutal en el País Vasco,
se sumó una crisis política intensa, una violencia política que se vivió con
intensidad y no poca zozobra en los setenta y los ochenta, con la expansión de
la droga, además, que en Bilbao y la Margen Izquierda golpeó con especial
crueldad, lo que significó para esa zona de San Francisco y Cortes una absoluta
degradación, habida cuenta que las minas se cerraron en aquellos años. Las
inundaciones del 83 fueron sin duda un golpe definitivo. No parecía haber
motivos para la alegría.
De todo esto nos habla el
documental La vieja luna de Bilbao
(2011), de José Miguel Azpiroz y Antonio Cristobal, con guion de Mikel Ibai y
Carlos Bacigalupe, que nos trae hasta el Bilbao actual, este Bilbao posmoderno
del Museo Guggenheim y de una transformación absoluta, pero «transformación desde lo político», se
nos recuerda, con todo lo bueno y todo lo malo que esto puede suponer. El
documental consigue evitar una de las tentaciones de la posmodernidad, la del
olvido de lo que también fue la ciudad, porque hay una tentación muy fuerte en
algunos procesos urbanos actuales de no querer reconocer todo lo que se fue, ya
ha ocurrido en algunas otras ciudades y no parece que a algunos responsables
políticos locales les guste que se muestre lo feo –o lo que consideran feo– de
la propia ciudad. Por tanto, tras una mirada de lo posmoderno, el reportaje nos
recuerda aquellos otros momentos que han forjado la villa. Historia, al fin y
al cabo, que luego están las interpretaciones y sobre todo la voluntad de
erigir algunos relatos a gusto de quienes quieren deformar la realidad.

Del dinamismo social
depende que Bilbao, como cualquier ciudad, se transforme en una dirección u
otra, aunque de momento todo indica que tal transformación siga siéndolo desde lo político. Y esto va a suponer
olvidar ese Bilbao que, según Joseba Zulaika, encarnaba el poeta Gabriel Aresti
y que contenía «todo el dolor obrero,
vasquista, ecológico, existencial», por mucho que mantengan hoy las loas al
poeta sin hacerle mucho caso.