En la correspondencia
entre Carmen Laforet y Ramón J. Sender ambos expresan en ocasiones su
preocupación de lo que pueda pasar en España, ese país áspero al que Sender no
quiere volver del todo mientras siga vivo y en el poder el dictador, y en el
que Carmen Laforet, tan distante de la política y de sus disquisiciones,
tampoco se encuentra del todo a gusto por no poco desasosiego ante la realidad
del mismo. Temen los peligros de nuevos enfrentamientos, de una revolución
posible y no pacífica o una reacción aún más retrograda del régimen. No están
sin duda al tanto de los contactos que hay entre una parte del aparato del
Estado franquista, consciente de la necesidad de un cambio para que no cambie
lo esencial -«Si queremos que todo siga
como está, es necesario que todo cambie», según frase escrita por Giuseppe
de Lampedusa en el Gatopardo que
sufragarían buena parte de los prohombres del régimen– y una oposición considerada mayoritaria, sobre
todo la del PCE, cuya dirección lleva años defendiendo una política de
reconciliación nacional, y la del PSOE, que ve la posibilidad de un cambio, de una
transición a la democracia que no subvierta el orden del país, oposición
mayoritaria que se compromete con esta vía transitoria a una democracia, que en
el inicio de tales contactos no está aún plenamente dibujada.
Desde finales de los
sesenta y sobre todo en los primeros años de la década de los setenta los contactos
se han multiplicado entre ambos bandos que otrora se enfrentaron en la guerra y
entre los grupos que conforman cada uno de estos grupos, no siempre de acuerdo
en todo. Hay sin embargo la sensación de que se ha avanzado en las
negociaciones y en los pactos sectoriales o parciales. Puede parecer que todo
estuviera, según fórmula al uso atribuida al Generalísimo, atado y bien atado. Sin embargo, nada hay seguro en realidad. El
problema de una dictadura es que no siempre es posible conocer la fuerza del
contrincante, más si éste actúa en la clandestinidad, y no todas las fuerzas
políticas del momento estaban por la labor de una transición negociada.
Además, la muerte en
atentado del Almirante Carrero Blanco, en funciones de presidente de Gobierno,
a finales de 1973, y la Revolución de los Claveles cuatro meses después en
Portugal dejan bien a las claras que no todo está controlado, al menos en el
panorama político. Murió el dictador y se inició buena parte de ese proceso, que
estaría en ese momento muy en ciernes, se empieza a dibujar, a dibujar de
verdad, claro que no estaba en absoluto todo controlado, las piezas se movían
con excesiva velocidad y no siempre en la forma deseada. No obstante, el
proceso siguió adelante y da la sensación de que el resultado es el que estaba
previsto, aun cuando las cosas no se sucedieron del modo ejemplar que se deseó
–y que se pretendió hacernos creer– y la violencia estuvo a la orden del día y
hubo momentos en que todo podía torcerse sin remedio.
Se impuso una
interpretación semioficial, la de la ejemplaridad de la transición, ahora
puesta en duda más allá de aquellos ámbitos radicales que en absoluto
estuvieron de acuerdo con la misma, bien porque deseaban una ruptura con el
franquismo, en sectores de extrema izquierda o del independentismo vasco, bien
porque consideraron que el cambio fue en sustancia una traición al alzamiento
nacional del 18 de julio. Tras tres decenios en que parecía haberse aceptado la
ejemplaridad de la transición, se plantea que tal vez es momento de una segunda
transición y de un cuestionamiento de la tesis ejemplificadora de esta misma
transición.
Resulta en todo caso
difícil hacer un juicio absoluto de lo que ocurrió realmente y de lo que
hubiera podido ocurrir si las componendas hubieran sido otras. Tan difícil como
revivir lo que ocurrió en las calles de las ciudades y pueblos de España para
poder deducir las causas y los efectos de lo que ocurrió en esos años de la
transición o para conocer los motivos que llevaron a que las cosas sucedieran
del modo como ocurrieron, si es que aceptamos que la historia no está por
fuerza determinada y en cada momento hay opciones diferentes que se plantean y
la realidad, por variados mecanismos que no siempre apreciamos en su conjunto,
se decanta sólo por una de ellas.
Por lo demás, la Historia
es siempre interpretativa y salta a la vista que, siendo un hecho tan reciente,
cada historiador optará por una interpretación según su punto de vista, la
ideología que defienda, la militancia que haya podido tener o por el modo cómo
le haya ido en tal proceso.
