En la película «Selfie» Víctor García León nos habla de la nadería política y social de nuestro tiempo, de cómo el debate público se ha convertido en un mero espectáculo sin sentido, una mera foto para el consumo rápido e insustancial, para que echemos unas risas, nada más, entre colegas, aunque el espectáculo lo podrá ver, eso sí, redes sociales mediante, todo el mundo, verán nuestras carcajadas y sonrisas en los selfies continuos, porque en gran medida es a todo el mundo a quien acabamos dirigiéndonos, fijando así la regla general de la alegría que hemos de mostrar de un modo acrítico y siguiendo unas normas creadas quién sabe por quien y que nos inducen a que tengamos que sonreír en todo momento, en todas las fotos, siempre, porque lo que importa es la apariencia, aparentar una actitud ante el mundo, ante los demás, ante nosotros mismos.
Nada se fija entonces en esta realidad tan aparente y ornamentada. No olvidemos, como indica la expresión de moda, tan recurrente ahora, que estamos construyendo un relato. Ya no se trata por tanto de entender el mundo, interpretarlo, articular una opinión, dialogar, convencer mediante el discurso y el debate, por medio de un sentido del raciocinio todo lo vago que se quiera, o dejarnos convencer por las apreciaciones ajenas, si es que lo consideramos oportuno, sino de elaborar un relato a medida sobre la realidad, convencernos de su verosimilitud, coincida o no con lo real, porque de lo que se trata es de mantener el espectáculo vivo, un espectáculo que, por propia lógica con los relatos establecidos, se compone de monólogos que lanzamos en múltiples formatos, aunque siempre como mensajes en botellas lanzadas a la mar. No esperamos ninguna réplica, en parte porque en internet los mensajes se han multiplicado hasta el infinito, como infinitos son los selfies que se envían por doquier.
No es de extrañar por consiguiente que los conceptos duren bien poco, apenas unos pocos telediarios, y aquello de las nuevas políticas se diluya con rapidez, ya nadie se acuerda, sólo cambian los protagonistas políticos, pero luego todo sigue más o menos igual. En apenas unos pocos años hemos visto cambiar por completo la clase política, calificada durante unos meses como casta, pero hablo sólo de los protagonistas, no de las políticas, dominadas éstas por el mero posibilismo, mientras los viejos dinosaurios aparecen para opinar, tal vez con la intención de que no los olvidemos del todo, tan rápido pasan las imágenes en las pantallas televisivas.
Puede sin embargo que nada sea nuevo, que siempre haya sido así, un mero absurdo, una nadería. Claro que hubo momentos más sesudos, más profundos en los análisis, tal vez más trascendentes o por lo menos con más sentido de la trascendencia que se andaba buscando con ahínco, aunque eso no quita a que al final todo resulte cuando menos ridículo. No es de extrañar, apenas es un detalle, que haya quien hable en este cuasi decenio tan intenso de una segunda transición, iniciada aquel 15 de Marzo de 2011, qué lejos queda, con la que se rememora aquella primera transición, o la Transición, con mayúscula, en la que todo parecía posible, o al menos tan posible como permitían las circunstancias.
José Antonio Gabriel y Galán termina en 1990 la que será ya su última novela, Muchos años después, un retrato de época, de esa transición cuyo eje es la muerte del dictador y que abrirá un periodo de grandes expectativas, pero también de enormes decepciones, las mismas decepciones que irán dominando a los dos protagonistas, Silverio y Julián, los irán forjando hasta transformarlos en personajes tétricos, absurdos, aunque puede que siempre lo hayan sido, tétricos y absurdos, por mucho que en un primer momento se tomen muy en serio a sí mismos. Sea lo que fuere, los autores acaban adoptando la misma actitud que la sociedad en general, una actitud basada en la decepción y en la extrañeza, en ese desencanto que sirvió a Jaime Chávarri para titular su reportaje sobre los Panero, los tres hermanos hablando de su padre y convertidos ellos mismos en un símbolo generacional. Ese desencanto que vivió también el propio Gabriel y Galán, que confesaba ser «lo contrario de un triunfador», según cuenta Juan Cruz en un artículo de 1994, al poco de morir el escritor.
Porque estamos hablando de una generación que se pretendió heroica, y lo fue de algún modo, pero que tuvo que tragar con las decepciones y las renuncias, o del absurdo de su trascendencia, en el caso de los dos protagonistas de la novela. La generación de una época que construyó verdaderos antihéroes al convertir el desencanto en puro pasotismo, que es lo que vivieron muchas personas ante aquellos nuevos tiempos que al final no fueron ni de lejos lo que esperaban. Si el desencanto de los escritores, de los activistas, de los pensadores, de los artistas de aquel momento se reflejó en los hermanos Panero, el pasotismo quedó reflejado en el Cojo Manteca, un ser que vivía en los arrabales de la realidad y que fue blanco de las cámaras y de los telediarios durante las protestas universitarias de los ochenta, verdadero protagonista del momento, quedando en un segundo plano los motivos de las protestas, aquellas primeras reformas universitarias, de la enseñanza y laborales.
