Del daguerrotipo al
selfie hay una larga senda que refleja un cambio en la percepción colectiva e
individual. Es como si cada fotografía particular, según su formato y estilo,
nos indicara información de la sociedad que la envuelve, por lo menos tanta información
como sobre las personas o los objetos fotografiados. En este sentido, los
daguerrotipos nos muestran una sociedad sobria, adusta, seria, lo que indica
que da mucho valor a la responsabilidad, a asentar la propia imagen de un modo
incluso solemne y, en gran medida, a dar un paso más por medio de una nueva
tecnología en esa pulsión de trascendencia que nace de la conciencia de la
propia muerte: la persona que aparece en un daguerrotipo pretende a todas luces
que se le recuerde con una actitud hierática y digna.
Qué distinto a los
selfies, tan banales e intrascendentes, tan anclados en una necesidad de
mostrarse a los demás felices y ocurrentes, pero siempre sin gravedad y
trascendencia. Nadie se hace un selfie en un momento importante y serio, porque
se huye de cualquier mensaje profundo y de cualquier comunicación que vaya más
allá de la mera expresión alegre o narcisista. El selfie es la expresión idónea
en una sociedad que se pretende opulenta, rica, competitiva e
individualista/individualizadora. El mensaje de quien se hace un selfie es
palpable: aquí estoy yo y qué feliz que soy. Y el receptor del selfie asume que
allí está el modelo a seguir, la actitud más idónea, lo que se ha de ser y cómo
se ha de vivir. Poco importa que refleje o no la pura realidad. Es incluso
capaz de morir por un buen ángulo.
Entre el daguerrotipo y
el selfie, las fotografías han ido cambiando, han ido dejando atrás la
sobriedad adusta que reflejaba la normatividad de las costumbres y se han
mostrado más y más alborozadas a medida que se despojaban de reflexión y acudían
a la mera satisfacción del instante vivido. De las fotografías grupales –las de
la familia, la clase del colegio, las orlas universitarias– hemos visto como
disminuían poco a poco el número de los fotografiados –el grupo de amigos, las
parejas, los hijos– hasta llegar al selfie, donde sólo hay un protagonista, el
yo absoluto –yo en un paisaje, yo ante un plato delicioso, yo en un acto
político, festivo, musical, yo con un famoso–,un yo que es además el eje
central de la fotografía. Y resalta ese yo porque sin duda está enmarcado en la
más absoluta nadería, a la que pertenece también porque en el fondo no hay nada
que contar ni que trascender, en consecuencia gana la mera presencia del yo,
aun cuando ese yo acentúe esa nada e incluso asuma que esa imagen suya ni
siquiera vaya a durar en el recuerdo tras una primera percepción. Durará lo que
dure la sonrisa.
Es curioso, tanto en el
daguerrotipo como en el selfie suele haber sólo una persona en primer plano,
pero qué diferente que resulta el mensaje, la actitud, nuestra propia visión de
lo que vemos. Ante el daguerrotipo reflexionamos. Ante el selfie sonreímos. No
es lo mismo, en absoluto.

En la película ambos mundos se mueven como si
no fueran en realidad conscientes de la situación. El mundo del que proviene
Borja continúa con sus reuniones, sus mítines, sus gestos enaltecidos, un tanto
artificiosos, como si todo ese episodio de corrupción y mala praxis no fuera
con ellos, mientras que el mundo al que acude Borja actúa como si el lema otro mundo es posible tuviera un
significado real, no fuera un mero gesto muy propio del selfie que se hacen sus
partidarios en los mítines y encuentros, la más pura nadería de quien en el
fondo sabe que nada se puede hacer ya, que la tesitura está entre destruir ese
sistema putrefacto o integrarse en él, pese al mal olor. Todo apunta a que los
de la nueva política han optado por esto último, puede que hasta con la razón que
les da la imposibilidad de cualquier alternativa y la falta de valor de los
sujetos políticos para poner toda la carne en el asador de la revolución. La
realidad, cómo no, supera la ficción, y lo que hemos visto después del año de
presentación de la película podría ser a la perfección una continuación de la
misma, con un Borja y una Macarena que
siguen sonriendo ante la cámara, aunque ya son más los instantes en que se
sientan en las escaleras de cualquier rincón de Lavapiés en la más absoluta
desolación.
Y es que todo pasa con
una rapidez estrepitosa y, como la sonrisa o el recuerdo de un selfie, lo
olvidamos en un plisplás. En apenas unos años las nuevas políticas se han
vuelto añejas. La fiesta ha durado bien poco y apenas ha asomado más allá de
las terrazas propias, aun cuando algunos insistan en mantener la música bien
alta, para que la oigamos y se nos mantenga el ánimo bailongo, aunque lo que
muchos ansiamos sobre todo es un poco más de silencio. Más silencio por favor,
aunque no para pensar, sino para descansar de tanto esfuerzo por sonreír ante
el selfie recién olvidado y olvidarnos de paso de nosotros mismos.
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