Una vez más hay que
acudir a la literatura para discernir algo de esa intrahistoria de la
transición. Son muchos los escritores,
novelistas sobre todo, que escriben sobre esos años de cambio, y sospecho que
en los próximos años serán muchos más los que escriban al respecto, aunque
sólo sea por cuestión autobiográfica de muchos de los autores de hoy, además
del interés que tiene la época, en un momento además en que se pone todo patas
arriba.
De entre todos estos
autores que han escrito hasta ahora, llama sin duda la atención la mirada de
Rafael Chirbes (1949-2015) por recoger en gran medida aspectos muy concretos de
esa intrahistoria y describirla de un modo que nos permite comprender no pocos
elementos que se estaban viviendo en la cotidianidad del país. Es evidente que
se trata de novelas, y las novelas no son tratados de historia, responden a
otras lógicas y a otros mecanismos, pero no dejan tampoco de describir en
muchas ocasiones lo que está ocurriendo en la realidad, y Rafael Chirbes lo
consigue plenamente, desgrana las relaciones entre las personas, entre las
clases, entre los diferentes grupos sociales, y a partir de aquí se van
apreciando elementos que muchas veces los estudios sociológicos no son capaces
de describir en toda su envergadura.
Y Rafael Chirbes dio en
el clavo cuando refleja la posición posibilista y pragmática de la burguesía
española ante los cambios que se avecinan, que están ya ocurriendo, intuyéndose
sin duda entre quienes no están en el meollo de la política del momento. Es la actitud
que adopta Tomás Ricart en La caída de
Madrid. Tomás es hijo y heredero de José Ricart, el patriarca empresarial de
la familia, antiguo soldado del bando nacional, franquista hasta la médula,
atemorizado por la segura muerta del Caudillo –la historia ocurre a lo largo de
una jornada, la del 19 de Noviembre de 1975– y los cambios que puedan darse y
que sin duda afectarán a su emporio empresarial. Tomas, sin embargo, no
comparte los temores de su padre, tampoco sigue los dogmatismos neofranquistas
de su hijo menor, Josemari, enfrentando al otro hijo, Quini, comunista de
grupúsculo radicalizado, Tomás lo que sabe es que, pase lo que pase, él
continuará con sus negocios, con su trabajo, le da igual hacia donde vayan las
cosas, no se interesa por disquisiciones que se le escapan, sin duda está
convencido de que al final no va a pasar nada que afecte a su cotidianidad.
Este autor consigue
describir en su trilogía formada por la novela citada y por La larga marcha y Los viejos amigos, también en otros de sus libros, por ejemplo En la lucha final, esa intrahistoria
tras la guerra civil, durante los años de dictadura y en la transición. Refleja
bien a las claras los cambios del propio régimen, el peso cada vez menor de los
factores más ideológicos –los que sirvieron a la larga sólo para ganar la
guerra y aposentar el nuevo Estado, lo refleja muy bien Dionisio Ridruejo–, va
ganando terreno los elementos más pragmáticos, y de este modo las historias de
la guerra van ocupando apenas algunos ritos del país, cada vez menos, y a
partir de los sesenta los empresarios se ocupan de lo suyo, de fortalecer sus
empresas, aprovechando los resquicios que brinda el régimen, mientras los
trabajadores van dejando atrás también la miseria de la posguerra y muy
sutilmente van también aposentándose, el paternalismo del régimen permite que
ganen lo justo como productores que también los considera, que compren sus
pisos, que se sientan partícipes en lo material de la prosperidad, de este modo
se evitarán problemas, ya se sabe que las revoluciones se dan cuando ya no
queda nada que perder.
Rafael Chirbes describe
ese estado social latente que explica no pocas cosas de ese momento y del
actual, al fin y al cabo estamos en la continuidad de lo que fue. Lo consigue
también Ignacio Martínez de Pisón –puede que junto a Rafael Chirbes sean los
dos autores que mejor han descrito la cotidianidad de aquellos años– y Javier
Pérez Andújar en Catalanes todos,
recogen bien a las claras un estado de ánimo colectivo, con sus sombras, muchas
sombras, bastantes de ellas meras hipocresías de un convencionalismo social que
parecen responder vagamente a la máxima de Groucho Marx: tengo estos principios, pero si no le gustan, tengo otros.
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