Es un desencuentro con la realidad que nos saca de la propia realidad. En 1978 José Antonio Gabriel y Galán publica un libro de poemas con el título Un país como éste no es el mío, un título muy expresivo, el de una sensación de extrañeza, de extrañamiento intenso que aleja de la pertenencia a un país, a una sociedad. Unos años antes Max Aub tuvo la misma sensación, la de no pertenecer a un país que había considerado el suyo pero con el que se dio de bruces al regresar. Sin duda, si nos retrotrajéramos en el tiempo, encontraríamos el mismo sentimiento en muchas personas, señal inequívoca de que nada ha cambiado en realidad, y que el sentimiento descrito al principio, el de la extrañeza ante este tiempo de selfies y sonrisas, no es nada nuevo, se repite una y otra vez ante la decepción por la imposibilidad de cambiar nada.
Puede sin embargo que nada sea nuevo, que siempre haya sido así, un mero absurdo, una nadería. Claro que hubo momentos más sesudos, más profundos en los análisis, tal vez más trascendentes o por lo menos con más sentido de la trascendencia que se andaba buscando con ahínco, aunque eso no quita a que al final todo resulte cuando menos ridículo. No es de extrañar, apenas es un detalle, que haya quien hable en este cuasi decenio tan intenso de una segunda transición, iniciada aquel 15 de Marzo de 2011, qué lejos queda, con la que se rememora aquella primera transición, o la Transición, con mayúscula, en la que todo parecía posible, o al menos tan posible como permitían las circunstancias.
José Antonio Gabriel y Galán termina en 1990 la que será ya su última novela, Muchos años después, un retrato de época, de esa transición cuyo eje es la muerte del dictador y que abrirá un periodo de grandes expectativas, pero también de enormes decepciones, las mismas decepciones que irán dominando a los dos protagonistas, Silverio y Julián, los irán forjando hasta transformarlos en personajes tétricos, absurdos, aunque puede que siempre lo hayan sido, tétricos y absurdos, por mucho que en un primer momento se tomen muy en serio a sí mismos. Sea lo que fuere, los autores acaban adoptando la misma actitud que la sociedad en general, una actitud basada en la decepción y en la extrañeza, en ese desencanto que sirvió a Jaime Chávarri para titular su reportaje sobre los Panero, los tres hermanos hablando de su padre y convertidos ellos mismos en un símbolo generacional. Ese desencanto que vivió también el propio Gabriel y Galán, que confesaba ser «lo contrario de un triunfador», según cuenta Juan Cruz en un artículo de 1994, al poco de morir el escritor.
Porque estamos hablando de una generación que se pretendió heroica, y lo fue de algún modo, pero que tuvo que tragar con las decepciones y las renuncias, o del absurdo de su trascendencia, en el caso de los dos protagonistas de la novela. La generación de una época que construyó verdaderos antihéroes al convertir el desencanto en puro pasotismo, que es lo que vivieron muchas personas ante aquellos nuevos tiempos que al final no fueron ni de lejos lo que esperaban. Si el desencanto de los escritores, de los activistas, de los pensadores, de los artistas de aquel momento se reflejó en los hermanos Panero, el pasotismo quedó reflejado en el Cojo Manteca, un ser que vivía en los arrabales de la realidad y que fue blanco de las cámaras y de los telediarios durante las protestas universitarias de los ochenta, verdadero protagonista del momento, quedando en un segundo plano los motivos de las protestas, aquellas primeras reformas universitarias, de la enseñanza y laborales.
Es un desencuentro con la realidad que nos saca de la propia realidad. En 1978 José Antonio Gabriel y Galán publica un libro de poemas con el título Un país como éste no es el mío, un título muy expresivo, el de una sensación de extrañeza, de extrañamiento intenso que aleja de la pertenencia a un país, a una sociedad. Unos años antes Max Aub tuvo la misma sensación, la de no pertenecer a un país que había considerado el suyo pero con el que se dio de bruces al regresar. Sin duda, si nos retrotrajéramos en el tiempo, encontraríamos el mismo sentimiento en muchas personas, señal inequívoca de que nada ha cambiado en realidad, y que el sentimiento descrito al principio, el de la extrañeza ante este tiempo de selfies y sonrisas, no es nada nuevo, se repite una y otra vez ante la decepción por la imposibilidad de cambiar nada.
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